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Morrissey

jueves, abril 07, 2011

A tus espaldas: el cine que es lo que quiso ser




El secreto es ir con las expectativas bajas. Yo lo hice. Cuando vi el trailer no di un centavo. Muy injusto de mi parte. Bastante prejuicioso y hasta clasista. Claro, porque la factura en sí no era mala, lo que molestaba era el supuesto discurso ficcionado desde un personaje que se reconstruía desde lo cinematográfico, siendo lo mismo fuera de las cámaras. Eso intuía yo. Y la sospecha de que se iba a convertir en un penoso ejemplo de una película ecuatoriana “B”. Pero qué lindo puede ser a veces equivocarse.


De hecho, la película empieza demasiado grandilocuente para mi gusto. La cabeza de la virgen del Panecillo explota y cae sobre la plaza de San Francisco. Hay varios tropiezos: La estética de la publicidad persigue a todo el filme, el lenguaje audiovisual televisivo a ratos nos recordó a una teleserie colombiana, la narrativa que se corta y deja fluir una sub-trama poco verosímil que transforma a este drama costumbrista en un thriller de acción poco logrado. Pero aún así, no es una mala película. Es un filme que pudo haber sido excelente. No lo fue, para nuestro pesar, pero logró lo que muchas películas ecuatorianas no consiguieron: ser el filme que su director quiso hacer. No fue un acto fallido. En ese aspecto fue sumamente exitosa la propuesta. “A tus Espaldas” es ni más ni menos lo que quiso ser. Es un ejercicio sin pretensiones. Un filme hecho y pensado para el gran público, y que no se enreda en sí mismo.


La clave del éxito de este filme, a mi entender, es la utilización de recursos simples y probados, los cuales fueron introducidos en la narrativa sin el más absoluto miedo a la cursilería o a la ordinariez. Ahí está la clave. Hay clichés, sí, hay obviedades, sí. Pero extrañamente funcionan porque nadie se puso a inventar el agua tibia y el resultado fue un filme que calza en sí mismo. La fórmula es bastante simple: una trama aristotélica sin ramificaciones ni subtramas. Un sólido personaje principal sobre el cual recae todo el peso narrativo y dramático, y un par de estampas costumbristas que gracias a actuaciones bien logradas, no caen en la burla ni en la ironía gratuita.


Pero profundicemos más esta idea: la ironía gratuita. Esto tiene que ver con el lugar o el “nivel” desde donde se cuenta la historia. Es muy difícil para un cine en ciernes como el nuestro, contar historias desde eso que somos. Se corren muchos riesgos. Riesgos que Tito Jara, el director de “A tus espaldas”, no corrió por una simple razón: Su visión de la historia es rasa y paralela. Es contada no desde el otro sino desde sí mismo. Es un esfuerzo bastante democrático. El director no es dios. Es un ejercicio de sinceridad, de un despojarse de complejos. Un ejercicio que no cae en la caricaturización del personaje. No nos reímos de él porque es ridículo o estúpido. Nos reímos de él porque somos él. El más grande acierto de Jara es la empatía que logró entre el público y personaje principal. Ok, quizás no les pase a todos y todavía para muchos sea muy difícil desprenderse del cliché del cine “respetable”, aquel que debe ser hecho desde un Olimpo cinematográfico que roza con la perspicacia de quien está más allá del bien y el mal.


Por el contrario, se nota que “A tus Espaldas” conoce sus limitaciones. Y cuando hablo así, poniéndole una carga antropomorfa al filme, es precisamente porque lo veo bastante humanizado como producto. Y cuando me refiero a “humanizado” no hablo de sensiblería alguna dentro de su trama, sino a la voluntad de construir una película que se defiende a sí misma sin la necesidad de tener una mente “conceptual” detrás que explique las intenciones de la cinta. Por eso, nuevamente: es lo que es.


Y por eso funciona. Le duela al que le duela. Le moleste al que le moleste. “A tus Espaldas” es uno de los más grandes aciertos cinematográficos del cine ecuatoriano. Siguiendo la simple fórmula de no meterse en camisa de once varas ni en terrenos desconocidos. Es una estampa costumbrista y no teme serlo. Es un retrato limpio de un “chullita quiteño” moderno. Y cuando –personalmente- más admiramos su justo desempeño, es precisamente cuando la escena, el tema y el personaje podían caer al barranco. Se trata del monólogo sobre la Virgen del Panecillo, en el que un borracho chullita moderno, el personaje principal, explica todas sus frustraciones desde la lucidez alcohólica, mientras sus reclamos se dirigen a esa Virgen que da las espaldas a los habitantes del sur. Una escena que salió airosa de la prueba de fuego y que definitivamente me convenció de que era una buena película.


Y por último, contrario a lo que muchos dirían, no hallé impostación alguna a las actuaciones. Más bien todo lo contrario. El trío de oficinistas quiteños es perfecto. No se puede pedir más en esas actuaciones. Son lo que son. Quien vive en Quito sabrá que es cierto. Sabrá que la impostación no está en las actuaciones sino en la vida misma. Yo por eso y por todo lo dicho anteriormente, aplaudo a “A tus espaldas”. Lo único que lamento es que en una voluntad de convertirla en un filme político y socialmente trascendental, se desvió la historia hacia algo que era absolutamente innecesario. Ese error, le costó el convertirse en una gran película…. Otra vez será…

viernes, abril 01, 2011

El Cigala o el ritual del absurdo


Para no repetir el “me vi llegando tarde a todo”, ayer llegué corriendo al concierto del Cigala, con lo que me quedaba de vida por ayer. Al llegar a la fila fue como tropezarme en una carrera de obstáculos: me encontré con una particular colección de personas que me pararon en seco. Al ver a la elegante asistencia, me pregunté: ¿es acaso un cóctel de gala?


Pero claro, debí suponerlo, con precios que estaban entre los 50 y los 140 dólares, no podía ser de otra manera. Todos llegaban con sus mejores galas grises y negras, como para no olvidar un pasado colonial en el que vestirse de colores muertos era sinónimo de elegancia, sensatez y pundonor. Yo, claro, no era la excepción a la regla: Abrigo negro, vestido negro, lista para velorio. Por eso, ante el avance del circunspecto guardarropa oscuro, hay que ingeniarse otras formas para colorearse. La risa exagerada, por ejemplo, el poco tino, o la escasa prudencia pueden convertirse en los mejores amigos de un alma atormentada por la monocromía.


En esas me hallaba yo, haciendo fila un jueves a las ocho y veinticinco de la noche (el concierto empezaba a las ocho y media), rodeada de paisanos altos, blancos y rubios, de sonrisas perfectas y saludos cordiales. Gente que jamás había visto en mi puñetera vida y que no sabía de dónde habían salido. Por un lado, feliz de ser la exultante desconocida, por otro, intrigada por el ritual social que estaba presenciando y que iba a presenciar.


Recuerdo que el día que iba a comprar la entrada, hice un par de llamadas y consultas, no muchas la verdad, averiguando si alguien quería ir al concierto del Cigala. La falta de firmeza en las decisiones, o la extrema dubitación de las amistades me hicieron tomar la mejor opción: no depender de nadie, ir sola. No es mayor problema, siempre lo hago. Cuando me disponía a adquirir mi entrada, el que estaba al lado mío esperando comprar, sin el mayor reparo decide tomarse la atribución de cuestionarme: ¿te vas a ir solita al concierto??? Sí. ¿En serio? Sí. ¿Por qué? Porque sí. ¡Qué raro!


Raro. Sí. La verdad es que por momentos sentí ser la única descolada del infinito círculo social que se había dado cita simplemente para decir: “yo sí fui al concierto, sí tengo plata para pagarlo, me da estatus”. Aunque suene a resentido social, esa era la verdad. Había un no se qué en el ambiente que hacía que toda la impostación del hecho se evidenciara en la simple sonrisa de una señora rubia que saludaba muy polite a todo aquel que se encontraba; en un escueto movimiento de brazos de un novio perfumado que tomaba de la mano a su perfumada novia, en el gesto del padre haciendo sentar a sus hijos, a quienes les valía un huevo el Cigala y que fueron a parar en ese aburrido concierto de un gitanillo por obligación.


En resumen: No había emoción. No había pasión. Sólo se escuchaban dos que tres gritos al final de cada canción. El resto, muy formales y sosos aplausos. La música, el cajón, el guitarreo, el contrabajo, el violín reinterpretando un bandoneón, un piano tropicalón, y un Cigala dando todo en su cante jondo, merecían más. Yo estaba absolutamente desconectada y seguramente era el lunar de la silla 49, fila M que se movía como canguil, mientras los vecinos aclaraban sus gargantas y apenas cruzaban las piernas. No me importó. Igual grité, igual bailé a mi modo. Sospeché que la muchacha de al lado y su amiga se molestaban cada vez que yo cantaba una canción, porque no dejaban de mirarme. Lo siento, por momentos caí en la adustez de la formalidad inútil y callé. No había en quién ampararse. Hasta que el Cigala, tan potente él, se despidió y entonces, yo bajé las gradas corriendo para acercarme y darle un aplauso y unos cuantos vítores. Los únicos que se agolparon al borde del escenario fueron unos cuantos fotógrafos que cuando consiguieron su foto, se esfumaron, y una dama elegante y rubia que le entregó un ramo de flores. Luego, el regreso concerniente a escena y dos canciones más. Para ese entonces, encontré ya a un amigo fotógrafo que se hallaba pensando exactamente lo mismo que yo y que sospechaba que durante el concierto, los concretos señores de las primeras filas le odiaron por no haber pagado los 140 dólares y sin embargo, haber logrado estar todo el concierto frente al Cigala. “Vi bostezar a varios, la gente se aburría”. Claro, claro que la gente se aburría, pero no por el Cigala, sino por ellos mismos, que no lograban hallar el son de la cuestión.


El concierto termina, la gente se va. Unos cuantos insisten en entrar a saludarlo. Se trata de los mismos especimenes que buscan un pedazo de cartón, el de la tapa de los CD. Yo entro gracias a mi amigo al camerino, espero y espero, sentada, sola, con santa paciencia. Mientras, la gente, unas treinta personas merodean esperando que el Cigala haga el favor de mirarles. El Cigala no sale a la salita donde estamos todos tonteando. Hay que ir a buscarlo al camerino. Hay una larga montonera de gente que quiere tomarse una foto con él. Mi amigo es el único que tiene cámara en esos momentos. Se convierte inmediatamente en el fotógrafo de las sociales. La gente saca sus celulares pero le pide al fotógrafo la foto formal. La foto formal en realidad no le importa a nadie, todos posan, le abrazan, hablan cualquier mierda con él, y se van. Nadie se preocupa siquiera por pedirle al fotógrafo aunque sea su número telefónico para retirar luego su foto. Nadie. Todos acuden como vacas en camal a tomarse una foto fantasma que nunca van a ver. El pretexto es tocarlo torpemente y ya. Nadie quiere conversar con él. Nadie conversa con él. Él quiere sostener una conversación delirante, errática y desorbitada sobre su cuello adolorido. Le cuenta a todos y a nadie que estuvo con tortícolis, que nada le alivió más que un delicioso masaje en el spa del hotel. Sospecho que es el Swiss Hotel. Alguien esa tarde me había contado que farreó con él hace algunos años y que su hermana terminó enamorada del hombre. Por supuesto, hay que darle el chance. No hablo de mí, hablo de todos. El abraza a la gente, hombres y mujeres, los agradece, hay gente que parece conocer de antes, pero es falso, serán los organizadores. Será nadie. Es cálido, es cercano, es profuso, es exuberante como sus pulseras y anillos de oro. Es moreno, delgado, narizón, con pinta de pimp. Es gitano. Hay que darle el chance. Pero nadie quiere, nadie deja. Hay que tomarse la foto, sí, hay que tocarle y darle un beso, no queda más. Todos se largan, se llevan al Cigala. Queda la foto.