Ídolo

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Morrissey

martes, mayo 29, 2012

Pequeños dioses megalómanos


Parece que la gente solo sabe aparearse y parir. Y desde que somos testigos VIP de su vida –a través de las redes sociales- la cosa está cobrando tintes megalómanos. No tengo otra explicación para esa manía de creernos dioses y dar a luz vidas. ¿Con qué derecho? Hallo demasiada alevosía en el acto de querer perpetuar una insólita y velada estupidez de la que nunca seremos conscientes.

Hay una pretensión arribista en el hecho de convertirse en padre o madre. Pasar al estado intocable, dejar de ser un simple imbécil solitario para pasar a convertirse en la persona más importante de la vida de alguien, al menos durante los primeros años. Desdoblarse en uno o varios pedacitos de carne con psiquis. Y ahí está el problema, en esa entelequia llamada psiquis, la cual nos encargaremos de arruinar al más puro estilo paternal.

¿Usted quiere ser madre para sentirse realizada como mujer? ¿Usted quiere ser padre para no terminar solo, triste y abandonado en un asilo de ancianos? Pues sí, varias veces he sido testigo de estos deseos, notables y puros, de perpetuar la especie por las razones arriba expuestas. Y el que nunca lo haya pensado que arroje la primera piedra. Querer tener un hijo es como querer comprar un perro: es el acto más egoísta que hay. Lo hacemos para nosotros mismos, perdimos el fin altruista de los animales: no tienen hijos para sí mismos sino para ese abstracto que es la existencia.

Ya nadie tiene hijos para la patria, para la milicia, para la iglesia o para el campo –al menos en nuestro cada día más extendido mundillo pequeño burgués- ahora los tenemos para regocijarnos de nuestra capacidad de crear algo nuestro y solo nuestro. Sin saber claro, que esa “capacidad” no es ninguna proeza de nuestra parte y que no hemos movido un solo dedo para crear una fertilidad consciente. Ya se nos dio así, no hay de qué enorgullecerse. Por supuesto, antes, las condiciones eran otras. Casi se paría porque sí y porque la iglesia no permitía –ni permite- el coitus interruptus, porque no existían métodos anticonceptivos y quizás en ciertas culturas el deseo per se estaba subvalorado o era ausente su concepto, o el machismo no permitía decidir a la mujer sobre su cuerpo, o en tiempos de guerra y pestes era mejor parir muchos hijos para perpetuar la existencia de la familia… en fin. Hoy es otra cosa, hoy más que nunca veo una autoglorificación en el acto.

Hoy se paren hijos caprichosos y sobreprotegidos que serán prolongadores de una canosa adolescencia, hijos que no enaltecerán a sus padres, sino que, al contrario, querrán engullirlos. Hijos que no verán a sus padres como sus guías y maestros, sino como aquellos que les deben todo por el hecho de haberlos puesto en este mundo sin su consentimiento. Y en eso tienen razón, nadie decide venir a este mundo, es asombroso pensar que nuestra existencia se debe al deseo de otro. Estamos porque alguien más lo quiso… voluntaria o involuntariamente. 

Así que, hoy más que nunca, el juego de los pequeños dioses se convierte en la ruleta de la suerte… 

lunes, enero 30, 2012

La resistencia estética (o poética) a la normalización I



Y uno aquí, cortándose los dedos mientras corta cebolla. Sin llanto, sin alivio. El cuchillo gotea, pienso en arterias. Una vez me volé una arteria con una lata de atún. La sangre alcanzó para empapar una camiseta entera, blanca, límpida. De mi papá. Mi hermana al borde del desmayo y yo, segundos antes del derrame, presintiendo, pidiendo que me lleven a un hospital.


Hoy aplico torniquete de gasa y termino de cocinar. Como sin gusto y el dedo del corazón me anuncia que quizás haya tiempo para algo más. Para asar unas berenjenas de sangre negra como sólo ellas pueden soportar. Duro vivir bajo la condena eterna del velatorio. Posiblemente sea un error vestirse de morado y uno termine cianótico de pura monocromía. Tal vez por el mismo motivo haya que comer combinando colores. Hoy fui morada, verde, café y amarilla. Mi amiga cree que allá el problema redneck es que comen sólo amarillo. Ella cree que eso a la larga produce una especie de embotamiento que se traduce en una especie de retraso mental. Yo deduzco que las imposiciones cromáticas son una forma de hacer política reduccionista, porque regularizan los sentidos. Estandarizan estéticas, discursos y engullen subjetividades.


Yo, al sangrar por un corte de cuchillo de cocina, estoy, sin querer, abanderando una causa. La de las mujeres que se cortan los dedos con cuchillos de cocina. ¿Por qué? No sé. Simplemente es así. Las escenas teñidas de sangre están todas ya interpretadas, no hay remota posibilidad de inventar una nueva, o de caer por casualidad en una de ellas. Ni lo intenten. Ya existe. Lo mismo con los colores, ya están todos tomados. Simplemente hay que armarse las escenas del día tomando lo que ya está en el clóset. La clave, claro, es hallar nuevas combinaciones, como lo hacen los diseñadores de moda vanguardistas que creen que es más que posible combinar rayas con flores, y con floreros y con macetas.


Así, entonces, salga usted a la calle, con su dedo cortado, con su herida sangrante, creyendo que es la única, que no hay nadie a quien le duela más y que este evento extraordinario le tenía que suceder a usted y sólo a usted porque está pagando una condena por alguna maldición tibetana de hace tres siglos. Regocíjese luego, en el sano consuelo del mal de los otros y tómese un helado pitufo con chispitas de colores para que mate a varios pájaros de un tiro. O mejor paséese un rato por la incoherencia arquitectónica y cromática de la avenida 10 de Agosto o la Prensa. Verá como la vida empieza a cobrar sentido y logra entender el por qué de las cosas. Descubrirá los recónditos misterios de esta histérica voluntad de fealdad y desproporción. La resistencia estética a la normalización.


En esta performance sin fin, cortarse un dedo y dejarlo sangrar, es apenas un vuelco menor de sentido a la cotidianidad…


(Ya vendrá el texto teórico, ahora vamos a la poesía)

sábado, septiembre 24, 2011

Esa extraña fascinación por los travestis


Mi querida Malva Malabar (foto robada de su FB)

martes, septiembre 20, 2011

En el nombre de la hija: suma más de lo que resta


Eso es lo primero que se me ocurre al pensar en la nueva película de Tania Hermida. Creo que el balance final de En el nombre de la hija es positivo y dice mucho de una cinematografía que se ha ido construyendo a pedazos. El cine (ecuatoriano, de autores ecuatorianos) está tomando nuevos aires, está tanteando nuevos terrenos; en pocas palabras, está evolucionando. Hoy Tania apuesta por un cine –no infantil- en el que la trama recae sobre un grupo de niños. Esto de por sí ya es un giro novedoso en el cine nacional. Hay una respetable voluntad de encontrar nuevas historias, nuevas voces y perspectivas.


Mi primer aplauso para Tania: la dirección de actores. Justamente ayer la escuchaba en un especial transmitido en Ecuador Tv sobre el filme, y sí, coincido con su opinión. Dirigir niños –que tampoco son actores profesionales- es una labor complicada, de la que por cierto salió airosa… y un poco más que eso. Salvo ciertos tropiezos, logró construir protagonistas y antagonistas infantiles, roles de soporte y de fuga, que tejen un relato sólido. Ahora, ciertos espacios y momentos disfuncionales entorpecen el ritmo y por tanto la narrativa del filme, pero ese es otro tema. El reto de trabajar con niños fue altamente superado. Hay grandes momentos que desbordan encanto y simpatía. Se ganan a la audiencia en varias escenas. Un gran acierto fue también el de escoger a dos hermanos en la vida real, Eva y Markus Mecham, Manuela y Camilo, respectivamente. Ambos encajan a la perfección en su papel de hermanos, por supuesto.


Desde lo formal, En el nombre de la hija es una película casi impecable. Destaca la dirección de arte, que a mi juicio es uno de los fuertes del filme, así como el diseño de sonido y la fotografía. Más allá de las imprecisiones –sobre todo temporales- hay un concienzudo trabajo estético que no desdice de la trama. Sin llegar al preciosismo, hay cierta majestuosidad en la composición visual que recuerda ese vértigo infantil frente a un mundo grandilocuente, un mundo de gigantes y grandes construcciones: el mundo de los adultos. La representación del mundo infantil es bastante fiel, aunque deja traslucir una dialéctica adulta, sobre todo –y obviamente- en el personaje de Manuela que por momentos resulta demasiado evangelizador…


Reconstruir el universo infantil no es tarea fácil. Hay una enorme distancia entre el sentido que le damos a las cosas cuando adultos y el no-sentido en el que construimos el mundo cuando niños. Esa especie de para-lógica que nos habita cuando somos niños, que a mi modo, es casi imposible revivirla desde la adultez. No obstante, son pinceladas las que vemos aquí. Y está bien, porque el filme no trata de eso aunque lo parezca a primera vista. Este no es un relato sobre la infancia en sus esenciales, como lo es por ejemplo Io non ho paura (2003) de Gabriele Salvatores. A mi juicio, es un relato sobre los contrasentidos sociales ubicados en un conflicto infantil. Tal vez me equivoque pero veo un vicariato de Manuela con Tania Hermida, lo cual endura al personaje y lo convierte en un adulto encerrado en el cuerpo de una niña.


Ahora, si bien lo único que se le puede reprochar formalmente al filme es un cierto empantanamiento que impide por momentos que el ritmo fluya, hay dos cosas que cabe tomar en cuenta: La primera, el -todavía vigente en el cine- discurso polarizado de las ideologías políticas. Quizás tenga que ver con aquello que no se dijo en el tiempo en el que se tuvo que decir, o quizás, para muchos, todavía es el tiempo. Lo cierto es que, como mal generacional, hay un agotamiento del uso y abuso del fantasma de la izquierda que todavía ronda dentro de las artes y la creación… Esto, por supuesto, es sujeto a ser cuestionado, pues, si nos ponemos a ver, casi no existen filmes en Latinoamérica que recreen la época sin que se toque aunque sea de refilón el conflicto socio-político que se estaba gestando.


Por último, leyendo una reseña de la película en la página web oficial, caigo en cuenta que el conflicto central no es la lucha de clases, ni la ruptura generacional, ni el país de la infancia, ni el naciente feminismo. No, de hecho, el meollo no ha tenido nada que ver con quehaceres sociológicos. Más bien ha sido un conflicto subjetivo, cuasi filosófico: el lenguaje y el universo de las palabras como generadoras de sentido. El conflicto del ser y el parecer, materializado a través del nombre. El saberse desde el nombrarse. De ahí el nombre del filme. Y me parece excelente la premisa, pero el problema es que para detectarlo, creo que haría falta una segunda mirada, pues a simple vista las pequeñas sugerencias no son suficientes. Es verdad que el clímax de la historia tiene que ver con el cambio del nombre de Manuela –y es el único momento en el que la niña se quiebra- y que las escenas más pintorescas e introspectivas tienen que ver con el mundo de las palabras. Pero, aún así, no es suficiente. Haría falta algo más constante y significativo que empuje ese sentido.


Sin embargo, creo que al producto final no le hace falta. En el nombre de la hija, finalmente, suma más de lo que resta…

miércoles, junio 22, 2011

Cuando le tocó a Manuel

(Foto de Lorena Cordero)

Nunca fue mi amigo aunque me hubiese encantado poder conocerlo más. Lo recuerdo apacible e imponente, en esa paradoja actoral que seducía y deslumbraba a nosotros, los espectadores, los mortales. Porque Manuel, claro, ya está inmortalizado por el cine. Manuel no se irá jamás porque es uno de los primeros protagonistas de esta historia. La del cine ecuatoriano en su etapa más potente: la de autogenerase, la de autoinventarse. Manuel empezó cuando el cine empezaba (localmente hablando) a tomar nuevos aires. Fue una génesis perfectamente coordinada. Porque tanto el uno como el otro iniciaban a gatas. Sin embargo, su talento innato se fue haciendo notar a pasos agigantados. Su primer papel principal, el médico legista Arturo Fernández, fue una verdadera revelación. Consiguió un laconismo casi perfecto que bordeaba el cinismo y el desasosiego. Le dotó de un particular encanto a ese personaje que parecería haber sido creado para él. Manuel era Arturo, y lo fue durante mucho tiempo. Lastimosamente no volvió a tener un papel con tal potencia y desarrollo dramático, y como diría Christian León: a él le debemos una de las mejores escenas del cine ecuatoriano. Hoy yo digo: tenemos una deuda con él. A Manuel Calisto le quedamos debiendo una escena más, un personaje más. Me habría encantado verlo en otro personaje de igual o mayor potencia dramática que Arturo Fernández… No se pudo.

Y es una lástima porque Manuel tenía un brillo especial, era un actor natural que dejaba pedazos de sí mismo en cada personaje. Lo vi en algunos cortos y en un par de obras de teatro. Tenía ángel. Aunque por momentos su actuación clamaba por una mejor dirección actoral o quizás un poco más de técnica o control de matices dramáticos, lo cierto es que su histrionismo innato podía con todo. Esa fuerza interna con la que bañaba a sus personajes finalmente rompía cualquier barrera técnica. Como el mismo decía “le salía no más”. Había poca impostación y mucha autenticidad en su desempeño actoral. Quizás peque de novata en un medio cinematográfico novato, pero lo cierto es que Manuel tenía madera. Una madera genuina. Y por supuesto, aunque suene apologético, de eso se tratan los homenajes post-mortem. A mi manera quiero hacerle uno. No por ser políticamente correcta y creer que debo hacerlo. Me importa un pepino la trascendencia de alguien que no me ha tocado el alma. Manuel lo hizo, de una forma u otra, y creo que esta tristeza por su muerte es algo personal aunque nos incumba a muchos. Aunque tenga que ver con asuntos de estado y seguridad. Yo me siento tocada por su partida tan grotesca y absurda. Porque si bien lo correcto sería decir que todas las vidas valen lo mismo, hoy me hago eco de la pregunta de mi amiga Ana Minga y digo: ¿En verdad todas las vidas tienen el mismo valor? Quizás no, aunque suene fascista. Con la partida de Manuel le arrebataron una vida al cine, al arte, a la cultura, a las tablas. Nos quitaron a uno de los mejores actores de este país. Y eso no es poco.

Hoy al verme impotente frente a su muerte, he querido escribir este “no sé cómo llamarlo”, que en verdad quisiera ser un grito desde lo más profundo de mis pulmones, pues la ley del viejo oeste nunca nos retumba tanto como cuando escuchamos los balazos de tan cerca. Balazos carentes de sentido absoluto. Hoy quiero, como diría Chico Buarque, lanzar un grito deshumano, sin saber a quién dirigirme, sin señalar culpables, aunque podrían ser muchos. Hoy quisiera salir a las calles a encarar a las veredas, a los postes y avenidas, a cuestionar a los autos y edificios, a los vendedores callejeros, a los oficinistas, a los funcionarios públicos, a los empleados bancarios, a los transeúntes, a los motorizados, a la masa impávida y decirles: ¡Maldita sea! Manuel Calisto ha muerto. Eso. Manuel Calisto ha muerto. ¿Cuántos sabrán quién es? Mejor no responder esa pregunta. Tampoco importa ya, por supuesto, pues si fuera Gerardo, Lorena Bobbit o Christina Aguilera quizás sería más relevante. Vivimos de fantasmas y somos ciegos entre nosotros. Esa ceguera daltónica que resulta lo mismo rojo que verde, lo mismo vivo que muerto.

Mejor dejarse robar es la reflexión barata que escucho por ahí. ¿Cómo diablos reducimos a una persona y todo su bagaje a una simple reacción recreada y presupuesta? Me rehúso a pensar que nos hemos rendido a la lógica de la delincuencia. No conozco de las circunstancias de la muerte de Manuel más allá de lo que me han contado y lo que he leído en los diarios, que es básicamente lo mismo. No puedo especular ni graficarme historias heroicas en la cabeza, aunque en verdad me gustaría. No me queda más que recordarlo en lo que conocí de él, en lo que nos pudo dar. Porque es eso. Es un darse a los otros. Gracias Manuel.

Hoy pienso en Cuando me Toque a mí como una macabra premonición…

(Dejo esta entrevista publicada en Diario La Hora en 2008, a propósito del estreno de la obra de teatro El Método Gronholm, en la que se ve la espontaneidad de Manuel y un sentido del humor muy sutil…)

Usted no estudió teatro ¿cómo le hace?
No sé, me sale no más.

¿Alguna vez le ha tocado estar desempleado?
Casi toda mi vida...

¿El desempleo vende?
¿Vende qué?

Van a hacer una obra que ha tenido éxito de taquilla en otras partes del mundo.
La obra no es sobre el desempleo, es sobre un sistema de selección que no es habitual...

¿Cómo se define: inseguro, triunfador, agresivo, crítico o indeciso?
No sé, ninguna de esas, nunca lo he pensado.

¿Cuáles son los motivos por los cuales a usted nunca lo deberían despedir?
Tal vez sí me deberían despedir... no sé, a mí estas preguntas muy rebuscadas, como que no les entiendo mucho, capaz que no le diría nada ni a mi jefe ni a usted, no respondo muy rebuscadamente ni me pongo a pensar cosas muy profundas.

¿Qué piensa cuando va por la calle y ve a los desempleados de la 24 de Mayo?
Esta obra justamente trata de eso, porque a las personas se las denigra cuando están buscando (empleo), sea en la 24 de Mayo o en una Multinacional, ese es justamente el tema de la obra. Uno como que va para que le examinen como insecto y que le digan usted sirve o no.

¿Usted es intolerante?
Cuando nos sacan de casillas todos somos intolerantes.

¿Y cómo hace para en una obra tener un carácter y en otra ser alguien distinto?
Como cuando era chiquito: un día jugábamos a ser doctores, otro día a ser vaqueros, otro a ser soldados y era divertido, así.

¿Para qué le sirve la fama?
Cuál fama, no soy famoso, lo que ha pasado es un proceso normal que tiene toda película, obra de teatro o un premio.

¿Y ya le han pedido autógrafos en la calle?
Pero poquito

¿Y qué pone?
¡Qué sé yo!, ‘hola soy yo’.