Hoy por la mañana escuchaba una noticia que me ponía la carne de gallina: en el aeropuerto de Guayaquil, por la época navideña, van a implementar una especie de servicio de seguridad personal, en el cual, la policía brindará escolta y trasporte a la gente de venga del exterior con sus regalos, ya que en ocasiones pasadas al parecer, los delincuentes hicieron su agosto con los encargos navideños.
Por ese motivo, sonrientes ciudadanos aprobaban esta nueva medida paliativa para frenar el crimen, pero mientras yo la escuchaba, me entraba una cierta indignación por tener que haber cedido y aceptado el poder de los delincuentes. Resulta que cada vez son menos los espacios públicos en los que podemos movernos con tranquilidad y hemos llegado al punto de tener que ser ¡escoltados! por la policía para poder resguardar nuestras pertenencias. ¿Cómo es posible que en un estado libre y democrático no podamos movernos con libertar y que las mínimas garantías civiles no sean respetadas?
¿A quién echarle la culpa? ¿Al sistema? ¿A la injusticia social¿ ¿A la corrupción institucionalizada? ¿A los gobiernos? ¿Al prójimo? ¿Al capitalismo? ¿A la condición humana? Es tan desolador el panorama que nos ponen nuestros propios gobernantes, nuestros representantes (asambleístas) y que nos ponemos nosotros mismos como ciudadanos: Nadie tiene la respuesta. Lo mejor es andar precavido, cuidarse siempre las espaldas, mejor si se hace acompañar de un policía, no sacar plata sin antes asegurarse de que le protejan uniformados, no caminar solo por las calles, no vestir joyas llamativas, no tener celular caro, no salir con zapatos nuevos, no coger taxis sospechosos, en pocas, no salir de la casa sino para lo estrictamente necesario. ¡Cómo!
Cómo es posible que los ciudadanos nos hayamos acostumbrado a estas “medidas” de seguridad y que tengamos que ser nosotros mismos los que nos privemos de esas libertades a las que tenemos derecho, para ceder a la lógica del malhechor, para rendirnos ante el método de la mafia, en la que te aceptas como la víctima y tienes que pagar peaje por tu vida, para poder vivir tranquilo.
Pues sí, esa es la dura verdad. Hoy en día la gente acepta como normal el hecho de ser robado. Muchos saben que incluso el precio por llegar sano y salvo a su casa es entregar el celular. La gente se ha ido insensibilizando frente a sus derechos para pasar a vivir en una conciente, cuerda y socialmente promovida paranoia, en la que nos sabemos y nos asumimos como víctimas del hampa y sólo podemos estar tranquilos si “hacemos todo lo que ellos nos pidan”. Porque el precio de la rebelión en contra de esta para-lógica del accionar delincuencial es la vida. El que se opone a ser robado es asesinado, así de simple.
Los habitantes de las urbes ecuatorianas nos sentimos con justa razón abandonados a nuestra suerte en ciudades, sistemas legales y judiciales convertidos en guaridas de delincuentes, quienes de paso ya no tienen que esconderse porque tienen poco que temer: 25 tristes años que por la famosa ley del 2 por 1 que resultan en unos envidiables 12 años. Hoy he escuchado testimonios de gente que perdió a miembros de su familia en manos de la delincuencia común y nadie hizo nada. Los culpables siguen libres y se ríen de los deudos porque saben que tienen las de ganar dentro de un sistema putrefacto que ha llegado a soltar peligrosos criminales por no haberlos encontrado en delito flagrante, apelando a escondrijos legales que incluso han llegado la descabellada conclusión de que la única forma de detener al agresor era si el atacado ponía la denuncia personalmente. El atacado estaba muerto. Esta historia es real, la escuché hoy.
Por eso, sólo queda por citar –y esta vez en serio- ¡Oh, y ahora quién podrá ayudarnos!