Estoy contenida en una novela. Eso me dice él mientras busca un beso oblicuo. Tendré que reconocerme para parafrasearme. He abandonado un poco este blog pero regreso hoy, verano falso, para decir que sigo encontrando poco agradable el cuadriculado, sin embargo, me ha servido para enterrar olvidos capitales.
He descubierto o más bien, redescubierto, mi antigua pasión por la ambigüedad. Me hallo frente a dos que tres Drags, los miro y quiero ser como ellos. Pero no me dejan. Tengo que ser un hombre. Y ahora, más que nunca, en el justo instante en el que deseo desbordar el absurdo femenino, sangrar mis hormonas, y destilar los llamados de natura hasta aspirar la pura esencia. Ese perfume inútil. Pero debo ser drag king. Y aún resulta atractivo.
Dos hombres besándose no está mal. Dos fuerzas iguales. El equilibrio homeostático y la pureza del deseo. Plumas de colores y collares gigantes, un hipérbaton de cuerpos, de muslos, caderas, pechos… la visión que descolora. Hay que desteñir el deseo, travestirlo de silencio.
Lo que hay que fingir y exacerbar es lo que no se tiene, pero también se puede redundar, y esa es otra forma de disfraz. Me repito cien veces al revés y soy un macho afeminado, algo marica, que quiere penetrar a otro. Débil y parco. Otro travestido de nada. Alimentando espíritus de policarbonato. Porque la vida está afuera, sin miedo al exotismo. Al autoexotismo.
Entonces me levanto desde la vereda sucia e importunada, y regalo un par de besos a ese silencio de rotas miradas. Y me río de mi suerte, y de la belleza nunca tan vulnerada. Sé que seré bello, porque mis pantalones siempre delatan pero mi pecho no. Decido desgajarme entonces y escucho a Sibelius dulce, violento, solemne, y pienso en el violín de larga agonía, de larga vida, de larga muerte. Como un alegretto infinito sonrío a los presentes y regreso a seguir fingiendo que miento…
He descubierto o más bien, redescubierto, mi antigua pasión por la ambigüedad. Me hallo frente a dos que tres Drags, los miro y quiero ser como ellos. Pero no me dejan. Tengo que ser un hombre. Y ahora, más que nunca, en el justo instante en el que deseo desbordar el absurdo femenino, sangrar mis hormonas, y destilar los llamados de natura hasta aspirar la pura esencia. Ese perfume inútil. Pero debo ser drag king. Y aún resulta atractivo.
Dos hombres besándose no está mal. Dos fuerzas iguales. El equilibrio homeostático y la pureza del deseo. Plumas de colores y collares gigantes, un hipérbaton de cuerpos, de muslos, caderas, pechos… la visión que descolora. Hay que desteñir el deseo, travestirlo de silencio.
Lo que hay que fingir y exacerbar es lo que no se tiene, pero también se puede redundar, y esa es otra forma de disfraz. Me repito cien veces al revés y soy un macho afeminado, algo marica, que quiere penetrar a otro. Débil y parco. Otro travestido de nada. Alimentando espíritus de policarbonato. Porque la vida está afuera, sin miedo al exotismo. Al autoexotismo.
Entonces me levanto desde la vereda sucia e importunada, y regalo un par de besos a ese silencio de rotas miradas. Y me río de mi suerte, y de la belleza nunca tan vulnerada. Sé que seré bello, porque mis pantalones siempre delatan pero mi pecho no. Decido desgajarme entonces y escucho a Sibelius dulce, violento, solemne, y pienso en el violín de larga agonía, de larga vida, de larga muerte. Como un alegretto infinito sonrío a los presentes y regreso a seguir fingiendo que miento…