Ídolo

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Morrissey

martes, marzo 29, 2011

La virgen de la lujuria o el dos en uno


Dicen que la mujer ya dejó de ser el sexo débil porque puede hacer varias cosas a la vez. Trabajar afuera, cuidar hijos, limpiar casa. Falso. No se puede. Si solo me pasa a mí, entonces sigo siendo parte del sexo débil. Si les pasa a todas pero no lo quieren aceptar, entonces somos unas cojudas.


Ok, talvez en verdad mi cerebro funcione -como dicen- a lo masculino: una cosa a la vez. Se me parte el alma en dos cada vez que llego a mi casa por las noches, después de una jornada de trabajo y tengo que cocinar. Si tuviera hijos en este momento, morirían de inanición. Mea culpa: hay días en los que mi perro debe comer plátanos o cereal con leche porque me olvido de comprar su divertido alimento para perros. Yo sé que él me juzga, pero no puede decírmelo, sólo me mira con su cara de desaprobación y últimamente ha aprendido a quejarse de las maneras más sui géneris. Ni se diga con la limpieza del hogar, pero mejor dejémoslo ahí. El resumen es que me niego a ser todopoderosa porque simplemente es absurdo. Lo irónico es que mi resistencia-no-violenta frente a las exigencias sociales de los nuevos tiempos, finalmente solo me afecta a mí. ¡Mierda!


En fin, sigo leyendo estudios zoquetes que intentan explicar el “universo” femenino versus “la comarca” masculina y termino pensando que se trata nada más que de argucias mediáticas que lo único que buscan es convertir a la mujer en un ente de consumo. Aunque siempre lo ha sido, por supuesto, pero la idea es seguir incentivándola a ser económicamente activa, es decir, a ganarse el pan con el sudor de su frente y no con el de su marido, para así, tomar mejores y abundantes decisiones de compra. Porque ya saben, como podemos hacer “mil cosas a la vez”, también podemos comprar “mil cosas inútiles a la vez”. ¡Qué conveniente!


Finalmente, gracias a las tarjetas de crédito y dos que tres lesbianas teórico-práctico feministas (es una broma) nos hemos convertido en algo más que las vírgenes o putas que tanto nos gustaba ser. ¿Por qué? Porque era más fácil. Se nos daba natural, y se nos sigue dando. El problema es que hoy la ambigüedad de la practicidad es la que reina, y ya nadie puede ser lo uno o lo otro porque termina convirtiéndose en un fantasma arquetípico de otras épocas. El otro día veía la película “La virgen de la Lujuria” de Arturo Ripstein (México, 2002). Para hablar de la femme fatale (más claro, la puta) hay que remontarse sesenta o setenta años en el tiempo. Años cuarenta, guerra civil española, exiliados del franquismo en México. Ariadna Gil interpreta a una muy literal y casi hiperreal prostituta española que despedaza a un pobre hombre neurótico, que se pasma ante el poderío hipersexual e hipernocivo de la mujer fatal. Ella aparece en su vida sin que él la busque pero luego no puede dejar de auto castigarse siendo su esclavo. Él le lame los pies, ella lo insulta y le hace dormir en el piso. Pero él no la toca. No puede, porque dentro de todo el puterío desgarrado de la española, ella es su virgen inmaculada. Ella, boca roja y vestido negro de satín y encaje, se encarna en la paradoja sobre la que gira toda la rueda social de la humanidad: ser víctima y verdugo a la vez. Estar entre la huída y la persecución. Entre la inviolabilidad y el ultraje.


Más claro, aterrizando a la guachafería. La puta de los años cuarenta de este filme se desvive por un luchador que no quiere saber nada de ella, pero rechaza hasta llegar a la humillación más ramplona al pobre mesero varado en sus pies. Pues, porque sí. Porque se cumple la metáfora del absurdo: Se es puta con unos y monja con otros. Aunque en este caso, sea un paradigma de las normas y regulaciones del deseo… Porque fíjense, el deseo está regulado por parámetros que se nos escapan de la conciencia. Otro estudio absurdo que acabo de leer –absurdo para mí- en la revista Vanguardia, explica con la descarada venia científica, que las mujeres nos sentimos más atraídas por los hombres que exhalan más testosterona. Ahí es donde me quedé varada yo, exigiendo una explicación, pues según tal estudio, ese varoncito que se demuestra extra seguro y peludo (y tal vez calvo, por eso de que el exceso de testosterona causa calvicie), es el rey de la pista. Pues sí, no me va tal estudio, y exijo una explicación científica, a por qué a mí más bien siempre me han atraído los faltos de testosterona. ¿Cómo se explica eso? ¿A qué viene todo esto? Por supuesto, a que la puta de “La virgen de la lujuria” estaba atraída por la hormona ambulante y no por el deshormonado, que por supuesto, como gran final epopéyico, se convirtió en varón y tuvo un baño de hormonas masculinas, luego de cometer el heroico acto de matar al dictador Franco. Luego, la puta lamiéndole los pies. Fin.


Pero yo, pero yo.... Sigo exigiendo una explicación. No me conformo y por eso me hiperbolizo. Simplemente por joder, o por resaltar en extremo algo que quiero decir. No lo digo a gritos, lo digo con mi cuerpo y con mis ansias. No me rijo a las regulaciones del deseo. No acepto, por ejemplo, que las mujeres vamos más allá de lo físico, que podemos desear a cualquiera por el simple hecho de exhalar la hormona de la seguridad. No. Nada me conmueve más que un hombre bello fumando con el torso desnudo en la ventana, a la luz de la luna. Me conmueve hasta las lágrimas. La belleza me estremece. Porque sí. Porque es un nivel superior del deseo… En fin, que este post ya se fue por donde quiso. Otra vez continuaré…

jueves, marzo 24, 2011

La venganza del lúpulo


Sospecho que hace una o dos semanas la Cervecería Nacional quiso vengarse. Pero como la venganza no distingue edad, sexo, raza ni culpabilidad, pues lo hizo sin miramientos. Ay qué democrática es la venganza, en verdad no discrimina a nadie. Lo digo porque sólo entre algunos de mis seres más cercanos diarios, hallé historias de cervezas y sopores que se repetían.


Día uno. Decido salir valientemente del trabajo a tomarme unas bielas con dos amigas. Estoy segura absolutamente de que lograré cumplir mi cometido de pegarme unas cuatro pequeñas sin sufrir mayores destrozos particulares. Hay un concierto en el bar de unos amigos, y otro amigo va a tocar un tributo a Charly García. Me quedo. Sí, no lo dudé ni por un segundo. Pero a los cinco bocados de biela, estaba ya recogiendo los pasos. Un letargo hambriento de sábanas me tomó del cuello y no pude escapar. Las caras de bostezo inclemente se repetían a mí alrededor. Mis amigas tampoco podían sostenerse a sí mismas. Entonces surgió la frase: “cuando uno se duerme a la primera biela es porque llegó la vejez”. Pues sí, me pareció muy razonable esa máxima, así que decidí ser consecuente y largarme a dormir.


Días más tarde, volví a insistir en la búsqueda del Dorado, del dorado placer, claro. “Hay que luchar contra la vejez antes de que te agarre las patas”. Hay que salir. Me encuentro con un vecino, misma dosis. Al segundo vaso –ojo, vaso- ya me empiezo a poner bizca y declino la oferta de la felicidad de bar. Regreso a mi casa, abro la puerta, mi perro me reclama. Me acuesto y duermo. Decido no volver a intentarlo hasta mayor aviso. Empiezo a creer que la cerveza debería tener una etiqueta que diga: prohibido para mayores de…


Al día siguiente, alguien me dice que le pasa lo mismo, que la cerveza está rara, que le hace dormir, que no entiende qué pasa. Pienso en una confabulación resentida de una empresa que debe pagar más de 90 millones de dólares a sus ex empleados. Converso con alguien más que me explica exactamente los síntomas: “no llego ni a acabarme una botella pequeña, que ya me empiezo a dormir. Me entra una modorra que lo único que quiero es irme a mi cama”. ¿Sospechoso no?


Lo único que se me ocurre, es que entre esas y otras, por descuido, por abaratar costos o por que les dio la maldita gana, la cerveza no fue lo suficientemente filtrada y quedó tan pesada como una patada en el… Pues definitivamente no podía creer que la vejez haya llegado de sopetón, casi de una semana a otra. Había que comprobar la teoría


Pasan los días y las salidas infructuosas. Llega el solsticio de primavera y la cerveza mágicamente vuelve a ser lo que era. Quizás los directivos de Cervecería Nacional reflexionaron, tal vez los empleados de la fábrica se pusieron once y volvieron al concienzudo proceso de filtrado. O quizás alguien tronó los dedos y volvió la magia. No lo sé. Tomo una, dos, tres, cuatro. No me emborracho, estoy feliz. No me duermo. Río y bailo. Vuelve el dorado placer y la felicidad de bar. Gracias a la vida, que me ha dado tanto…

viernes, marzo 18, 2011

La reivindicación del yo


La gente se suicida. Y mucho más cerca de lo que uno pensaría. Ayer una muchacha de 16 años se lanzó de un quinto piso, a pocas cuadras de aquí, en la calle Bosmediano. Era un edificio al que yo siempre veía cuando bajaba camino a mi casa. Un edificio de clase media-alta, en el que al parecer, nunca pasaba nada, todo era perfecto, y la única señal de vida disconforme era una empleada doméstica paseando un schnauzer. De hecho, Bellavista de día es un barrio de empleadas y jardineros, de paseadores de perros y de mensajeros. El colmo de la vida acomodada es acomodarse por pedazos, desterrarse diariamente, desolar paisajes, crear fortines… en pocas palabras, desligarse completamente de los espacios y deshumanizarlos. Uno de los síntomas es el fenómeno de condominio de apartamentos, en el que nadie se conoce y nadie se saluda.


¿Qué es lo único que en todos estos meses -o años- ha juntado aunque sea por unos minutos a la gente que habita en la calle Bellavista? Un suicidio. Aunque no todos los vecinos estuvieron presentes, ayer ese era el único tema del que se hablaba. De uno y otro lado, gente recibía mensajes que contaban el suceso. Hoy, las imágenes terribles de la muchacha yaciendo en el suelo con su madre que gritaba desgarradamente, me helaron la sangre… Alguien preguntaba ¿cómo una chica de esa edad puede suicidarse? Y es que claro, para los adultos, los niños y los adolescentes no pueden, o no deben, ser nada más que felices. Quizás algunos nos hemos olvidado de esos tiempos… o tal vez otros tuvieron la suerte de no percibir la vulnerabilidad de la adolescencia. Otra reflexión que me llamó la atención fue: “pero si era de clase alta”. Pues está demás decir, como ya lo dijo la tv en los ochentas: “los ricos también lloran”. Y es que el suicidio va más allá del dinero. Que si tienes plata, nunca te vas a matar, sería hermoso, pero realmente hay motivos más profundos para esa decisión. Normalmente la gente cree que un suicida es un tipo devastado, pero hay suicidas y suicidas.


Hace pocos días, una amiga nos reenvió una carta in memoriam de Andrés Castro, más conocido como el mago Magnalucius, quien según su puño y letra, no se suicidó por depresión, ni derrota, sino por todo lo contrario. Lo hizo por ser artífice del acto más poderoso que un ser humano podría realizar: el darse muerte. Magnalucius fue la lección de voluntad más grande que he conocido por estos tiempos y cercanías. Decidió cuándo y cómo morir, con toda la conciencia del acto. Y aunque muchos digan que este es un caso aislado y que la mayoría de suicidas lo hacen por no poder soportar el dolor –cualquiera que fuera su origen- la verdad creo que finalmente todos utilizan esta dictadura de la voluntad, engañan a la naturaleza y a los dioses, y se convierten en hacedores de su destino. Todos los suicidas deciden cómo y cuando morir, y eso los convierte en todopoderosos. Quizás es el último o único acto heroico de sus vidas. Y eso es una especie de re-dignificación de su existencia. Si la impotencia de no resolver el resto de situaciones de su vida reduce la consistencia de una persona, con el suicidio, el perdido poder de la acción individual se revaloriza, se materializa. El suicidio es un acto de reivindicación del yo.


El suicida es vanguardista, es un rompedor. No importa si es uno o cientos. No importa si el acto se repite cada semana. El suicidio es una escisión de la realidad constante, por eso nos conmueve tanto... de ahí los gritos y los por ques...

miércoles, marzo 16, 2011

La soga, el suicidio y Mauro Cerbino


Si hay algo más tóxico que ver televisión, eso es ver televisión nacional. Y si hay algo más desasosegado que ver televisión nacional, eso es ver televisión UHF. A veces pasa, mejor dicho, a veces me pasa. El domingo, sin ganas de dormir, me puse a ver el abanico de posibilidades que ofrecía la televisión nacional en su versión “b”.


Las opciones eran: canal de ventas por tv, en donde ofertaban unos interesantes jarabes pseudo-cubanos que curaban todas las enfermedades conocidas o no. Canal de programas culturales, que a veces suele tener opciones interesantes, pero que esta vez estaba varado en un repetido mil veces programa sobre el problema del agua en Israel-Palestina. Finalmente caí en una entretenida entrevista al director del diario Extra, Henry Holguín, la cual resultó divertida por la exuberante y peligrosa vida del periodista y por su carisma para hablar, ya que la entrevistadora seguramente era más talentosa para atrapar una mosca… muerta.


Acabada la entrevista, el sueño no venía. Entonces proseguí con el peregrinaje de 30’s y 40’s –números de canales, por si acaso-. Llegué entonces a Canela TV y un especial sobre el suicidio. Como buena mente amarillista, me dije: aquí me quedo. Pero sólo para darme con la piedra en los dientes, porque la feria del contrasentido empezaba a instalarse. Para empezar, la idea no parecía en sí, una batraciada. Se trataba de una colección de casos de suicidios ocurridos en los últimos meses en el país. Una serie de reportajes medio guachafos, al tierno estilo “cholito depurado”, el cual podemos ver, por ejemplo, en el nuevo programa de Jonathan Carrera. En fin, una estética televisiva –y un concepto- que se ha abierto un nicho en la televisión nacional, y cuya fórmula funciona a la perfección en las humildes cifras del raiting. Nada del otro mundo, hasta el momento. Un caso de un suicida ahorcado, otro caso de un suicida ahorcado y un tercer caso de un suicida ahorcado. Una aristotélica conclusión de mi cosecha: en el Ecuador, el instrumento favorito para quitarse la vida, es la soga, como no. La cual además cumple con las tres eres: resistente, reusable y re-efectiva.

Luego de unas cuantas historias de despechados de la vida, el conductor del programa, anunció un invitado especial en set: Mauro Cerbino, catedrático de la FLACSO. Cabe recordar que el subtítulo del especial era: “Suicidio: cobardía o valentía”. Así que, supuestamente la conversación con este sociólogo giraría en torno a esa hipótesis. Gran error. Y no sólo de la producción y la dirección del programa, sino del mismo Cerbino, quien en un principio resultó algo críptico en su discurso. Esto, de por sí, no es un error dialéctico, sino quizás de ingenuidad. Tal vez Cerbino esté convencido de que la televisión nacional tiene espacio para un lenguaje especializado y por eso en un principio, no quiso dar concesiones. No obstante, la tónica de la conversación hizo que Cerbino se ablandara y que terminara cediendo ante la ligereza de las preguntas del presentador. Pero cuando la pregunta del “suicidio o cobardía” era inminente, Cerbino supo destrozar a tajazos esa tesis, revelando las costuras del absurdo de la televisión guachafa que se le ocurre invitar a un sociólogo académico y teórico para hablar de si el suicida es valiente o cobarde. ¿Queda claro el contrasentido?

En conclusión: La próxima vez, como diría Doña Florinda, ¡vaya a preguntarle hue$%& a su abuela! No, es broma. Creo que el UHF sin duda, es un mundo paralelo que obedece a sus propias lógicas individuales. Basta con pasar un canal tras de otro para comprobar que la dictadura del discurso audiovisual televisivo sufre cismas casi terroristas, pues en el UHF crea pequeños reinos cuya estética, contenidos y dialéctica obedecen al humor del dueño del canal… Sin embargo, todavía me divierte más que la predecible VHF… ¿Hago mal?

lunes, marzo 14, 2011

Biutiful: qué feo que es emigrar...


Otra vez mi memoria me traicionó. Recuerdo que después de haber visto Babel de Alejandro González Iñárritu, me dije: nunca más vuelvo a ver una película que me torture… No lo cumplí. Volví a caer en la estética de la angustia socio-espiritual de Iñárritu: Vi Biutiful. Realmente, su estilo “maltrataespectadores” ha ido in crescendo. Amores Perros, 21 Gramos y Babel, según decía el mexicano, formaban parte de la trilogía de la muerte. Lo que no entiendo es por qué sigue con lo mismo, si la trilogía ya debería haber acabado…


En fin, Biutiful para empezar y para que usted -al igual que a mí me pasó- no se confunda, no tiene nada de bonita. Es un filme que se gana los aplausos porque seguramente cumple su cometido al ciento veinte por ciento: golpea emocionalmente al espectador. Pero no lo golpea en bien, sino en una grotesca y afilada gana de salir a vomitar o acudir a un médico. Si usted es hipocondríaco por favor, no asista a la película. Saldrá fauleado y sumará unas cuantas enfermedades y miserias imaginarias a su vida. Si algo le otorgo a Iñarritu es su capacidad de lograr que el espectador se encarne en la trama. O quizás eso sólo me pasa a mí… lo cierto es que funciona, pues vi a todos los asistentes salir con una cara de derrota espiritual. Sí, vivimos en un mundo maloliente y enfermo que se esconde detrás de las fachadas de la perfección del perfumado primer mundo. Pero ese mundo maloliente y enfermo terminal que Iñarritu nos muestra esta vez, como no –y como todo el cine- es una perfecta manipulación estético-política de un discurso derechista y hasta fundamentalista. Sorprende pensar que Iñarritu es un fanático religioso (dicen que pertenece al Opus Dei) y que por eso sus filmes están cargados de un sutil discurso algo fascista.


Veamos: Biutiful es un retrato de la miseria en el primer mundo. Del margen de la sociedad y de ese microcosmos que genera el fenómeno de la migración de los países tercermundistas o “en vías de desarrollo” (lindo eufemismo para esconder la podredumbre). Estamos en Barcelona, la Barcelona contemporánea, la misma que vimos en Vicky Cristina Barcelona de Woody Allen, pero esta vez, es un retrato gris y mugroso de esa misma ciudad. No hay alegría, no hay fiesta –en el sentido de jolgorio radiante- sólo hay angustia, vidas desgarradas y desesperanza. Migrantes chinos y negros siendo explotados por mafias de otros chinos, los cuales resultan ser los villanos de la película, mientras que el desecho ibérico interpretado por Javier Bardem resulta ser el héroe bondadoso del filme. Una clara posición editorial que pretende conservar el estatus quo de una Europa, o mejor dicho, de un mundo en el cual sólo algunos tienen derechos. Un límpido mensaje para esas naciones de emigrantes: no salgan de su país, acá sólo encontrarán más miseria…


Lo políticamente correcto de Iñárritu es lacerante. Llega a ser casi una mirada fascista del fenómeno de la inmigración. Quizás esté polarizando el tema y para quien vea el filme no sea de esa manera, pero es sospechosa su forma de armar un discurso audiovisual que pretende escudriñar el submundo del inmigrante. El cristo redentor de los migrantes–dador y quitador de vida- es un Bardem quien a su vez, es un mártir de las circunstancias. Moraleja: no es suficiente que un buen samaritano europeo quiera ayudar a un inmigrante, siempre las cosas saldrán mal. Haciendo un bien, se hizo un mal… Aunque deshacerse de veinte chinos que vivían en condiciones infrahumanas, definitivamente, fascistamente hablando, es simplemente cumplir el ciclo natural de las cosas…

miércoles, marzo 09, 2011

No quiero ser carishina


Respecto a lo dicho por Michelle Bachelet: “Las mujeres no volveremos a la cocina”, tengo que decir, o mejor dicho, confesar que: me encanta cocinar, pero no siempre me sale bien. A veces me salen unos menjurjes incomibles que me los tengo que tragar sin chistar porque no tengo a quién más reclamar. Otra cosa envidiable también es cocinar para alguien más, porque no hay placer culinario más exquisito que ver gozar a otro con lo que hemos preparado. Y pese a todo, pues sí, entiendo en sentido figurado a la señora Bachelet, porque luego de lo que le costó a su generación ganarse espacios reservados a los caballeros, sería un contrasentido volver a nuestra trinchera original: la cocina. Lo cierto que es que la doña ex presidenta no se puso a pensar en la generación contigua, la cual ya nació con el membrete de: “no puedes ser ama de casa, no seas vaga”.


Yo nací en esa generación, la de mujeres a las cuales la liberación les llegó por añadidura, sin haber luchado ni peleado por nada. Ni por votar, ni por estudiar la universidad, ni por conseguir un trabajo fuera de casa. Y lo soy tanto así, que cuando me di cuenta, ya estaba metida hasta las patas. Me convertí en una feminista sin querer serlo. Una para-feminista que se queja tanto de tener que cocinar como de tener que trabajar. Porque damas y caballeros, lo que molesta al ser humano no es la estigmatización de los roles (hombre trae el pan, mujer a la cocina) sino los roles por obligación. Y hoy señoras, las mujeres tenemos que trabajar por obligación, sí, así como cualquier otro ser humano (llámese hombre) y de la tal liberación femenina pues a veces parecería que en una sociedad como la nuestra, lo único que conseguimos fue cargarnos de más deberes y de casi ningún derecho. Nuestro deber es ser independientes económicamente hablando, pero todavía salimos a la calle y somos violentadas con piropos grotescos. Por no decir, “aún somos asesinadas” por maridos desquiciados y machistas que fríamente aducen “tratamientos psiquiátricos” para justificar su terrible crimen. Hay una gruesa línea roja entre el respeto que un hombre le puede tener a otro hombre, y el que un hombre le tiene a una mujer… si es que lo tiene.


Quizás por eso es que fui criada para ser una carishina y hoy me esfuerzo por no serlo. Pues luego de años de analizar las escondidas motivaciones por las que mi madre –una mujer tradicional a más no poder- no me enseñó a ser mujercita, comprendí que uno de esos motivos era no ser ella: cuidar hijos por montones, cocinar siempre rico y limpiar infinitamente la casa. De mi madre no aprendí nada de lo que una mujer debe ser, pero tampoco de lo que una mujer no debe ser. Por eso soy una dama en construcción, pues me ha tocado reaprender, reenseñarme, reconstruirme. Y sospecho que no soy la única. Y también sospecho que a los hombres les ha pasado lo mismo. Han tenido que reacomodarse a esto de los nuevos roles tergiversados, y la verdad, para nadie ha sido fácil. De ahí los contrasentidos. Algunas quieren ser libres e independientes económicamente pero todavía quieren un hombre macho protector. Pero el hombre macho protector querrá una mujer dócil y sometida, lo cual muchas veces no concuerda con esa mujer que sale a la calle a ganarse el pan. Y así hay miles de combinaciones indescifrables. Esperemos que la vida nos vaya enseñando a acomodarnos.


Señora Bachelet: yo por lo pronto sigo cocinando más por necesidad vital que por otra cosa. Literalmente me cocino diariamente para no comer cucarachas… si no, pregúntenles a mis compañeros de trabajo…

lunes, marzo 07, 2011

Anotaciones sobre exhibicionismos


Hace un año y medio conseguí un nuevo departamento para vivir. No es la gran cosa, más bien es cualquier cosa, pero entra dentro del presupuesto y tengo una terraza para que mi perro no pase encerrado. Cuando lo tomé, casi ni me fijé en detalles. Vi que tenía lo necesario –estaba amoblado- y cerré el trato. Sí, es el de la terrible ducha eléctrica. En fin, regresando a la poca atención que le puse a los detalles, ese día no reparé en que la ventana de la ducha, mejor dicho, el gran ventanal, era de vidrio catedral, aquel tipo de diseño que supuestamente sólo permite pasar la luz y difumina las siluetas. Gran mentira.


La ventana en cuestión esta tan pegada al cuerpo mientras uno se baña, que cada día me entraba la duda de si los vecinos – y los de la calle- estarían viendo algo. Pero mejor opté por relajarme y bañarme como si nada; me sentía en mi casa, protegida por el anonimato de las cuatro paredes. ¿Qué me importaba una dudosa ventana de vidrio catedral? ¿Quién podía sacarme de mi privacidad? Así pasaron los meses y los baños. Cada mañana, recuerdo, el vecino de la casa de al lado –y su mujer- me miraban con una cara que yo no sabía interpretar. ¿Me odian? ¿Por qué me odian? ¿Qué les he hecho yo?, me preguntaba constantemente. Ya me había olvidado del vidrio para ese entonces, aunque por momentos me entraban unos chispazos de “¿acaso me odiarán por tener que verme desnuda todas las mañanas?”, pero inmediatamente lo olvidaba y regresaba a mi inviolable idea de privacidad.


Sin embargo, un día veraniego, mientras me disponía a tomar una ducha, mi novio me rompe la burbuja: “Rocío, yo creo que ese vidrio deja ver todo”. ¿Tú crees? Por qué no sales a la calle mientras yo me baño y miras...“Ok”. Procedí entonces a bañarme como de costumbre, con los movimientos de costumbre: ya saben, los necesarios para no olvidar rincón alguno sin jabonar… Luego de unos minutos, escucho un correteo agitado y la voz de mi novio: “¡Rocío, eso es un escándalo público!”. El hombre, entre preocupado y resignado, me explicaba que se veía todo. TODO. Hasta el detalle más mínimo de mi silueta, la cual, resulta que no estaba para nada difuminada y que más bien, se podía apreciar hasta los lunares que tenía. Yo, algo preocupada pero con cierto quemimportismo –ya lo hecho, hecho está-, le pregunté: ¿pero se ve muy mal? A lo que él me respondió: “Pues se te ve (piiiiiiii) y el (piiiiii), y estaría terrible si te diera vergüenza, pero si te gusta, está todo bien… yo creo que tú más bien eres un poco exhibicionista… “. Punto. ¿Qué yo era una exhibicionista? Pues sí, tenía razón y quizás en algún punto llegué a serlo, pero ciertamente no en esa ocasión, pues lo fui inconscientemente. Preferí no pensarlo, no profundizar en la idea de que alguien podía estar viéndome. Y entonces, luego de seis meses de “escándalo público”, ese mismo día decidí comprar un papel contact y clausurar el vidrio, porque me dije: “ya he dado suficiente show”.

viernes, marzo 04, 2011

Los himnos de la Hembra latinoamericana liberada (ochentera)


El primer paso de la liberación fue el insulto público… en la inocente balada latinoamericana. A finales de los setentas ya se vislumbraban los reflejos de la revolución femenina sobre la cultura popular. Pero la verdadera fuerza resentida se manifestó en los ochentas, cuando un grupo de damas, de distintas partes del continente, se vistieron de colores, se alborotaron el pelo y le cantaron al objeto de su sufrimiento: el hombre, quién mas. Pero ahora, de una forma desinhibida y liberadora. Se atrevieron a insultarlo desde lo más alto del podio. Trepadas en un escenario, admiradas por multitudes, las hembras latinoamericanas que empezaban a tomarse espacios –tomemos en cuenta que en Latinoamérica nos tardamos un poquito más que en el primer mundo- no dudaron en mimetizarse con los nuevos tiempos y volverse, sin saberlo en algunos casos, las abanderadas de la causa feminista, en un principio, claro, con algo de odio…


Si antes los temas de amor cantados por mujeres apelaban al sufrimiento inactivo, a la paralizada sensación de abandono e inutilidad, estas nuevas señoras del canto popular y la balada rabiosa, eran de armas tomar en sus letras. Si eran la mujer abandonada, pues nada, “¡me sobra orgullo para no rebajarme más!”. Si eran la “otra”, pues con dignidad, altivez y hasta sintiendo una inusual compasión por la esposa, aconsejaban al caballero que “jamás dejes de amarla, en su mundo búscala, si su estrella se ha perdido, roba otra y dásela”... Estas mujeres ya no eran el pobre y débil pájaro herido, eran la loba sangrante que buscaba venganza, aunque sea diciéndole al mozalbete: “yo tampoco tengo nada que sentir y eso es peor”. Ellas eran las que podían ser infieles y lo admitían públicamente, por “una noche de copas una noche loca”. Y también podían sentir sin culpa los placeres de la carne, pues “por culpa de un deseo que flotaba, fuimos cuerpo, vida, amor y piel”.


También, si les daba la gana, mostraban cierta putería, provocando con frases como: “vendo una boca rosa, ¿quién me la puede pagar?”. Y también dejaban de lado sus modales de dama y eso de que “una mujer no debe armar escándalos” y se lanzaban con todo el coraje vocal a desenmascararle: “él me mintió, era un juego y nada más, era sólo un juego cruel de su vanidad”. Ahh, cómo olvidar a la furiosa Amanda Miguel y su cabellera salvaje, a la provocadora Ángela Carrasco vendiendo besos y diciéndole a su hombre “mira, no me agobies tanto… en mi agenda hay otros más”. Y qué decir de la dramática Mari Trini que escribió el himno de la amante compasiva que reivindicaba las ojeras y las arrugas de la esposa de su varón y que le daba a la señora la fuerza de un astro y un velero, de una lluvia hecha deseo por caer… Así como la señora Paloma San Basilio no tenía empacho en cantar “cariño mío no sé qué hacer, seguir callada, seguir con él, o ser sincera o serte fiel…”. Porque señores, estas mujeres por primera vez en la historia de la cultura latinoamericana de masas, aceptaban que su cuerpo tenía deseo, dejaron de ser la virgen pudorosa y sexualizaron descarnadamente. Y además, ya no se aferraban al único y primer hombre de sus vidas, más bien le decían al desgraciado “¡no te aferres!” como Isabel Pantoja que de paso acotaba: “soy honesta con él y contigo, a él lo quiero y a ti te he olvidado, si tu quieres seremos amigos, yo te ayudo a olvidar el pasado”… ¡Qué agallas carajo! Y para cerrar: “¡Ya no te amo!...”.

Pero así como María Conchita Alonso demostraba un cierto masculino arrepentimiento de su noche de copas, diciendo “no te pido perdón, aunque a veces te lloré y te jure mil veces que nunca más”, Yuri hacía la oda al “one night stand” o romance de una noche con su mil veces coreada “pasa ligera la maldita primavera”, pues “para enamorarse basta una hora”. ¡Salud! Pero si Lolita (hija de Lola Flores) le decía “estúpido” airadamente, la que se gana todas los aplausos y la corona a la mejor insultadora es Lupita D’alessio con “Ese hombre”. Vale la pena transcribir el coro: “Es un gran necio, un estúpido engreído, egoísta y caprichoso, un payaso vanidoso, inconsciente y presumido, falso enano rencoroso, que no tiene corazón, lleno de celos sin razones ni motivos, como el viento impetuoso, pocas veces cariñoso, inseguro de si mismo, soportable como amigo insufrible como amor…” ¿Quedó algún insulto en la cola?


Confieso que de entre esa retahíla de insultos, mi favorito es “falso enano rencoroso”. Ah… aquellos tiempos, sin duda -aunque no parezca- son decidores a la hora de echar un vistazo a las generaciones que crecimos con esas canciones, y que sobre todo, más allá de teorías y academicismos, vivimos la ruptura de los roles tradicionales, ruptura que claro, nadie nos preguntó si la queríamos vivir, pero que nos tocó por herencia. Herencia de esas señoras de voces rabiosas y pelos alborotados que representando a la masa femenina herida –sí, hay mucho de resentimiento en eso- nos dejaron esas perlas liberadoras. ¡Salud!

jueves, marzo 03, 2011

Memorias de mis calefones tristes


En el principio no había calefones. Sólo existían esos termostatos gigantes y había que tener la suficiente entereza para levantarse a las cinco de la mañana a prenderlos. El agua debía calentarse por una hora y seguramente, el tercer miembro de la familia sufría las consecuencias de “se acabó el tanque”. Entonces, sólo habían tres soluciones posibles: bañarse en agua fría con la vieja técnica del mano a mano, codo a codo, brazo a brazo; calentar una olla de agua y regársela con tazas o frascos de bonella; o finalmente, la más aplicada por los niños: evitar el baño a toda costa.


Desde que los calefones a gas llegaron a nuestras vidas, todo cambió. Una luz al final del túnel se prendió. Aprendimos las delicias de desperdiciar litros y litros de agua en un abundante baño caliente hasta que la piel se pusiera como una pasa… Entendimos que bañarse a plenitud podía ser barato, pues las famosas duchas eléctricas consumían lo que 40 focos, versus un simple y subsidiado tanque de gas de 5mil sucres (en ese entonces). Los calefones a gas nos enseñaron importantes lecciones que ya muchos hemos olvidado, como aquella que versaba así: “Jamás tengas un calefón dentro de la casa o en sitios sin ventilación”. O aquella que decía más o menos así: “Nunca prenda un calefón a gas si está oliendo a gas”.


Por lo demás, ningún otro problema diferente a cualquier otro artefacto a gas, ya saben, eso de las explosiones y los incendios. De hecho, uno de mis primeros encuentros con un calefón fue en aquellas vacaciones veraniegas a la tierra de mis padres, la muy ilustre y liberal Cuenca, en la que conocí por primera vez lo que era un calefón y lo que era una inflamación por calefón. Sólo unos cuantos pelos, cejas y pestañas quemadas de una tía y un primo que, por lo demás, no acarrearon ningún trauma por el suceso. El calefón en cuestión continuó su trabajo sin bajas.


Ante la inminente entrada de los nuevos tiempos en la vida de mi padre y sus reticencias para remodelar la casa, sucedió que un día decidió emprender un gran paso en nuestras vidas: la instalación de una cisterna. Nuestra existencia realmente se dividía entre AC (Antes de la Cisterna) y DC (Después de la Cisterna). AC, el bañarse en agua fría realmente era secundario, el tema era lograr que el agua subiera al segundo piso, donde por supuesto, si alguien bajaba la cadena, se lavaba las manos o se le ocurría jugar carnaval en el patio, conseguía que la escena del “jabonado que maldice” se repitiese constantemente.


Nuestra suertuda niñez transcurrió entre ollas de agua caliente y chorros ínfimos de agua. Pero, ya saben, no importa, era la infancia, no había que bañarse. Para nuestra felicidad, la adolescencia llegó con DC y un largo y coreado: ¡ooooohhhhh cuanta agua! Y es que nunca hubiéramos imaginado que en aquellas duchas pudiera salir agua por montones mientras al mismo tiempo alguien más se divertía lavando platos (mi madre, por supuesto). Luego, por añadidura vino el ¡Calefón!, ese objeto inanimado que tantas alegrías nos ha dado a lo largo de nuestras vidas.


Gracias al calefón conseguí que mi espalda tuviera un 60% menos de sensibilidad que el resto de mi cuerpo, ya que se volvió resistente a las altas temperaturas con las que me gustaba bañarme para quitarme el frío andino de las seis de la mañana. El calefón me enseñó también que ¡podía bañarme todos los días! Y entonces vi que era bueno y le dije adiós al manto ácido de mi piel. ¿Quién quiere una barrera protectora inútil si puede bañarse todos los días en agua hirviendo? Pero lo que el calefón nunca me dijo fue que luego de años de disfrutar de sus deleites, uno se volvía adicto y que la felicidad mañanera estaba en directa dependencia de cuánta agua caliente golpeara tu cabeza y tu espalda.


Cuando empezó mi peregrinaje por nuevos hogares, hubo un tiempo en que encontré el mejor calefón de mi vida, al cual, incluso tuve que rechazar su exceso de calor. Llegué a prender el agua fría para no cocinarme. Como sea, fueron tiempos acuáticos muy felices. Luego, entre una y otra cosa, tuve un penoso reencuentro con las sosas y sobreestimadas duchas eléctricas, que me regresaron en el tiempo. Involucioné bañísticamente hablando. Y por eso invento palabras. Hoy vivo con una ducha eléctrica que me causa problema cada cierto tiempo, a la cual odio por las mañanas pues, nuevamente, si alguien se divierte lavando platos en el piso de abajo, yo me quedo en la escena del “jabonado que maldice”, y la verdad, le he perdido el gusto al baño. Aquel gusto que cultivé con esmero durante tantos años, hoy es simplemente una necesidad más pública que personal. Debo estar medianamente limpia para ir a trabajar.


Así que, ¿cómo será nuestra vida sin calefones? Pues yo ya la estoy viviendo…

miércoles, marzo 02, 2011

La memoria me traiciona- Mal Timing


Así perdono todo. Hoy chateaba con alguien que fue mi novio, amante… o algo. Había olvidado casi por completo los pormenores de una relación que habría durado a lo máximo unos dos meses. No habíamos hablado en por lo menos tres años. Él ahora vive en otro país y yo sigo aquí –eterna mea culpa-. En mi cabeza no habían más recuerdos que su vehemencia al hablar –violencia verbal le dije- y una escena sexual algo torpe entre dos personas que querían controlar sus instintos por motivos dogmáticos. Sí, como lo leen: dogmáticos. Ni antes ni después había actuado de tal forma en mi vida, como él mismo decía: llegó en el momento menos adecuado… Menos adecuado para tener sexo conmigo. Porque por esos días un camión había arrollado mi cabeza y yo había quedado repitiendo letanías. No, soy injusta. La verdad fue un tiempo necesario para mí, de mucho aprendizaje, pero no quiero predicar, ni más ni menos. Por eso me quedo en el encuentro sexual torpe, con un muchacho de 26 años, que –hoy acabo de re-enterarme- me tenía como la segunda mujer con la que había estado. ¡Wow! ¿Cómo pude haber olvidado algo así? Me dije. ¿Cómo pude haber olvidado que él era un cuasi-virgen, semi-monaguillo y que nuestro mayor suplicio era la continencia sexual?


Pues así fue. Y hoy lo recordé. “Sólo sé que peleábamos, pero no sé por qué”. Por cierto, ¿Por qué peleábamos?, le pregunté… Pues por eso mismo, por mi entonces vocación puritana –sí, aunque no lo crean-. Y por la suya, también. Se trataba de qué se yo, limpiarse, purificar el cuerpo, el alma, y cuántas batraciadas más que se me ocurrieron en un momento de delirium tremens, que por supuesto, él también alimentaba. Porque sí, ahora lo recuerdo… creo que hasta estuvo cinco años en una casa del Opus Dei, listo para ser numerario o cura… Y yo estaba allí, en la edad del suicidio (Janis, Jimmi, Kurt) con un muchacho de ojos verdes y un volkswagen rojo, que llegaba al cuartucho que yo alquilaba junto a una iglesia y que dice –hoy me cuenta porque yo no lo recuerdo- que habremos tenido sexo unas dos veces y que el resto de tiempo nos pasábamos frotándonos de lindo, en la más delicada de las torturas: el sexo sin sexo.


Lo había conocido después de misa. Yo me acercaba para tocar una estatua de una virgen y cuando regresaba para salir de la iglesia, un muchacho mezcla de niño y hombre me miraba insistentemente, junto a una chica –su hermana- con una pierna enyesada y muletas. La imagen me pareció tan bizarra que no la olvido. Él sólo sonreía irónicamente, mientras yo pensaba que seguramente él pensaría que yo era una niña tonta que creía en estatuas de madera. Luego tengo sólo nubarrones y una escena en la que, mientras el cura dictaba “la paz esté con todos vosotros”, él me besaba casi en la comisura de la boca y me dejaba la alarma prendida. Luego, sólo besos en el portal de mi casa, una enfermedad –paperas- y un final borroso que él aduce al temor de su enamoramiento… ¿De quién te enamoraste? “De ti pues”.


Así que hoy, años más tarde, y después de darme cuenta de que esta era una historia entrelazada en tres historias más -como una película- empiezo a recoger los pedazos de memoria desde la ligereza de los años, el perdón por simple olvido, y como recogiendo los pasos, añorado aquello que no pasó porque como me diría el muchacho de ojos verdes y volkswagen rojo: falló el timing…