Ídolo

Ídolo
Morrissey

jueves, abril 30, 2009

Y el ganador es...

Leyendo el veredicto en el Minsiterio de Cultura


Es extraño, o quizás digno. La gente odia perder y estar frente a la evidencia de la derrota. Pero a muchos les mueve más la posibilidad, o la esperanza de ganar y por eso asisten a las entregas de premios. O quizás en muchos casos es una actitud “polite”. Hoy en la mañana se dieron a conocer los nombres de los ganadores del Sistema Nacional de Premios, patrocinado por el Ministerio de Cultura. Hubo asistencia, no tanta como uno podría imaginarse, la mayoría de implicados o concursantes talvez no se enteraron del evento y por eso no asistieron, quién sabe. Muchos de los ganadores ni siquiera estaban presentes, sobre todo los del premio César Dávila Andrade, el cual consistía en una beca de 2mil dólares durante un año, para la creación literaria. Los seis nombres que se escucharon, en su gran mayoría, son sinónimo de una larga trayectoria en las letras. Jorge Dávila Vázquez, Juan Valdano, Gabriela Alemán, Jorge Martillo, Huilo Ruales y Carlos Vallejo (no tan conocido como los anteriores, pero con su recorrido en poesía) fueron los beneficiados. No hay nada que juzgar ni criticar en este aspecto, las bases eran claras. Se buscaban escritores de reconocimiento, trayectoria y obra publicada. La elección me parece justa dentro de esos términos. El problema viene por otro lado, pero dejémoslo para luego.

Esta fue la primera categoría leída de las once convocadas. Había bastante incredulidad en el ambiente. Como que los artistas, escritores y creadores concursantes aún no podían creer que por primera vez en la historia de este país se premiara “porque sí” la obra artística que tradicionalmente ha sido considerada inservible. Y digo “porque sí” debido a la postura oficial tradicional frente a la cultura, en la que hasta hace poco, era impensable y absurdo “regalar” plata al artista. Por ese motivo, creo que este es un gran avance y un buen momento para el arte y las letras nacionales, pese a no estar totalmente de acuerdo con el escogitamiento de las categorías convocadas, las cuales tenían más de un error en sus bases y concepción, no obstante, vale por demás la pena la existencia de un sistema de premios de este tipo.

Estos errores de los que hablo se hicieron evidentes hoy, cuando los convocantes anunciaron que se declaró desierto el concurso Música de los Andes, el cual iba a premiar una categoría sin mucha acogida, una especie de música folklórica que además curiosamente tenía como cinco subcategorías con varios premios cada una, las cuales desde un principio me parecieron fuera de foco. Este era extrañamente el apartado más extenso, pues los otros constaban máximo de tres premios por categoría o de premio único. Hay que decir las cosas como son: Pueblo Nuevo. No diré más. No obstante, al exministro le salió el tiro por la culata pues se vio que no tenía sentido esta categoría y sus subdivisiones. No hubo ganador porque, al parecer, nadie participó. Me pregunto ¿A qué obedeció la tontería de poner tantos premios en un género al que ni siquiera a sus creadores les interesa participar? No tengo respuesta.

Ahora, más allá de estos tropiezos, insisto en la buena voluntad del premio, si bien es cierto, muchas categorías que podrían ser importantes quedaron fuera. Me refiero, por ejemplo, al arte contemporáneo. Hubo premios para teatro, literatura, novela, ensayo, danza, pintura, fotografía, música popular y música contemporánea, pero ¿qué pasó con el resto de manifestaciones artísticas que pueden tener cabida? ¿Porqué, por ejemplo, en vez de poner un apartado absurdo como el de música de los andes –que nunca se entendió qué mismo era- no se puso una categoría más popular y abundante como la música urbana, en donde entrarían diversos géneros como el pop, el rock (y todas sus variantes), el jazz, el metal y demás fusiones?

En fin, lo bueno de todo esto es que se hizo un mea culpa y se reconoció que las bases tenían falencias, que los jueces habían hecho observaciones y que en futuras ediciones se tratará de pulir errores. Esperemos que así sea.

Ahora, frente a la incredulidad de casi todos los ganadores, a lo inédito y maravilloso de ganarse 30mil dólares –que vienen del estado- por una obra terminada, como es el caso de Peky Andino en la sección Dramaturgia, Lucho Pelucho Enríquez, en Música Contemporánea y Juan Caguana en Pintura, queda la decepcionante reflexión de lo mal que estamos como germinadores de cultura. Y con esto no descalifico a los premios que ganaron, por cierto, varios amigos míos y que me alegro inmensamente, si no que retorno a esa incredulidad para entendernos como sociedad básica. Sospecho y huelo un aire de paternalismo y premio consuelo. De lado y lado. Sí, en parte es un “ya era hora” pero, por otro lado -y es el decepcionante- está la poca naturalidad y la absoluta impostación que se percibe en la entrega de estos premios, que en cualquier sociedad respetuosa del arte y la cultura, apenas serían normales y comunes. Nada de subsidios, ni de qué-más-quieren-que-les-estemos-dando-plata. Tal vez peque y me equivoque al discernir el talante de los dadores, no obstante, los recibidores también actúan de esa manera. Muchos, los grandes, los que tienen nombre, no asistieron porque sí (o tendrían mejores cosas que hacer). Parecería que aún piensan que el pastel siempre va a ser para unos pocos. Pero en realidad no fue así y eso aún es lo más alarmante.

Tengo las estadísticas de los premios. Cuántos concursantes por categoría, cuántos por provincia. Y analizando eso, las probabilidades de ganar eran realmente altísimas porque -y es triste decirlo- la participación fue bajísima en todas las categorías. En unas más que en otras. Esto nos remite a un problema más profundo y a una pregunta simple: ¿Por qué no participó más gente? Posibles respuestas: por incredulidad, por desinformación, por pereza, vagancia o esclavitud laboral, o porque simplemente es un país de pocos creadores. El puntos substancial es que se trata de un país que no ha desarrollado las humanidades y las artes, es lamentable decirlo pero es un hecho. Y hay que confrontarlo con otro suceso para entenderlo en su verdadera dimensión. En las primeras convocatorias que lanzó el Ministerio de Cultura en el 2007 participaron cientos, y ganaron 300 proyectos de cualquier cosa. De esos, pocos son los que han visto la luz o tenemos conocimiento. ¿Por qué la participación masiva en esa convocatoria y la pobre de ahora? Simple, por algo que se conoce como rigor. En esa convocatoria las bases eran simples, no debían presentar nada hecho, todo estaba por hacerse. Era el perfecto escenario para el soñador. Ahora las cosas cambiaron, mal o bien, hubo bases claras y la mayoría de premios pedían obra terminada, trayectoria, calidad… Ups, ahí entramos en un problema. ¿Cuántos son los escritores, artistas, intelectuales, creadores a nivel nacional que cumplen con ese requisito? Pues ya se ve, son tan pocos que las dos manos bastan.

Podría pasarme horas argumentando las causas de este problema social que nos aqueja (sí, lo es aunque no lo crean), los motivos de nuestra desazón frente a la cultura, las letras, las artes y el pensamiento, pero creo que no es momento para llorar sobre la leche derramada sino para tomar conciencia de la responsabilidad que tenemos todos como sociedad. Es nuestro deber ser partícipes activos de la cultura, no sólo del estado. Sin público el teatro muere, sin lectores, la literatura agoniza. Es una responsabilidad de lado y lado, y creo que ahora es el momento de ser generadores de cultura. Aprovechando el apoyo estatal, que espero sinceramente que dure para siempre, y proponiendo y poniendo en práctica verdaderas reformas curriculares que refuercen las artes y las humanidades desde la escuela. Hay que generar creadores y públicos como política de estado, y desde políticas públicas y privadas. Es menester hacerlo.

Del mismo lado, el otro punto que preocupa es la escasa participación de provincia. Quizás se deba también a un problema de difusión (incluso en Quito), pero creo que el punto central es que en el resto del país la escasez de producción cultural es vergonzosa. Recientemente estuve de visita en una ciudad del norte, en donde desde hace años no existen cines (¡!) y los eventos culturales existentes (por celebraciones cívicas) se llevan a cabo con artistas quiteños contratados. Esto es un modelo que se repite en mayor o menor medida en varias ciudades y se ve reflejado en la lánguida participación de provincias en esta convocatoria.


Según las estadísticas, en el premio de pintura, 34 fueron participantes de Quito. El resto de provincias (8) tuvieron entre uno y cuatro participantes, salvo Imbabura con nueve. Nótese que este fue el premio con mayor número de aplicantes y con más provincias inscritas.

En el caso, por ejemplo, de la beca a la creación literaria, participaron apenas 16 personas de las cuales, 7 son de Pichincha, 3 de Guayas, 2 de Loja, y de Bolívar, Cañar, Cotopaxi e Imbabura, apenas una cada una.

En general, en todas las categorías los concursantes van de 20 a 25 +/-. Y en la de dramaturgia, sorprendió (aunque poco) el hecho anunciado de que hubo un solo participante, quien, según se dio lectura en el veredicto de los jurados, fue premiado porque su obra era de calidad y básicamente se lo merecía. En producción teatral hubo 25 participantes, lo cual me deja nuevamente pensando. Hay tantos grupos de teatro -sobre todo en esta ciudad- pero una escasez de dramaturgos. ¿A qué nos estamos enfrentando, entonces? ¿Facilismo? (Es mejor y más fácil montar obras de dramaturgos internacionales, hacer monólogos o la famosa creación colectiva, que trabajar textos propios con el rigor de la dramaturgia). Las bases prohibían claramente los monólogos (extrañamente abundantes por estos lares) y solicitaban obras con por lo menos tres personajes trabajados. Con este dato podemos tener una pequeña idea de la situación de la creación artística en nuestro país, creo que no necesito decir mucho más.


Es muy generoso e incentivador contar con un sistema de premios de este calibre. Es realmente una gran oportunidad para la cultura del país. No obstante, es responsabilidad de todos estar a la altura de las oportunidades y no hacer de este incentivo un subsidio paternalista “de cualquier cosa”. Hay que pugnar por generar más y mejor producción artística o intelectual. Hay que apuntar a la calidad, al respeto al público y a la contribución sólida y real a la construcción cultural del país. Con esto no descalifico lo que ya se ha hecho y se está haciendo, para nada, pero aún falta más…

miércoles, abril 29, 2009

El poder astringente de la tragedia o lo que vendría a ser lo mismo, el poder astringente de la epidemia.


Ya llega, ya viene. La gripe porcina entrará por el aeropuerto, donde todos visten máscaras delicadas de un papel que parece tela pero no es tela. ¿Será que eso les/nos protegerá frente a un virus mutante, de cepas desconocidas mitad humanas, mitad animal? En el Hospital Eugenio Espejo los sospechosos moqueantes entran de dos en dos. En México ha habido veinte casos mortales, entre una población que supera los 103 millones. -Con comentarios-. Me pregunto, ¿Se trata en verdad de una pandemia? ¿Las personas que vengan desde México a Ecuador, por esas casualidades del destino, justo serán las contagiadas?

Todo parecería indicar que la explosión demográfica y el avance tecnológico, por lo tanto, el mejoramiento de la supuesta calidad de vida, van de la mano, y con la reacción de las autoridades mundiales, a primer esbozo se sobreentendería que en los actuales tiempos se valora más la vida humana. Y cuando digo la vida, me refiero a UNA vida, la individual. Por lo tanto, el individuo supuestamente ha adquirido mayor importancia y protagonismo. Todo esto me viene a colación porque recuerdo las pandemias históricas, las pestes bíblicas, en las que no morían veinte, sino cientos y miles. Y claro, estaría redundando en el absurdo y en la incapacidad analógica desde el punto de vista de los alcances humanos frente a la ciencia y la tecnología, pero… ¿Una mascarilla en verdad protege tanto como para frenar un embate perverso de natura? ¿A este artefacto tan simplón se le puede considerar el gran avance tecnológico y de progreso científico? Sé que detrás de las medidas de prevención aparentemente básicas y simples hay (o debería haber) planes de contingencia frente a un brote epidemiológico, que lo que buscan es crear cercos y contener el avance del virus, además de la importación masiva de retrovirales, etc. Pero entre eso y la cuarentena del siglo 17, la cal en las calles e incluso el venenoso DDT usado hasta mediados del siglo 20, sinceramente no veo un gran avance. Quizás la acción de pánico, o la respuesta paranoica, por su rapidez, sirvan de bastante para contener el avance de la epidemia y así evitar la temida pandemia. Veinte muertos es un número suficiente de muertos para que el mundo se sienta amenazado. Una guerra mata 200.000 civiles y su heroica inmolación obedece a otras leyes terrenales. La voluntad del hombre sobre la muerte es un tema verdaderamente retorcido e ilógico. Y en este punto recuerdo las palabras de Ramón Sampedro, el tetrapléjico que sirvió de personaje para la película Mar Adentro de Amenábar. Para él, el ser racional inclina su lógica hacia la dignidad y aborrece el sacrificio inútil, el sufrimiento estéril. Cree que el sufrimiento prolongado es siempre estéril, por lo tanto el heroificar el dolor es una manera de dominación del débil, por parte de las “castas” dominantes, llámese estado, iglesia. En el libro que publicó antes de ejercer su derecho a morir dignamente, él analiza esa contra-lógica del ser humano: el permitir legalmente el asesinato (en el caso de la guerra por ejemplo) y por el otro lado, el aborrecerle por querer acabar con esa no-vida que él le llama “el infierno”. Precisamente su libro se llama “Cartas desde el Infierno” y más que una autobiografía, es un compendio de cartas y poemas que narran su situación, su ideología, su postura frente a la vida y la muerte, y su lucha por hacer prevalecer su voluntad.

Ahora, ¿Qué tiene que ver todo esto con la gripe del chancho? Todo y nada. En apariencia, el hecho fortuito de quedar tetrapléjico está bastante lejos del otro hecho fortuito que significa ser contagiado por una peste. Pero el hilo conductor está precisamente en lo inevitable. La existencia humana se caracteriza por ser un cúmulo de arbitrariedades preconcebidas y otros hechos aleatorios que entran dentro de una lógica paralela, los cuales llegan sin previo aviso y son capaces de cambiarlo todo sin que podamos hacer nada. Ahí está la relación. Nos rompemos la cabeza y armamos esquemas de vida que se acerquen a la perfección, desafiando al azar constantemente, y aún no podemos con él. La casualidad nos supera. Hay que aprender a entender y aceptar lo inevitable como parte de la vida. Como Sampedro, que jamás imaginó que lanzándose un día al mar iba a perder la movilidad de todo su cuerpo, así la vida a veces llega con empujones que te sacan del carril y no hay más remedio. Epidemias han existido desde siempre, la gente ha muerto por cantidades incontables, pero aquí seguimos. Muchas de estas hecatombes han servido para virar el timón de la humanidad, la tragedia tiene su poder después de todo, es capaz de despertarnos del sueño narcótico de la mismidad. El problema que tenemos es que cada día negamos más la muerte y prácticamente la prolongación de la vida se sustenta sobre la artificialidad. Aunque la vida misma es un artificio.

Así que, si llega la peste, no digo que no hay que protegerse, si no que no hay que verla como una amenaza hacia la humanidad, sino como parte de ella. Somos cuerpo y germen en constante pugna.

martes, abril 28, 2009

How does it feels?


Joan Báez dice que nunca ha conocido un ser tan complejo como Bob Dylan. A Báez los años le han sentado, a Dylan no, luce amargo, es inevitable su gesto perdido. ¿Dónde está?, sigue componiendo, su nuevo disco acaba de ser lanzado, pero algo de él no convence. Hablo del Dylan de hace unos tres años quizás, el de No direction home, el documental dirigido por Scorsese, en el que retrata a un Dylan desde sus inicios en Minnesota, su paso por el Greenwich Village en Nueva York, la fama que le llegó rápido y el final de un período luego de un accidente en motocicleta que le llevaría recluirse durante ocho años. Ahí termina el documental. Luego de eso, la carrera del cantautor que tomó su nombre del poeta Dylan Thomas tomaría un rumbo dispar. Y su voz se iría ahogando en una nasal carraspera que adereza sus últimos discos. Pero esa es otra historia, o al menos, material para por lo menos unos tres documentales más. Y de que hay material lo hay, porque Dylan, obsesionado con sí mismo, se grabó durante muchas giras y conciertos. Incluso hay varios documentales que pasaron con más pena que gloria en los setentas y ochentas por las salas de cine.

Pero este documental creo que es distinto a los otros por ser un documento a la vez poético y revelador. Busca, sin condescendencia ni romanticismo, (lo que deberíamos aprender a hacer acá) desenvainar la compleja personalidad de Dylan desde lo humano y lo musical. No es un tratado sicológico ni existencial del genio del poeta (porque Dylan, sí, es más poeta que músico) sino un itinerario de vida, de una etapa de ésta. Es el hallar el punto de ebullición en el que el fenómeno eclosionó, adquirió forma, espíritu y magia. Porque el proceso entre ser nadie y ser Dylan fue tan acelerado, casi como un parpadeo, que pareció sacado del sombrero de un mago. Según este documental, claro. Él pasó de ser un muchacho común y corriente, sin brillo ni belleza pero con deseos glotones de ser un grande, a convertirse en un ícono de la contracultura. Según lo que vemos, los testimonios de cercanos y el suyo propio, él se construyó a sí mismo. Bebió cantidades abundantes de lo que le interesaba, se dio sobredosis de Folk, el estilo que le interesó por profundo, sincero y visceral, y se construyó desde ahí. Dylan mató su pasado, lo negó y pasó a ser otro por decisión y convicción. Muchos lo recuerdan al principio, en los tempranos sesentas, como un muchacho sin ningún talento especial. No era un gran guitarrista, no era un gran cantante, más bien llegaba a ser mediocre. “Como él habían cientos”, repiten algunos entrevistados. Pero ¿Qué fue lo que pasó para que llegara a convertirse en un fenómeno? Esa respuesta es algo inexplicable. Ayer, mientras veía No direction home (me tomó tres días verlo, son dos capítulos largos y ya se sabe que siempre me duermo) creí entender la premisa del filme. Hoy no estoy tan segura si la idea fue conducirnos a pensar en un Dylan mítico y hacedor de su destino casi como un capricho de grandeza, o por el contrario, presentar a un ser humano virtuosos, capaz de hacer magia con las palabras y consigo mismo.

Lo cierto es que Dylan, cual si fuese una manta tejida, se fabricó su propia alma tomando pedazos de lo que le interesaba. Y aún así no llega a ser un impostor ni un disfraz. Él tenía la capacidad casi mística de cambiar el destino por voluntad. Así, un día, de repente, fue apadrinado por un productor de Columbia Records y el éxito le llegó a los 20 años. Podría hablarse de una catarsis o de un soul interchange si se piensa en su mayor influencia. En su rol model a quien iría a visitar en un hospital siquiátrico antes de irse para Nueva York. Woodie Guthrie era un cantante de folk de personalidad interpretativa desbordante, irreverente y pasional. Además era crítico del sistema y a Bob Dylan eso le encantó. Siguió sus pasos y quizás adquirió algo de su poder. El resto fue un viaje acelerado al ascenso en donde encontró a toda la movida bohemia folk del Greenwich Village, y donde sus primeros conciertos eran itinerantes, de bar en bar. Allí conoció al símbolo femenino por antonomasia de la música protesta, Joan Báez, y ella sería su madrina durante un par de años.

Luego, sorprende por fuera de contexto si comparamos con el ambiente musical de ahora, el que Dylan fuera rechazado por “electrificar” su propuesta e irse del lado del Folk Rock. Para muchos tradicionalistas y varios seguidores, esto era una traición, ya que sólo el Folk era verdadera música, el resto de música más comercial, y dicho desdeñosamente, era “pop”. Afirmación que llama la atención porque hoy vemos al pop como otra cosa, y a esa música que los adeptos al folk puro criticaban, la vemos como las raíces de lo que hoy consideramos como buena música. En fin, los tiempos cambian.

Eso que sonaba a una eterna y monótona melodía alargada, recargada de letra e historias infinitas, para ellos era lo único que valía la pena porque tenía contenido. Contenido social. Lo cual no deja de recordar los difundidos compromisos políticos del arte en Latinoamérica, durante los setentas. Era común el rechazo al que se saliera de esa casilla. Incluso Báez confiesa que se preocupó y se decepcionó de que Dylan se fuera por la puerta del rock y perdiera el condumio de compromiso social. Pero él estaba harto de ser abanderado de causas justas, de tener que ser un comunista o luchador de los derechos humanos. No estaba contento con el rumbo que el Folk puro le estaba marcando, así que se aflojó un poco, cambió sus letras y recibió abucheos. Uno de los más recordados, en Manchester, durante una gira en el 66 cuando un asistente le gritó: ¡Judas! Y él le respondió diciendo: no te creo, eres un mentiroso, y acto seguido, ordenó a su banda tocar lo más fuerte posible. Sonó Like a Rolling Stone. El himno de una generación y de varias quizás. Esa canción que estuvo en el número dos de la Bilboard durante varias semanas (le ganó Help) y que ha sido versionada incontables veces.

How does it feel
To be on your own
With no direction home
Like a complete unknown
Like rolling stone?

La relación con Báez duró poco. Ella habla de él con cariño, él de ella con un gesto parejo y monótono, él único que se le ve durante toda la entrevista. Se separaron cuando ella vio que el camino del rock’n roll era “malo” y eso no era lo que quería. No al sexo, drogas y rock’n roll. Y un resentimiento. Cuando él empezó una gira extensa, en la que le acompañó, Báez esperaba que Dylan le invitase a subir al escenario, como lo hiciera ella tantas veces antes, ayudándole así a impulsar su carrera. Pero él jamás lo hizo y eso le dolió. Dylan sobre ese episodio responde: “Fue un error no haberla invitado, pero… no se puede ser sabio y estar enamorado al mismo tiempo…”

Muy sabio de su parte señor Dylan.

lunes, abril 27, 2009

¡No otra vez, no!


Ayer fue uno de los días más feos de los últimos tiempos. Días poco reveladores, que no descubren ninguna verdad, que no enseñan ni enmiendan. Que no arrojan evidencia por ninguna parte. Pero ayer, el peor de todos, como para sentirse entusiasmado por irse a comer un locro y sentarse en una vereda a ver la gente pasar, sin entusiasmo, sin compromiso. Una vez más, a votar por quién sabe dios, con la insipidez del caldo que ha sido rellenado con agua para dar de comer al exceso sorpresivo de comensales que se dirigen a ninguna parte, que no saben lo que están haciendo y que con la sinceridad del autómata, han dejado de cuestionarse el por qué de todo esto.

He perdido la cuenta de cuantas veces he votado en los dos últimos años. Y siempre en el mismo lugar. Colegio Benalcázar, mesa 38. A llegar había una fila de cuatro personas, que parecía poco, así que no me causó molestia alguna al principio. Pasaron los minutos y mi turno jamás llegaba. La señora de azul pedía asesoría a su hija de diez años y su derecho ciudadano se volvía infinito. Me prometí demorarme nada, irme en contra de mi ética y anular todo para zafarme rápido del infierno de caritas y nombres. Y mientras pensaba esto no reflexionaba en lo terrible de mi pre-decisión. ¿La democracia se resume en una obligación irresponsablemente asumida de zafarnos cuanto antes de aquello? Me temo que en nuestro país, y en los tiempos actuales que vivimos, sí, se trata de eso.

Cada elección se vuelve un proceso más absurdo que el anterior, más insípido, soso y sin contenido. La democracia electoral se ha desvalorizado convirtiéndose en una ceremonia que no celebra nada, en un interludio que precede nada. Un intermedio infinito que no avanza ni retrocede, que no nos ha llevado a ninguna parte. Por el contrario, el escenario “político” ha logrado que el ciudadano común pierda el poder de discernimiento frente a la democracia electoral. Somos incapaces de adherirnos cuerdamente a una propuesta, una línea política o una ideología porque las listas y movimientos se han convertido en el “baile de los que sobran”.

¿Quiénes eran todos estos fulanos? Ok, algunos eran hasta panas, otros cantantes, presentadores/as de tv, actores (el famoso cabo mosquito) y hasta modelos. Todo con tal de captar la atención del votante y sufragar por una cara conocida. Sí, la democracia se ha resumido en una foto plana y enana. En una sonrisa poco convincente. Me indigna entender en lo que ha ido a parar “el poder de la gente”. En una superficie quebradiza, sobre la cual se escribe vagamente un derrotero derrotado antes de ser aplicado. Es como caminar sobre hielo, pero sobre la capa de hielo de una laguna artificial congelada. El voto ya no tiene poder porque ya no hay convicción. Esta obligación disfrazada de derecho, carente de sentido ya, no nos deja respiro, ni un cargo de conciencia superior al de cometer una infracción menor de tránsito.

Cuando llegó mi turno, y pese a haber prometido no demorarme, me demoré. No pude anular mi voto, siempre he creído que es fundamental como ciudadano ejercer el derecho al voto y la opción “nulo” me ha parecido tradicionalmente una pérdida de conciencia. El problema es que entre lo difuso del despliegue de opciones, la sensación de pérdida de tiempo era inevitable. Busqué los nombres que tenía en mi cabeza desde antes de llegar, nombres de gente que conocía y un par que me interesaban, y juntos no sumaban ni cinco. Y estoy hablando en el total de los totales. Así que voté por esos cinco, entre concejales, asambleístas y demás fauna. Los demás, como diría Avarito, son cuento.

Llegó la tarde y la sorpresa esperada por todos hacía de las suyas al momento de pensar en imaginarios colectivos, idiosincrasias y mi lindo Ecuador. Lucio Gutiérrez quedaba en segundo puesto. Algo no está bien, algo no me cuadra. Algo que se ve venir desde siempre…

jueves, abril 23, 2009

¿Mejor vivir en Buenas Peras?


Aquí los niños salen a nadar o a pescar al río y se ahogan. Sus padres tienen nueve hijos y se quedan con ocho. Luego nacerá otro y nada habrá pasado. Mi tía abuela tuvo dieciséis hijos de los cuales murieron como seis, en diferentes etapas de su vida. Ya nadie se acuerda de esos niños muertos en el vientre, al nacer, a los tres meses, a los cuatro años por comerse veneno. De esos niños atropellados por uno de los primeros autos de la ciudad.

Aquí en la tierra de los pelotas –o de los pelotudos- la gente estornuda y se muere. Viaja con tuberculosis en los buses y se resigna sin consuelo a la muerte. En los velorios y sobre todo en los entierros, las señoras gordas gritan desgarradas y se desmayan. Pero los niños esos llenos de mocos se mueren de aire y sus padres ya ni lloran, les quedan siete más. Esos que mueren aplastados por los camiones de basura en los botaderos, enterrados en toneladas de desechos y podredumbre. Y que luego de cuatro días se dan cuenta de que no están cuando la madre cuenta uno dos tres cuatro cinco seis siete y le falta el ocho. Entonces imaginan que huyó por las golpizas y les da igual, total si es un malagradecido guambra de mierda. Luego, alguien encuentra el cadáver entre la basura y ya nadie llora. Una boca menos.

En la tierra de los pelotudos la muerte es inaceptable al norte y un alivio en el sur. Es castigo y bendición. Es negación burguesa y pena amortiguada proletaria. Es dolor sobrio o excéntrico adentro de las casas de puertas labradas, y llanto chirriante y grotesco afuera, en las calles sucias o en las paredes de bloque gris. A veces – y sobre todo en la infancia- la muerte es un juego. Es entrar en una heladera vieja de tienda y jugar a las escondidas. Luego, escuchar los gritos desesperados de tu hermano y no poder abrir el seguro atascado. Es llamar a tus padres y vecinos solo para ver salir a tu hermano azul y muerto.

En esta tierra los choferes se duermen o se emborrachan, manejan a la madrugada por curvas imposibles y caen al abismo. Mueren ocho, diez, sangran treinta, pierden miembros. Después hacen federaciones de gente con discapacidad, forman equipos, juegan olimpiadas y ganan medallas. El error está saldado. Para los pelotas la vida continúa, siguen trasladándose de un lado a otro a velocidades extremas, con cero visibilidad. Nadie se acuerda de las anteriores muertes, la sangre se evapora de las carreteras como el alcohol en la piel. Perder la vida en una carretera se convierte en muerte natural.

En Pelotillehue nadie aprende de las tragedias, la gente se ríe de nada y le encanta enterrar a sus muertos en preciosos nichos decorados. Luego se plantan cruces en la vera del camino y se pintan corazones azules en el asfalto como si a alguien le importara. Cuando se acumula una buena cantidad, poco a poco va convirtiéndose en la colorida decoración kitch de un país de sol calcinante y memoria retorcida.

En la tierra de las pelotas la gente sigue cantando jingles promocionales para olvidar las penas y acude a los recintos electorales como si estuviera en una procesión de semana santa.

En esta tierra las pelotas siguen rebotando y yo las miro. Y también reboto.

lunes, abril 20, 2009

Tan simple como un western




Alguien me decía ayer que quizás la existencia sí se divide en buenos y malos. “Se dice que una película es mala cuando se polariza esta cualidad, pero lo que no nos damos cuenta es que en la vida sí existe la gente buena y la gente mala”. Yo estoy de acuerdo con esto, el problema del rechazo a esta catalogación espiritual fue la creación de estereotipos que no originó el cine pero que sí los popularizó en el siglo XX. Lo que empezó a incomodarnos fue el cliché y por eso quisimos empezar a creer otra vez que no hay buenos y malos, que no existe el bien y el mal. Que todos somos un incomprensible –porque nadie comprende bien las motivaciones que nos llevan a ello- acopio de maldad y bondad entremezclada, valga la redundancia.

Detrás de esos estereotipos que facilitaron la comprensión del mundo y de nosotros mismos, se esconde un misterio que quiso revelarse desde el arte, por ejemplo. Entrado el renacimiento, y sin contar el arte religioso, estos estereotipos fueron adoptados por la literatura; ahí empezó su universalización. Desde la literatura pasaron al hombre común, dejaron de ser condiciones divinas para transformarse en el umbral del alma humana. Pero yendo un poco más allá, los orígenes de la gran división se remontan al nacimiento de la cultura occidental cristiana. La eterna lucha entre el bien y el mal que el cristianismo emplazó como el condumio de la vida y la humanidad. Como el origen mismo de esto. La primera gran división fue claro, Dios y el diablo. Entidades y seres malignos existieron en todas las culturas, desde antes de Cristo, pero jamás como dos grandes fuerzas únicas enfrentándose por el control de las almas. Ahí enloquecimos todos. Ahí la humanidad se fue al carajo con la sugestión de la potencia del mal -y de la potencia del bien, por qué no-. Antes de eso era más bien difuso su efecto. No había entidades malignas aliadas ni un ser supremo del mal. Tampoco uno del bien, en el politeísmo, digo. Sospecho una adecuación histórica a esta bipolaridad, desde el talante humano. Quizás nos volvimos menos difusos, aprendimos a identificar nuestras zonas oscuras –a saber que son oscuras- y separarlas de las blancas. De la pulcritud. Eso que era un todo policromado se convirtió en un fichero de dos únicos cajones: el bien y el mal. En la mitología grecolatina, los dioses daban al hombre cualidades que les pertenecían, casi por capricho. Pero esas cualidades, o lo que hoy llamaríamos personalidad, no entraban en el concepto calificativo de buenas o malas. Simplemente eran opciones deíficas trasladadas los seres humanos.

Hoy -por hartazgo, por querer asesinar a la "ingenuidad", por el materialismo dialéctico o qué se
yo- volvimos a entremezclar los polos y nos negamos a creer en la maldad pura o en la bondad pura. Pensamos que todos somos dioses y demonios a la vez. Y le hemos dado poder a eso. Y con eso hemos creado la apología del mal. Podemos dañar como nos plazca y estaremos justificados por nuestra naturaleza humana. Gran error. Sí hay malos y buenos. Sí vivimos en un western. Quizás hayan muchos mezcladitos caminando por las calles, pero hay otra gran cantidad de puros. Tómese su tiempo y analice. Entenderá lo que digo.

jueves, abril 16, 2009

Modern Love


puts my trust in God and man


Tres grandes: David, Iggy, Lou.

lunes, abril 13, 2009

La tormenta de mi vida


Hoy cayó la peor tormenta de los últimos tiempos. Los rayos furiosos tronaban unos tras otros y desde el octavo piso en el que me encontraba parecía que en cualquier momento iban a hacer estallar el edificio, mi computadora, o mi cabeza. Tuve terror y apagué todo; y aunque quise alejarme de la ventana para -según yo- protegerme un poco mejor, me quedé viendo el espectáculo. Temblando la ventana, temblando yo.



Pensé en Benjamin Franklin, para variar.



Una alcantarilla colapsó en un segundo, en la avenida Eloy Alfaro. Lo pude ver desde mi ventana, era como el brote de lava de un volcán el agua que salía. La gente se aloca cuando llueve y la ciudad se vuelve tarada -aún más de lo que ya es-. Todos quieren avanzar a empujones en sus autos y quieren matar al de adelante, al alcalde, a Dios, o a quien sea el responsable de semejante barbarie. Los semáforos de algunas calles dejaron de funcionar y la menospreciada ley del más fuerte, o del más arrojado, o del más grosero, se impuso.



No quedaba otra, debía esperar a que pare un poco de llover para salir del cubil. Cuando lo logré, tenía media hora para llegar al aeropuerto y llevaba una hora atascada en el tráfico. Necesitaba comer algo primero porque antes no había podido por la tormenta. Lo hice y regresé al infierno lluvioso y viciado de las calles de mi linda ciudad. Metrobus o un remedo de bus rápido. Un bus que para en cada semáforo no puede llevar el prefijo metro. Era la única solución para llegar a tiempo, ya que tiene carril exclusivo y en efecto termina siendo más rápido que cualquier otro transporte.



Mi desesperación era porque había estado buscando esa entrevista desde hace dos semanas. Había ido una vez antes en vano. Tras mil llamadas por fin se concretó lo que sobre todo era difícil por la ineptitud e imposibilidad de una comunicación sincera, y porque este funcionario a quien debía entrevistar, actualmente se encuentra en el ojo del huracán por el asunto aeropuerto.



Ese día hice todo lo posible por llegar a tiempo y no permitir que el hombre se me vaya a una de sus mil reuniones. Pero, cuando llegué, mojada, jadeante, despeinada, con los ojos abiertísimos, casi empujando a las mil gentes que iban a despedir a sus emigrantes: "El señor no está, no llega todavía, si gusta esperarle". Claro, yo espero.



Hora y media de espera y nadie se mosqueó siquiera. No sé por qué siempre insisto en olvidar la impuntualidad y el incumplimiento que nos caracteriza como sociedad. Alquien me decía que en asuntos laborales si una persona te dice: "apenas sepa algo, o tenga tal cosa, o llegue tal persona, o le consiga la información, yo le llamo", quiere decir en realidad: "vea, no joda, no quiero hacer lo que usted me pide, es imposible, es inútil intentarlo, o me da pereza". Pero yo siempre caigo en el juego de los "yo le llamo", y eso, a la par me hace sentir más cojuda y más humana. Cojuda porque es tonto creer que la gente acá va a cumplir con su palabra, y más humana porque me hace pensar que no he perdido la fe en la gente. O en la palabra de la gente. Porque para mí, sí o sí, todo lo que se dice es una verdad o contiene una.



Lo único bueno de todo este juego de tonteos, hueveos y confianzas truncas, ha sido el encontrarme con gente que me ha asegurado que me va a devolver la llamada y sí lo ha hecho. Y cuando la he recibido, ha sido una gran sorpresa y he expresado mi desmedida gratitud al cumplido y corecto ser. Lo cual no tendría por qué ser así, ya que eso debería ser lo más común en el trato social o laboral. Por citar un ejemplo emparentado de cerquísima con este post. La señora de comunicación de esta entidad aeroportuaria -a la que estuve hostigando amablemente para que me consiguiera la entrevista- me decía todo el tiempo: "no está pero voy a hablar con él". Un día por fín me dio la cita de una forma tan simple que dudé en abundancia. Le pregunté y le repregunté varias veces mientras ella me decía: "sí, no se preocupe, ya está todo arreglado, mañana a las diez".



Yo, confiada en sus palabras de aseguramiento, llegué al día siguiente a las diez en punto. Oh sorpresa siempre esperada. No estaba el jefe, no estaba ella. No había nadie que me diera razón. "No sabemos a qué horas llega", fue la única respuesta que obtuve y unos inquisidores: "¿pero está segura de que le confirmaron la cita?". Sí, la señora tal me lo aseguró...



Regresé a mi oficina a intentar comunicarme con la señora tal y para mi sopresa me salió con un: "Ay, ¿usted fue hoy? no me diga, es que tuve que salir". Pero usted me aseguró la cita. "Ay es que el señor Kgjdfgdf tuvo reunión y recién nos enteramos ayer". Pero yo le llamé ayer. "Sí pero fue luego". ¿Y por qué no me avisó? "Porque usted no volvió a llamar". No tenía por qué hacerlo, usted me había confirmado la cita. "Es que no tenía su número". Se lo dí ayer. "Ay, creo que lo perdí".



Luego me dijo que no me preocupara, que en media hora el señor saldría de su reunión, que está muy interesado en esta entrevista y que me conseguiría para el día siguiente sin falta la cita. Porque se venía el feriado y el jueves era el único día posible. Una hora más tarde yo volvía a llamar, pero el señor no salía aún de su reunión. Aquí es en donde entró mi cojudez y mi tonta confianza. "Mire, déme sus números, yo le prometo que apenas salga el señor Kkgfkjg, le concerto una cita y le llamo". ¿Seguro me va a llamar o mejor le llamo yo? No, le aseguro que le llamo en una hora. La llamada nunca llegó. Vino el feriado. Ya nada.



Hoy, para completar el colmo de los colmos, vuelvo a llamar a la señora y le digo: llamo a molestarle otra vez. "Pero qué pasó, estuvimos esperándole el jueves y nunca vino". ¡Qué! P-p-pero... usted quedó en llama... "No, yo le dije que la cita era en la tarde, ya estaba confirmada". Usted nunca me dijo eso, dijo que me llam... "No, yo ya le había confirmado y usted no vino". ¡No, yo esperé su llamada en vano!... "No, yo le dije que..." Y así casi al infinito.



Exijo una explicación.




P.S: Finalmente logré la bendita entrevista después de dos horas de espera. Paciencia, oh paciencia...



sábado, abril 11, 2009

Pequeñas anotaciones al margen


Hoy murió Corín Tellado. No puedo evitar pensar en Jeannette Rodríguez y Carlos Mata. También viene a mi memoria la casa de los abuelos en Cuenca, cuando todavía vivían. Cuando sus bodegas de historia familiar arrumada me seducían todas las tardes. Desde los cinco hasta los doce. Luego era sólo salir, la calle, los amigos, “la jorga”. Antes, los juegos con mi prima consistían en descubrir los tesoros guardados en ese departamento detrás de la casa grande, que antes había sido la casa principal. Ella quizás no lo disfrutaba tanto como yo, pues vivía en la casa de al lado. Era territorio conocido. Yo sólo llegaba cada verano, después de ocho horas de viaje vomitando todo el camino, viendo la cara del diablo tallada en una montaña. Cuando tenía suerte en todos los sentidos, viajaba sola o con algún hermano por avión. Era la gloria. Sin padres, sólo tíos, primos y abuelos que no me veían más que una vez al año y que casi me dejaban vivir mi suerte. Solo había una cosa por hacer: comer. Lo demás era sol y juego. Y uno de los juegos era encontrar pasado. Lo que más me llamaba la atención era la colección inmensa de diarios viejos, revistas y libros. Y en esas montañas de papel, encontrar la revista que salía cada sábado en un diario local. Una revista entera de cómics de todo origen. Quería leerme todos los números salidos durante mi ausencia. Devoraba las revistillas, devoraba los diarios. También las Condorito, que de tanto leerlas había empezado a aprenderme los chistes de memoria. De tanto insistir en entender el humor a veces esquivo de Pepo, comenzaba a desarrollar teorías sobre cuándo cabía el “plop” o el “exijo una explicación”. Y también, por supuesto –pero ya en Quito sin conciencia de la influencia- empezaba a hacer mis propias historietas. Todo era válido, todo era material de lectura. Todo servía a la hora de conocer el mundo. De intentar entenderlo. Por eso, ese mundo de bodega me parecía riquísimo. No importaba que los libracos fuesen del tipo kiosco de variedades. Todo valía. Antes la gente se distraía en palabras impresas. Yo leía el historial de lecturas de una familia común. Hasta los libros religiosos de mi abuela. Recuerdo haber leído una biografía de Mercedes de Jesús Molina, la hoy beata que fue amiga de la martirizada nueva santa ecuatoriana Narcisa de Nobol. Y así, empolvada, con una tía alérgica que se espeluznaba de vernos respirar polvo –eres y en polvo te convertirás- terminábamos las tardes en esos cuartos de paredes gigantes. O tal vez no, quizás no todos los días pero es más poético ponerlo así. Ahí, infaltable, o en alguna otra habitación desocupada, reposaban en paz las viejas Variedades con señoras de peinados feos y vestidos chillones. Y en las últimas páginas, las novelas de Corín Tellado. Leí varias, lo reconozco. Todo era válido. Recuerdo muy poco de ellas, la verdad. Un día me aburrieron y dejé de leerlas. Prefería la revistita sabatina de historietas. Me quedaba muda por bastante rato con una pila de periódicos, revistas y libritos. Luego de horas de lectura llegaba la interrupción. Había que alimentarse, pasar a la mesa, saborear platos que no he vuelto a comer desde entonces. Y la mermelada más rica de la que tengo memoria. Mi abuela la hacía con restos de cáscaras de algunas frutas. Era medio dorada y tenía un sabor exquisito.

Para ser una familia cuencana con sus tradiciones, mi estancia ahí era algo libre. Sólo mi abuela era creyente de verdad pero no obligaba a nadie a serlo. Iba sola a misa, en silencio se arreglaba y salía los domingos. Los demás, ahí quedaban como si nada. Jamás escuché una sola misa en Cuenca. Mi familia paterna era una familia sin fe. Aunque por el lado de mi madre era igual o hasta más extremo. Ellos detestaban la religión católica y cada cual creía en lo que podía. Un día, años después, vi como mi abuela realizaba una especie de oraciones matutinas bahais. Provengo de una extraña tradición familiar liberal. Extraña por contradictoria. En Cuenca nadie es liberal en el verdadero sentido de la palabra. Era como practicar la misma moral del cristiano –más o menos- pero sin Dios, sin castigo divino, sólo a merced del juzgamiento terrenal.

Dicen que mi bisabuelo paterno era un famoso cascarrabias y que estaba peleado con el cura del pueblo. Eran las dos familias antagonistas, los Capuleto y los Montesco del lugar. Los unos conservadores, los otros liberales gritando curuchupas de mierda. Hubo incluso el caso del enamoramiento entre familias. Dos muchachos jóvenes que no pudieron casarse por prohibición del único cura del pueblo. Y dicen que ahí estalló la verdadera guerra entre familias. No recuerdo más, no sé qué pasó luego. Ah sí, la gente se fue muriendo, las generaciones reemplazadas por otras. Muchos se fueron a la ciudad más grande, desapareció el rastro del odio. Tal cual una novela de Corín Tellado, aunque mi padre decía que su pueblo y su historia eran realismo mágico puro. Él dice que vio parir a una mujer en el camino de lastre. El niño resbaló por sus piernas y dio al suelo. Ella lo tomó, le cortó con los dientes el cordón umbilical y se lo llevó en brazos como si nada. La niña fue bautizada como Amapola del Camino. Como un personaje Tellado, que -con suerte- se enamoraría del patrón y tras mil y una vicisitudes, sería correspondida en el altar…

miércoles, abril 08, 2009

¿Qué pasa cuando todos se van?



“Una vez me quise ir por amor, pero al amor no le interesó que yo me fuera”. Ella mira fijamente y sonríe, tiene ojos negros, cabello negro perfectamente alisado en un corte Cleopatra. Habla rápido, a veces atropella las palabras. Viste impecable en alto contraste. Blancos y negros. Llega rápido, levanta el aire. Sonríe bastante a pesar de que todos sabemos que está cansada pero no lo demuestra. O no quiere demostrarlo. Acaba de llegar al país. Nunca había leído nada suyo, no sabía nada de ella. Él último narrador cubano contemporáneo que leí es Pedro Juan Gutiérrez. Pero ella habla de otra cosa, de la misma Cuba post-revolución, la Cuba malherida, pero a la vez de otra Cuba. Es la Cuba chiquita, simple e inconmensurable a la vez. Es la Cuba niña, la Cuba paria, la Cuba otra, la Cuba con sal. Aquella que le tocó vivir a Nieve. Llamarse así en un país de clima tropical es un despropósito y ella lo sabe. Nieve es Wendy, Wendy es Nieve. No hace guerra, no sabe por qué está ahí pero está. Vive con su madre al principio. Es una vida dilatada, holgada, desnuda, nudista. Su padre considera que hay demasiada libertad, aunque también luchaba por la supuesta libertad. No entiende la verdad del cuerpo desnudo, le parece una perversión cuando encuentra a Nieve y al novio de su madre jugando desnudos en la playa. Lo quiere matar. Lo intenta. Se lleva legalmente a Nieve. Empieza la tortura. Él es una bestia que la golpea y le niega alimentos por negligencia. Pero Nieve tiene la fortaleza de la conciencia naciente, no hay suficientes hechos comparativos entre el bien y el mal. El mal todavía no es tan malo. Es terrible, sí, pero ella se puede recuperar de un puñetazo en la cabeza como de la caída de un columpio. Crece un poco más, sigue sufriendo sin saberlo. Su padre se bestializa a la par. Un día logra ser rescatada por su madre, sólo para darse cuenta de que el espacio que tenía ya no existe. Ya no es lo mismo, empieza la adolescencia, hay fricción, no tiene cuarto, no tiene casa. Es hora de empezar el colegio y de cambiar de lógica. Nieve sigue siendo tan fría en medio del calor. Ahora es más fría quizás, está interna en un liceo y vive fuera del rebaño. Viste de colores, con sombreros, un atuendo sin sentido climático, sin sentido erótico. Mientras, la utopía va descascarándose y revelando sus huesos porosos. Uno a uno empiezan a irse, los amigos, los vecinos, la familia. Por esos días, la gente en Cuba no se muere, se va. Pero ella y su madre se van quedando, sin saber por qué, no hay un motivo exacto, y hasta hoy Wendy-Nieve no sabe por qué se quedó. Aún teniendo la oportunidad de abandonar el barco en pleno naufragio, Wendy-Nieve se queda. Escribe poesía, le publican. Escribe prosa, no le publican. “La respuesta está en el viento”. Sigue escribiendo, usando como material en bruto los diarios que escribió desde su infancia. De allí salió “Todos se van”, la novela escrita en clave de bitácora que ganó en el 2006 el premio Bruguera. El lenguaje límpido de la niñez que maneja con solvencia y naturalidad en la primera parte, versus la opacidad recargada de la adolescencia y la inútil complicación de la existencia a través del lenguaje, en la segunda. Hace explosión su prosa nítida, viaja a Barcelona y con un pie en el viejo mundo, decide no abandonar jamás Cuba. Su madre muere, ella escribe y le roba aliento a su progenitora. “Fue mejor escritora que yo”, pero nunca publicó. Comió más letras que Wendy, pero se fue en silencio. ¿Todo tiempo pasado fue más rigoroso y sabio? Wendy parece asentir, ella es más pop. Proviene de una cultura híbrida, en la que por más intentos de mantener su pureza, las filtraciones capitalistas fueron inevitables. Wendy ya surge de la cultura de la inmediatez, de la incontinencia verbal. Y sin embargo se quedó, y todos se fueron, cambió de amigos cada año, cada mes. La morfología de la ciudad en constante cambio y Wendy-Nieve sentada, blanca y de ojos redondos, repitiendo “Barcelona es el trabajo, Cuba es la vida”.

martes, abril 07, 2009

Atrapados sin entrada




Hoy no quiero pensar en suicidios, por eso no escribí nada sobre Kurt Cobain. Su muerte. Los quince años. La adolescencia desvencijada que algunos tuvimos. Manifesté mi hartazgo sobre ese tema porque siempre he hablado del poder de lo evidente. Y hoy pienso que no hay que hacer más evidente a la muerte. No quiero recordar a alguien por el día en el que murió. No soy muy biógrafa, dejo que la obra hable por sí misma aunque muchos –o todos los- creadores siempre arrojen su vida en su obra. Por eso no necesito saber nada más. Leo y sólo leo. Escucho música y sólo escucho. No quiero saber más. Veo una peli y sólo veo. No averiguo nada sobre el escritor, el director, el músico. Considero que todo lo que necesito saber está contenido en sí mismo. Aunque siempre se filtra información y terminamos conociendo la metonímica vida del otro.

No se trata de una eternización. O tal vez. Es más bien una objetivización –aunque no parezca- del hecho creacional. Tomo el objeto como viene. Desnudo de hipervínculos. Huérfano. Por eso, las referencias necrológicas están demás. La caducidad no está en el objeto sino en la memoria.

No está en el objeto sino en la memoria. No está en el objeto. El objeto.

El objeto con el que "The Chief" rompe el vidrio del manicomio. Un lavabo gigante de mármol que carga con su descomunal cuerpo. Antes asesinó a a Randall McMurphy por piedad, para liberarlo. “No te voy a dejar aquí, no me voy a ir sin ti”, le dice antes de ahogarlo con una almohada. McMurphy intenta defenderse, aunque el electroshock -o la lobotomía- que le practicaron antes le dejó convertido casi en un vegetal. Es One flew over the cucoo’s nest, la histórica película de Milos Forman traducida también como Atrapado sin salida. La analogía de la sociedad represora con un manicomio. El que quiere romper las reglas es el que más loco está. El que dice las cosas de frente, el que es genuino y pasional, es el que más loco está. Quizás no sea una gran película, es sólo una buena película, pero la reflexión es simple y gigante. Como el indio gigante que finge ser sordomudo y autista para salir del rebaño, para romper las cadenas a su modo. ¿Para vivir dentro sin sufrir hay que fingirse idiota? Sí, al menos que no te des cuenta que tu idiotez es un don natural. Como eso de creernos superiores a los animales.

Prefiero recordar una viñeta de Condorito en la que salía de ver Atrapado sin Salida y Huevoduro le preguntaba: ¿Qué tal la película? Condorito le respondía: No sé, me atraparon sin entrada...

viernes, abril 03, 2009

¿Superarse a sí mismo?






No recuerdo el año, quizás 2001. Había un festival de cine latinoamericano o cine independiente en la ciudad. De esos que muestran una serie de filmes que quizás nunca más se volverán a ver, y que ponen en cartelera a cada película máximo un día o dos. Eso pasa aquí. Y era uno de esos cines de cadena con multisalas. Yo era estudiante universitaria, estaba en plena época de apogeo cinéfilo. No me perdía un solo festival, muestra, antología, cineclub, etc. La piratería no hacía todavía su agosto. La oferta cinematográfica era más amplia, sí, desde que abrieron las multisalas, desde que construyeron la primera sala de cine-arte, desde que esas ofertas de cine se sumaron a otras ya existentes como la sala de cine de la Casa de la Cultura y una sala pequeñita llamada Octaedro. Además, en un lado u otro, en un café, en un salón de alguna facultad, en la mía propia, incluso en el salón de clases, podía ver desde los clásicos retaceados (como El Acorazado de Potemkin, El ciudadano Kane, Metropolis, etc) hasta las últimas cintas consagradas a nivel mundial. De cine de autor, cine independiente o “cine arte”, claro. Era la época del reino del cine en salas.


Ahora es otra cosa, la oferta ha disminuido. El hilo conductor de los estrenos fuera de lo comercial se ha perdido. Y claro está, mucho se debe a la piratería de la que ya hablé en un post anterior. Aunque los festivales continúan, por suerte. Una vez al año vienen las últimas cintas iberoamericanas y luego se van como vinieron. Casi sin pena ni gloria porque no hay más movimiento que ese, y con suerte, una de ellas –apenas- se estrenará en salas comerciales. Pero este es otro cantar.


Prefiero quedarme con la imagen de aquella tarde, pongámosle de mayo del 2001, en la que yo había comprado un boleto para una película de una directora argentina que jamás había escuchado. El nombre del filme era sugestivo, me llamaba desde la cartelera que había visto en el periódico. Ahí había algo, lo supe desde el principio. Me paré frente a la taquilla y pedí un boleto para La Ciénaga. Iba sola, como siempre, al cine. Al entrar a la sala habría unas cuatro o cinco personas. O quizás estaba sólo yo. No hubo trailers, sólo los comerciales del cine y los auspiciantes, y quizás la presentación del festival. Las luces se apagaron por completo y de repente, la sala comenzó a temblar. El ruido de los parlantes retumbaba por la tormenta que se avecinaba, las copas de vidrio chocándose entre sí emitían un sonido exquisito. Una piscina sucia, un grupo de gente aletargada, envejecida e impávida se asoleaba mientras la borrasca empezaba a caerles encima. Una mujer ebria tomaba los vasos y copas de vino a medio llenar. Llevaba gafas y un traje de baño escotado. Se tambaleaba mientras nadie le ayudaba en su misión. El sonido del ambiente era envolvente y transmitía una sensación dominante de entrega sensorial. Podía olerse el aroma de la humedad. Sentirse el agua cayendo a chorros groseros. La mujer caía al piso. Se hería. La cinta se dañaba. Se enrollaba en sí misma, se quemaba, qué se yo. Me levanté de un salto, no podía creerlo. Inmediatamente me entró una ansiedad irrefrenable. Acababa de empezar a ver el comienzo más impresionante de una película del que haya sido testigo, y esta se dañaba. Reclamé, fui la única en hacerlo. Al parecer a nadie más le importó o quizás era la única en el cine. Me dijeron que era el único día que iban a presentar el filme, que lo sentían, que la película se había malogrado y no sabían si la iba a reponer. Me dieron como única esperanza: en veinte minutos empieza otra función pero en la sala de cines del sur.

La empresa que parecía imposible para mí en ese momento debía simplemente ocurrir. Llegar a ese sector de la ciudad tomaba una hora, quizás. Yo debía hacerlo en veinte. Me dieron un boleto con una firma y una nota ilegible, y salí corriendo a tomar un trolebús. La vía que consideré más rápida para llegar. Me dejaba justo en frente del cine. Llegué en media hora. Corrí desesperada. Mi esperanza eran los cortos previos, los comerciales. En la requisa de boletos no me dejan entrar. Reclamo, me agito. Me dicen que deben hacer una llamada. No lo puedo creer otra vez. Me dicen que la película apenas acaba de empezar. Sigo argumentando. Me lamento para mí misma. Llega el de la llamada, me dejan ingresar. Entro a la sala, hay tres pelagatos, o quizás nadie. Estoy a tiempo. La tormenta está ahí, justo en donde la había dejado. Pero la copia es una mierda. Parece VHS, los colores no son los mismos, la otra era 35mm. No me importa, peor es nada. Me quedo sin moverme, casi sin respirar toda la película. Estoy absorta en su atmósfera. Nunca he visto nada que se le parezca. Quizás en Bergman, Buñuel o Ripstein. Pero nunca así. Nunca tal experiencia sensorial-intelectiva. Nunca en Sudamérica. Nunca en una mujer aunque suene a feminismo.
Lucrecia Martel


Durante muchos años La Ciénaga de Lucrecia Martel se convirtió en mi película favorita y me encantaba la experiencia extrema que me generó la necesidad de verla. Quizás no era tan extrema pero ayudó en la construcción de la leyenda. Le hablaba a todo el mundo con tanta pasión de ella y la tenía metida en la piel. Porque esa película se mete ahí, en la piel. La familia salteña (del norte de Argentina) que vivía en un inconciente hedonismo, en un no-tiempo, desde relaciones extremamente corporales y ambientales. Una sinfonía de olores, humores, sudores, dentro de un ambiente sofocante, una atmósfera estancada, una piscina podrida, y todos estos seres girando alrededor de esa parálisis moderna. Las relaciones humanas, filiales, los encuentros y desencuentros de clases y el simple sinsentido de la vida y la inutilidad del hallarle una razón al transcurso de la existencia eran presentadas de una forma única, original, sensitiva y sinestésica.


Años esperé con ansias la nueva película de Lucrecia Martel. La niña santa que llegó en el 2004. Lucrecia ya tenía su prestigio en Europa, conseguido por los varios premios que ganó con la Ciénaga, así que La Niña Santa se veía con bombos y platillos. No recuerdo si ese filme llegó a Ecuador, cuando se estrenó yo estaba en Europa, así que la fui a ver de lo más contenta en un cine-arte en París. No recuerdo el nombre del cine ni su ubicación. Vimos la programación en una de esas guías culturales, tomamos el metro y llegamos. Era un lugar de aire bohemio, tenía un café-restaurante, seguía recordándome de lejos al cine-arte de acá. Sus salas tenían su parecido. En esta ocasión estaba casi lleno. Una película latinoamericana con subtítulos. Era Lucrecia Martel. La Niña Santa, lo recuerdo, me dejó un sabor agridulce. Me atraía mucho la trama, la cual la conocía desde antes. Esa adolescente que quería ser santa probando y provocando el deseo a los otros. A los hombres adultos. Ahora, el sabor agridulce fue porque, si bien la película no me decepcionó, no logró producirme sensaciones fuertes. Era una película interesante, diferente, bien realizada, si bien seguía bastante el tinte sensorial de la Ciénaga, no lograba la suficiente potencia. Yo seguía esperando la Lucrecia Martel de la Ciénaga. Gran error.




A mi regreso a tierras latinoamericanas, hubo un silencio de varios años en la producción cinematográfica de esta directora salteña nacida en el 66. Ella ha confesado que sus filmes parten de su universo personal recopilado en su natural Salta. Y que por eso tiene miedo de repetirse. Quizás a eso se deba el silencio de cuatro años. En el 2008 salió su nueva esperada película “La mujer sin Cabeza”, rodada en el 2007. Esta vez ya no usa a su actriz fetiche Mercedes Morán, aunque en el papel principal está María Onetto, una mujer de mediana edad con ese aire de atractivo desgastado que le gusta tanto a la directora. La mujer sin cabeza es una película con el claro sello Martel, pero una vez más, sin esa fuerza sensitiva de la Ciénaga. Mi teoría intuye que la directora, en la búsqueda de la originalidad y la no-repetición, le quitó a sus subsiguientes trabajos, poco a poco, el componente corpóreo y la búsqueda de transmitir sensaciones a través de los sentidos que tanto agradó en la Ciénaga. Su último filme transmite poco, es impecable, sí, pero resulta frío ya hasta caricaturesco. Es un poco inverosímil en ciertos pasajes construidos, aunque, su valor está determinado por la exploración sicológica de simple superficialidad. Una mujer –en el norte de Argentina igualmente- cree atropellar a alguien en una carretera y a partir de ese acontecimiento se transforma en una autómata. Parece no sentir nada, pero en realidad es su cabeza la que no funciona. De ahí el título del filme. La trama y la construcción narrativa funcionan a la perfección pero no emocionan. Su valor estético por el mismo motivo es casi nulo –a diferencia de la Ciénaga, que es como un fresco perfecto- y termina convirtiéndose en una película narrativa, lo cual la desvirtúa, ya que su sentido y concepción buscan no basarse eminentemente en ello. Según la misma directora habría dicho: la idea era basarse en un proceso de emociones. La mujer sin cabeza estuvo nominada en Cannes 2008 y aunque tenía bastantes adeptos oficiales, no ganó. Se dice que la película incluso fue abucheada en la proyección de prensa...


Sigo lamentándome no encontrar a la primera Lucrecia Martel, la de su ópera prima. Creo que el planteo del superarse a sí mismo es un tema delicado y marcado por cualidades diversas. Entre el horror de repetirse y la experimentación que quizás de cómo resultado un producto soso –en tal caso no repetido- el creador debe apostar por arriesgar. Quizás Martel arriesgue al no “cieneguizar” sus siguientes filmes, al no repetir la fórmula del éxito, la cual, ya sabemos, si es sincera, creo que es irrepetible. Martel sabe que La Ciénaga no es un molde industrial, y su apuesta debe ir encontrando un nuevo camino. Lo ha intentado hasta ahora y no lo ha logrado, a mi criterio, pero el camino no es uno sólo, resta seguir probando. Ahora planea llevar al cine una historieta argentina de ciencia-ficción, El Eternauta, creada por el guionista Héctor Germán Oesterheld y el dibujante Francisco Solano López. Un giro totalmente distinto a sus producciones. Habrá que ver el resultado en el 2010, quizás nos llevemos una nueva sorpresa…