Una vez que se apagaban las luces llegaban los muertos. Ellos podían rastrearme en la oscuridad y yo les temía. Se alimentaban de mi miedo. Me espiaban desde la ventana y yo solo rogaba por dormirme de contado.
Los muertos no salían del cementerio sino del sótano. Mi casa estaba levantada sobre viejos entierros. No sé si lo inventé, pero cuando la construyeron, sacaron cráneos y húmeros. Yo los vi, no importa si era un sueño. Yo los vi, mi padre lo dijo.
Mi perra lloraba y siempre estaba triste. La abrazaba cuando estaba triste yo también. Le bañaban en agua helada cada año creo, era muy sucia y nadie se preocupaba por ella. También veía a los muertos y aullaba cuando llegaban. A veces ellos tenían sed, yo podía escuchar como abrían la llave de agua. Otras veces querían oir la radio y naturalmente la prendían.
Cuando querían notarse, los muertos hacían sonar sus pasos. La madera de las gradas crujía mientras ellos iban aproximándose a mi habitación. Era la primera, junto a las escaleras. Yo me sostenía de las sábanas y contenía la respiración. Así, no notarían mi presencia tratando de ocultar mis signos vitales. Desde ese momento empecé a intentar verme en el otro lado. Las manos pálidas formando una equis sobre mi pecho.
Yo también estaba muerta a veces, viviendo como en un sueño expirado. El último aliento de un difunto. Había un yo cadáver que soñaba todo eso que estaba pasando. Por eso al despertarme, los muertos ya no estaban. Se habían replegado en sí mismos, en sus propias ensoñaciones, desaparecían al volverse ininteligibles. La incoherencia de la vida, ese fuera de todo sentido era su final. Los calcinaba la verdad de la cotidianidad.
No había viaje posible porque simplemente los muertos no se habían ido a ninguna parte. El cementerio era una verdad. Pero nadie salía a hacer fiesta como en la canción de Mecano. Yo escuchaba la letra y sabía que era una comedia gore a lo George Romero. Mis muertos ni siquiera pensaban en el instante carnal. Se movían a ninguna parte, subían y bajaban gradas, prendían y apagaban luces, y a veces se dejaban ver. De reojo.
Mis muertos no buscaban un cuerpo ni querían espantarme, pero su tristeza me salpicaba. A ellos tan solo les dolía un algo que ni siquiera sabían que era. Una conciencia expirada no puede tener respuestas. Ni preguntas.
Había una autenticidad en sus movimientos. Una insólita fidelidad en su vagar. No había pretensiones de nada. Sólo eran por los pasillos. Estaban. Abrían y cerraban puertas, prendían y apagaban la tele. Y a veces hablaban. Oraciones perfectamente estructuradas que buscaban decir nada. Ecos lingüísticos nada más. Sin ningún fin.
Los muertos ya se fueron. No sé cuando pasó, lo sospecho. Todavía contengo la respiración…
Ídolo
viernes, marzo 28, 2008
Los muertos
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3 comentarios:
qué linda tu escritura dalila, sansón me contaba que leerte era lo único que le conmovía más que sentir tus manos jugando entre su pelo.
Aplausos!
Dd, ya visité tu blog, y me faltan comentarios, gracias por la visita..
Ludovico, me alegra que te haya gustado.
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