Uno de esos días que jugaba
Ahora era una vez más, una indocumentada. Ahí se fue todo. Cédula, toda mi insólita colección de papeletas de votación de los últimos años, incluida la de las históricas primarias de Alianza País, a las que acudí camuflada por una misión periodístico-investigativa que se me encomendó cuando por casualidad trabajé en el Diario El Telégrafo. Ese día había caído para mi desgracia en el repudiado turno de fin de semana. “Ve a ver si hay algún fraude o irregularidad”. Ok. Fui y voté y no pasó nada, pero traje información. “En teoría, si no estás empadronado, podrías votar sólo con tu nombre”. Eso fue suficiente dato. Lo había obtenido preguntándoselo al ex amante de una amiga, que ahora laboraba contento para
Es curioso, pero siempre pierdo billeteras cuando se cierra un ciclo en mi vida, o al menos así han sido las dos últimas pérdidas. Recuerdo claramente la última (o quizás la penúltima). Esa billetera había sido una especie de pacto secreto de los gemelos fantásticos y sólo dos personas en este mundo la teníamos. Yo la dejé en el mostrador de alguna pastelería y cuando regresé, ya no estaba. Tampoco el gemelo fantástico, así que media vuelta y hacia otro lado. Esos días hice de mala gana todo el papeleo que ¡oh no! debo volver a hacerlo esta vez. Lo primero es lo primero, la plata señores. “Bueno, has de haber tenido unos cinco dólares”. No. Justo ese día cargaba unos nada despreciables cuarenta dólares que sólo me dolieron al acordarme que minutos antes no había comprado el libro que lanzaba un amigo, ya que no tenían vuelto. Por lo menos habría servido de algo esa plata, que ahora la aceptaba perdida como un desinteresado aporte a la comunidad. “Bueno, en la cuenta bancaria has de tener unos cuatrocientos dólares”. No precisamente, pero cuanto antes había que anular la tarjeta. Lo hice en uno de esos café net de la zona y asunto arreglado. Ya no había manera de obtener plata de mis propios bolsillos. Sin cédula no hay paraíso. Sin cédula no podía ir al banco a sacar plata de mi cuenta, y sin plata no podía ir al Registro Civil a sacar la cédula. La paradoja infinita. Así que, así pasé algunos días, además de contar con el tiempo justo. Sin plata –con dinero fiado- y sin papeles.
Como no creo en el crédito, y no haré peroratas al respecto, pues carezco de tarjeta de crédito, pero sí que tenía otras tarjetitas indispensables como la de débito, la de farmacia y supermercado, y la del seguro de salud. La renovación de esos pedazos de policloruro de vinilo cuesta lo mismo que sacar una tarjeta nueva. Una estafa como siempre. Pero no hay más remedio para volver a la vida. Que los papeles y los trámites nos pueden hacer resucitar al tercer día – o a las tres horas- de entre los muertos y hacernos sentar a la derecha del padre nuevamente. Porque generalmente te dice la señorita con esa voz aguda y nasal: en setenta y dos horas está lista su tarjeta. Y hasta mientras te suelen dar un endeble papelito o aire.
Como me habían dicho que
Llego entonces a las “modernas” instalaciones del nuevo Registro Civil, que básicamente son lo mismo sólo que en un ambiente cerrado y más amplio, y enseguida me siento perdida. Ni una señalización, cero información gráfica y visible. Tan sólo cuelgan los mismos carteles con los requisitos para sacar tal o cual papel. Pero ¿dónde se los saca? Es decir, en qué esquina de esa disposición amorfa de cuerpos y escritorios. “Haga fila aquí, pida un turno”. El guardia es el único que sabe y está un grado más allá del bien y el mal. Todos piden ayuda al sabio sensei. Hago la fila, me dan un papelito con el turno 3763, hasta ahora lo recuerdo claramente. Cómo olvidarlo si fue mi mantra durante horas. Miro el panel electrónico y oh, estamos nada más que en el 3400. Tengo 363 personas delante de mí. ¿Cómo es posible? El sensei me depara dos horas de espera, así que decido irme a volver. Nunca se aplicó mejor esta frase coloquial. Me fui a volver entonces, con el miedo de perder el turno, llegar y que me digan: No, su turno ya pasó, debe volver a tomar un turno. Y así hasta el infinito. Pero mejor era ir a perder tiempo en el taxi de ida y vuelta (media hora de ida, media hora de vuelta) que quedarse esperando allí entre esa montonera, mirando al techo y respirando un dudoso aire caliente. No había ventilación para esas mil almas que pugnaban por oxígeno.
A mi vuelta las cosas no habían cambiado, salvo que íbamos por el 3660. Tenía todavía cien turnos delante de mí. Ya no podía irme, tenía apenas 25 centavos en mis bolsillos, ni siquiera podía salir a comer –eran las doce- así que, o me fajaba la espera o nada. La nada. Miré a mi alrededor para ver si había alguna silla desocupada, y en efecto, encontré una junto a una mujer rubia pintada, frondosa en todo sentido, con amplias gafas y amplios senos. Me habló de entrada: “¿Qué número tiene?” El 3763. “Uy usted está mejor, yo tengo el
3970, 3971, 3972, 3973. 3974. ¡Bingo! Yo desde el 3970 ya estaba parada en la ventanilla. Había pasado ya una hora y más de espera y por fin llegaba mi hora. El hombre de la ventanilla me preguntó mis datos como en un quizz-show, y acerté todos. El de al lado me pintó las huellas de los dedos gordos y plaf plaf, las estampó en las especies valoradas. Luego, había que esperar la foto. Al limpiarme las huellas, pensé nuevamente en ese gran misterio que ronda los Registros Civiles ecuatorianos. ¿Cómo es posible que una señora, ni gorda ni flaca, de pelo corto, te mire durante tres segundos las huellas de los dedos y anote en tu papel de turno un extraño código inexpugnable que sólo ella sabe descifrar? ¿Alguien me puede explicar de qué rayos se trata la famosa “lectura de huellas”? Para mí este evento siempre ha pertenecido al plano mítico, metafísico y hasta mágico. La próxima le pido que me lea las líneas de la mano. El código va más o menos así: 333313. ¿No? Al menos el mío era ese, y al leerlo esperé que esos números me revelaran alguna verdad de la vida que tan sólo aquella señora de pelo corto, ni gorda ni flaca, conocía. No fue así, me quedé en las mismas.
El turno para mi foto llegó, el muchacho con la cámara vio mi foto, dudó dos segundos, me miró y me dijo: ya. Debo haber salido espantosa, pero el muchacho habrá dicho "qué más remedio". A mí me dio igual, pero la chica que iba detrás de mí, tuvo la osadía de decirle: "déjeme ver la foto", e incluso pedir otra, ante la cara furiosa de las demás funcionarias. Ahora, tocaba la recta final. Esperar la moderna cédula emplasticada. ¿Y dónde la espero? Ahí donde dice “Entrega de Cédulas”. Entrega de cédulas no era una salita especial ni una dependencia, ni una oficina. Era literalmente una columna cubierta de espejos, en donde estaba el tal cubano que analicé y que quería hablarme a como de lugar. Al recibir mi papel humeante, quise salir lo más pronto posible de ese infiernillo, empujando a quien se me pusiera al frente. Y el que lo hizo fue el tal cubano que quiso entregarme tontamente un papel con un mensaje, su nombre y su número. Mi cara y mi empujón lo dijeron todo. Salí corriendo a respirar CO2 y CO, y a hacer una nueva preciosa fila en el banco para sacar plata, y otra para ordenar una nueva tarjeta de débito. La vida se me abría nuevamente en todo su esplendor. Ya no importaban las nuevas filas. Era alguien otra vez. Uffff. Respiro.
2 comentarios:
Dueña del turno...
Feliz cumpleaños...
atrasado por cierto..vergonzoso y tímido.. pero que chuchas..
FELIZ 31.. Rosa.
un abrazo a la distancia..
A>T
Uf, mala suerte la tuya, las tres o cuatro veces que he debido sacar la cédula no he tenido mayor inconveniente.
¿Por cierto, no te da curiosidad de saber cuánto dinero te ofrecía el cubano ese para que te casaras con él?
ldda
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