Do-marse
La viuda de Boris Ryzhy le pide a la documentalista que no trate de averiguar por qué Boris se suicidó. “Eso sólo puede sentirse pero no puede explicarse”. Luego, las caras de los rusos, congeladas por el plano fijo, congeladas por el frío y esa tristeza caucásica, medio achinada, que se aquieta en esos ojos azules o grises. Ahí, sólo ahí, al final del documental, sabemos por qué Boris Ryzhy se suicidó.
Pausa.
Lo hizo por desasosiego. Por tristeza endémica. Fue lo primero y lo último que pensé cuando empecé a ver el documental que se llama así: Boris Ryzhy. ¡Qué tristes son los rusos! Eso fue lo primero. Luego, algo más que eso. Almas robadas a la espontaneidad de la vida. ¿Por qué? Porque no hay otro lugar para donde conducirse. Lo malo, o lo peor ya pasó. La Perestroika y ese no saber a dónde ir. “La libertad absoluta de no saber qué hacer”. La entrada del capitalismo de un patazo. La mafia rusa y el crimen como el único y último refugio de la ley de la selva. No. Como último refugio del sinsentido de la falsa agonía de una utopía muerta y arrastrada como en los funerales del S.XIX. El muerto vestido y sentado en una silla, como si estuviese vivo pero más feo que nunca. Horroroso. De ahí el horror y el horrorizarse de los otros. “Si no matabas, morías”. Y Boris, el poeta, teniendo vergüenza de estar vivo en medio de tanta muerte.
Pausa.
Pero no fue por eso. Un amigo suyo, el mejor quizás. Con ese cuerpo de mamut siberiano, aclara: “A Boris no le respetábamos por ser poeta, sino porque era rudo”. Un matón de barrio. Un matón sensible. Que le escribía al barrio rojo –por sangriento- en el que vivía. A sus vecinos muertos. A sus vecinos hoscos. A esa cara rusa de boxeador porfiado. Porque una cicatriz inventada por un enfrentamiento con delincuentes, chechenos y gangsters era la predicción de dolor desde la infancia. “Una caída de niño, simplemente”. Pero la tragedia romántica dividiendo su rostro seducía a sus lectores. ¿A sus lectores? Boris ganó algunos premios en Rusia y murió ahorcado a los 26. Pero en su barrio nadie lo conocía y jamás habrán leído sus poesías. Al igual que su hijo. “No me gustan sus poemas”.
Pausa.
Domarse es convertir el espíritu. Pero me refiero a conversión. Que finalmente es revertir algo que era. Domarse no es domesticarse. Es ser otro desde las vísceras. Es como virar la piel y mostrar la carne, o virar la carne y mostrar la piel. Boris y toda la generación Perestroika se domaron hacia la crudeza del ser. Y la vida se convirtió en un camal. Y como no había piel –o estaba dentro- entonces todo dolía demasiado. Y entonces, Boris decidió nuevamente revertir el proceso. Como lo hacían todos: y la única respuesta era morir o matar. El punto más alto de la templaza.
La viuda de Boris Ryzhy le pide a la documentalista que no trate de averiguar por qué Boris se suicidó. “Eso sólo puede sentirse pero no puede explicarse”. Luego, las caras de los rusos, congeladas por el plano fijo, congeladas por el frío y esa tristeza caucásica, medio achinada, que se aquieta en esos ojos azules o grises. Ahí, sólo ahí, al final del documental, sabemos por qué Boris Ryzhy se suicidó.
Pausa.
Lo hizo por desasosiego. Por tristeza endémica. Fue lo primero y lo último que pensé cuando empecé a ver el documental que se llama así: Boris Ryzhy. ¡Qué tristes son los rusos! Eso fue lo primero. Luego, algo más que eso. Almas robadas a la espontaneidad de la vida. ¿Por qué? Porque no hay otro lugar para donde conducirse. Lo malo, o lo peor ya pasó. La Perestroika y ese no saber a dónde ir. “La libertad absoluta de no saber qué hacer”. La entrada del capitalismo de un patazo. La mafia rusa y el crimen como el único y último refugio de la ley de la selva. No. Como último refugio del sinsentido de la falsa agonía de una utopía muerta y arrastrada como en los funerales del S.XIX. El muerto vestido y sentado en una silla, como si estuviese vivo pero más feo que nunca. Horroroso. De ahí el horror y el horrorizarse de los otros. “Si no matabas, morías”. Y Boris, el poeta, teniendo vergüenza de estar vivo en medio de tanta muerte.
Pausa.
Pero no fue por eso. Un amigo suyo, el mejor quizás. Con ese cuerpo de mamut siberiano, aclara: “A Boris no le respetábamos por ser poeta, sino porque era rudo”. Un matón de barrio. Un matón sensible. Que le escribía al barrio rojo –por sangriento- en el que vivía. A sus vecinos muertos. A sus vecinos hoscos. A esa cara rusa de boxeador porfiado. Porque una cicatriz inventada por un enfrentamiento con delincuentes, chechenos y gangsters era la predicción de dolor desde la infancia. “Una caída de niño, simplemente”. Pero la tragedia romántica dividiendo su rostro seducía a sus lectores. ¿A sus lectores? Boris ganó algunos premios en Rusia y murió ahorcado a los 26. Pero en su barrio nadie lo conocía y jamás habrán leído sus poesías. Al igual que su hijo. “No me gustan sus poemas”.
Pausa.
Domarse es convertir el espíritu. Pero me refiero a conversión. Que finalmente es revertir algo que era. Domarse no es domesticarse. Es ser otro desde las vísceras. Es como virar la piel y mostrar la carne, o virar la carne y mostrar la piel. Boris y toda la generación Perestroika se domaron hacia la crudeza del ser. Y la vida se convirtió en un camal. Y como no había piel –o estaba dentro- entonces todo dolía demasiado. Y entonces, Boris decidió nuevamente revertir el proceso. Como lo hacían todos: y la única respuesta era morir o matar. El punto más alto de la templaza.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario