Ídolo

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Morrissey

miércoles, febrero 28, 2007

¿Quién es Leroux?

Bicicleta Leroux, la nueva obra de teatro de Malayerba

¿Quién es Leroux?
Leroux es el mito. Es eso. Leroux son los hilos de la marioneta que es Ulises, éste nuevo Ulises quien, una vez más, emprende un viaje entrecortado. La barca/bicicleta que desbarata la paradoja del anti movimiento: Ulises se embarca, pedalea, la ilusión del movimiento frente al estatismo del no lugar. Su viaje es autofago, se alimenta de sí mismo y no procede de lugar alguno más que de su propia conciencia de afuera. Así un desplazamiento geográfico sería inútil frente al frenesí de las imágenes recogidas durante una vida entera. Ese afuera que busca recobrar forma y sentido en lo cotidiano, en el escudriñamiento de las estructuras que componen la vida ordinaria. “Bicicleta Leroux”, la nueva obra de Arístides Vargas, no busca transgredir los límites del viaje mítico a través de presentar un meta héroe. Quizás en este aspecto -guardando las distancias- se asemeje más al Ulises de Joyce que al de Homero, sin embargo, el hilo conductor homérico, más allá de una estructura derivativa, deja abiertas las múltiples posibilidades del viaje y el encuentro como dos fines inseparables. Por ello que Leroux, ese personaje tácito dentro de la narrativa de la obra, es un fin en sí y a la vez un medio. Para este Ulises desencajado, taciturno y nada ingenioso (antítesis del Odiseo homérico), la travesía recorrida es similar a un viaje esquizoide. Momentos en los que la realidad burda y ordinaria del día a día, chocan con el nivel paralelo del mito. Ese encuentro de dos dimensiones que dan pie a un desvarío alucinatorio, utilizado como recurso escénico y dramático, dan a “Bicicleta Leroux” un indiscutible aire de fábula. Un muy estilo “Malayerba”, cuya fórmula ha sido probada con éxito en varias obras anteriores.

Lo fantástico de personajes mitológicos que rasgan el velo de la realidad al coquetear con seres de carne y hueso, dan a “Bicicleta Leroux” un sentido distinto a la Odisea de Homero. Allí el nivel mítico es el contingente de la realidad, única y verosímil, mientras que en esta obra detrás del telar de Penélope está la otra realidad. Detrás de lo onírico que se confunde con lo ordinario, están esos seres debatiéndose entre dos universos paralelos, lo cual se puede apreciar claramente en la división que se hace en el escenario con el telar de Penélope, el que es a la vez el mar donde navega el marinero Ulises. Ambos enredados en los hilos del olvido, del abandono. Esos hilos sostenidos por aquellos no-seres, quienes desde ese No (que es la muerte) llaman a destazar las capas geológicas de la vida. Penélope se siente abandonada, desea y no desea, muestra pretendientes risibles quienes la ayudan a mantener tejida la escena de su vida. Ulises no sabe que esos hombres asechan a su mujer mientras a la vez empujan su barca hacia ese mar de hilos. Hilos traídos por ellos mismos.

Con toda la libertad de matizar e incluso desmitificar personajes homéricos, en Bicicleta Leroux encontramos varios niveles de reflexión, desde el simple hecho de la realidad doméstica, ese puertas a dentro de un día a día que se consume a sí mismo en enmarañados recorridos. Por otro lado está el hombre y el desencanto de la realidad, que hace que se junte lo racional con lo irracional, en una travesía en donde Circe, las Sirenas, Escila y Caribdis, Polifemo, Eolo y todos esos personajes mitológicos se convierten en metáforas del diálogo entre el héroe perdido y ese afuera aprehendido sin una real conciencia del fin. Por eso Leroux nunca está, está en las voces de los otros, pero éste Ulises sabe que de nada le sirve ser sagaz, ni aprovechar de las situaciones para alcanzar su objetivo. Es más, el objetivo borroso que significa Leroux deja a Ulises en la parálisis de la acción, total jamás ha salido de Itaca…

jueves, febrero 01, 2007

Todas íbamos a ser reinas

Ayer que me encontraba descansando plácidamente, alguien ha golpeado mi puerta. La abrí. Una mujer con el rostro desencajado, con las manos todas arrugadas y pasposas, me tocó el hombro. Llevaba la cabeza gacha, por lo que no pude ver su rostro de inmediato. Hice un gesto de asco y mi primera reacción fue hacerme hacia atrás. Ese instante levantó el rostro como de adrede. No quise verla, no entendía lo que quería decirme. La mujer solo repetía sílabas ininteligibles, y yo estaba paralizada frente a aquella tez replegada hacia sí, una faz en donde no cabían más arrugas. Ella me tomó de la muñeca, me apretó fuerte y no quiso soltarme más. Yo le pedía que me suelte, que en serio me estaba doliendo su apretón. Pero la mujer/añicos no me escuchaba, solo me miraba a los ojos, y lágrimas legañososas caían sin consuelo. No gemía, no moqueaba, solo vertía agua. Ella hablaba, hablaba, y esas palabras eran como saetas cortando el aire. Yo ya dije que no entendía sílaba alguna, porque su pronunciación no era castellana, ni de lengua española o latina. Tampoco era quichua. Sospecho que era ninguna lengua. Intuyo que era una inventada por sí misma, una que ni ella entendía.
Quizás pasaron diez minutos mientras la mujer/añicos aún me tomaba, ahora ya del brazo y con las dos manos. La presión ejercida era cada vez más fuerte y yo debía sostenerme del dintel de la puerta para no resbalarme, porque de alguna manera, ella me tiraba hacia abajo. Y hablaba, y continuaba pronunciando vocales nasales que nunca había escuchado en mi vida. Y yo, sintiendo que era torpe por no poder defenderme de aquella vieja indefensa. Acusando mi falta de odio al prójimo. Mi escasez de desdén hacia el adulto mayor y todas esas cosas salidas de una moral maniqueísta, proveniente de un escollo de mi cerebro. Víscera que acaso la mujer/añicos almorzaría mañana.
¡Suéltame mujer que me lastimas! ¡Por favor! Y así me convertí en un ser suplicante. Rogando a aquel ser humano terminal que me dejara de clavar las uñas, puesto que mi brazo ya sangraba. Sus uñas eran amarillentas, engrosadas por los años y extrañamente filudas. Pensé que iban a traspasar una vena, y empecé a gritar. Pero a la mujer/añicos parecía no importarle, y empecé a notar -por el tono de su voz- que me acusaba de algo que yo desconocía. Su mirada de cien años empezó a recriminarme delitos en los cuales jamás había yo participado. En épocas en las que yo ni siquiera había estado presente aún. ¡Mujer, en 1952 yo no había nacido! No se por qué, pero le grité esto. Y ella negaba con la cabeza y seguía lanzando saetas silábicas incomprensibles. Como el dragón de Komodo, su saliva era venenosa, palabras húmedas que se salpicaban de sus labios y que yo debía evadir moviendo el rostro hacia los lados. Bacterias mortales que sólo el sistema inmune del mismo dragón podría combatir. Supe que iba a morir. Supe que el veneno también estaba en sus uñas y ya me las había clavado cinco minutos antes. Voy a morir, pensé. Y empecé a llorar, y a suplicar por mi vida. A la vieja, como si ésta fuese Dios y pudiera devolverme la vida. Pero a ella no le importaba y seguía su rutina, tirándome hacia abajo y luego hacia afuera. Entonces empecé a sentirme tan débil, que mis piernas dejaron de tener estabilidad y caí al suelo. El pecho me trepidaba, una angustia hiperventilada y luego cianótica me nubló la vista. Y el entendimiento. De pronto, viéndome arrastrada como un trapo viejo, pude entender con el estertor clarividente de la proximidad de la otra orilla, algo como un salmo repitiéndose incesante. Y la saliva salpicándome las sienes:



Y Lucila, que hablaba a río,
a montaña y cañaveral,
en las lunas de la locura
recibió reino de verdad.


En las nubes contó diez hijos
y en los salares su reinar,
en los ríos ha visto esposos
y su manto en la tempestad.