Ídolo

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Morrissey

martes, marzo 31, 2009

¿Quién es el cliente? o García Márquez deja de escribir


“Lo que está y no se usa nos fulminará”.
Spinetta.

La gran Carmen Balsells


Anteayer leía que García Márquez dejará de escribir. Lo decía su agente literaria Carmen Balcells, la mamá del boom, responsable de que hoy conozcamos la obra de Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Ernesto Sabato, Juan Carlos Onetti y José Donoso, entre otros. La mamá del boom, como la llaman, está segura de que el Gabo se va. El verbo más promiscuo que ha conocido Latinoamérica estaría a punto de convertirse en asceta. Cuando a Balcells le preguntan sobre esta pérdida, responde siempre con esa alta ironía que la caracteriza: él representa el 37% de nuestros ingresos. Así la dama más poderosa de la industria editorial en español resume a sus relaciones con los escritores de ese boom, como una cifra. Pero ella juega con el discurso del usufructuador del talento ajeno. No lo niega, dice que su sueño siempre fue hacer dinero, bastante, para tener que dejar de preocuparse por él. Sin embargo, deja fluir cierto carácter altruista cuando dice que lo que le hace feliz profesionalmente es hacer feliz al escritor. Ella siempre quiso convertir a los escritores en estrellas, al nivel de actores y actrices de cine. Y lo logró. Creó monstruos literarios mundiales. Líderes en ventas. Gracias a sus cambios de negociación en los contratos, puso límites geográficos y temporales. Antes de ella, los autores estaban condenados a vender sus derechos de publicación a una misma editorial, para toda la vida. Con la nueva dinámica inaugurada por Balcells, las ventas y la difusión de las obras crecieron, lo cual según la agente literaria generó que hoy en día se lea más. Afirmación que sorprende bastante sobre todo porque en esta nueva era audiovisual, se creería que la tendencia es lo contrario.

No lo es, ella conoce la industria editorial en la que también según su experiencia existe una sobreproducción literaria. Muchos libros se tiran a la basura sin jamás haber sido topados. Hoy en día la industria editorial se mueve por la inmediatez de los nuevos tiempos: títulos nuevos cada mes, los cuales a los tres meses pasan a ser anacrónicos. Así se sostiene la industria de las palabras dentro de esta dinámica capitalista de mercado a nivel mundial. Los que se convierten en clásicos son unos pocos, mientras el resto está en estantería unos pocos meses y luego pasan a ser basura. De ahí la hiper-producción, pero sin ella, sería imposible alcanzar la velocidad requerida para el flujo de ventas. Todo es vender. En nuestro país no obstante es otra cosa. Acá nos llegan los huesos literarios y los títulos –los escasos-que lograron traspasar la barrera de la venta mediocre o baja. Nos llegan los mejor vendidos y de los otros libros más marginales –por decirlo de una manera- llegan dos o tres ejemplares por título, los cuales, si no los compra ahora nunca más los volverá a ver en los estantes. Nosotros no somos mercado, ya se sabe.

Balcells, aunque no lo diga, fue una de las creadoras de este movimiento literario, literalmente movimiento. El del empuje de las ventas masivas. Al menos a nivel Latinoamérica ningún escritor había conocido el estatus de estrella hasta que llegó el boom. Por cierto, fenómeno muy discutido actualmente ya que muchos consideran que tal boom nunca existió desde lo literario, lo cual lo depositaría en un simple fenómeno de mercado y mediático. Justo lo que quería Carmen. Para ella pocos son los verdaderos genios literarios, “a lo mucho media docena, el resto es escritor de oficio”. Según ella, eso es igual de respetable, pero no dejamos de pensarlo como una trampa o un embuste al lector. Esos escritores de oficio son los que sostienen la industria literaria desde la dinámica de la inmediatez y la renovación constante, pero los grandes genios son los que se llevarían el mayor volumen de las ventas, porcentualmente hablando. No obstante, si desaparecen los miles de escritores de relleno (en mayor o menor medida), desaparece el movimiento constante de la literatura, por lo tanto, se esfumaría la capacidad de producción y de captación de mercado. No conviene que no exista esa súper-producción, porque es la que sostiene el mercado. Tenemos que bancarnos una selección poco honesta de literatura contemporánea que por supuesto tiene derecho a existir, pero que nos aturde dentro de las definiciones de literatura de calidad. Me pregunto, ¿Qué es lo que estamos leyendo en la actualidad? ¿Vale la pena? Preguntas sin respuesta fácil.

Por otro lado, los premios literarios patrocinados por varias casas editoriales (Santillana, Planeta, Herralde, Alfaguara, Bruguera, etc) son plataformas de promoción –incluso publicitaria- que buscan anualmente hacer un “refresh” a su oferta. Todo ello, claro, en apariencia. Carmen Balcells desnuda una práctica que ella considera muy común en estos premios. La agente literaria asegura que transcurrido un tiempo desde la publicación de las bases, si la editorial no ha encontrado ningún título que le plazca, se dedica a cortejar a los escritores que cree ideales para ganar. “En realidad, los directores literarios nunca garantizan el premio, hay que decirlo en su honor. Ellos están segurísimos de que el autor al que abordan lo ganará, pero no lo garantizan explícitamente, dejan la decisión en manos del jurado. Una práctica habitual es decir: “Te compramos la novela por una cantidad que es la mitad de la dotación del premio. Si pierdes, te la publicamos pagándote ese dinero. Y si ganas, ganarás el doble”.

Es una simple estrategia de garantizarse ventas. Ningún premio literario arriesgará el mercado. Para Balcells, el grande ego de los editores se come al ego de los escritores. Aunque para ella, “los escritores son los seres más intratables que existen”. Igual, a Carmen se la considera la consejera de vida de muchos de los grandes, pero aunque lo acepta e incluso cita varios ejemplos de ello, termina siempre diciendo: “yo no tengo amigos, sólo intereses”. Eso no impidió que Onetti, por ejemplo, le dedicara su último libro: “Para Carmen Balcells, porque me da la gana”.

Ahora dice que Gabo se calla para siempre y que eso significa una pérdida en sus ganancias. Cuenta que una vez él le preguntó: ¿Quién es el cliente, tú o yo? Y ella respondió: fácil, ¿Quién pierde más si se queda sin el otro? Gabo le replicó: “Yo perdería bastante”, a lo que ella añadió: “Pero yo perdería más, así que tú eres el cliente”.

Así que, ¿quién perdería más si la leyenda viva del realismo mágico se calla? ¿él o nosotros?
Flash informativo:
La primera canción del nuevo álbum de Bob Dylan, Beyond Here Lies Nothin, se colgó en la web del artista (www.bobdylan.com) para descarga libre y gratuitamente desde la medianoche de ayer, 30 de marzo, hasta la medianoche de hoy 31, como adelanto del disco Together through life.

miércoles, marzo 25, 2009

El retorno de las piedras


Son dos. Libertinas. Se niegan a salir. Se bañan todos los días, se acicalan, se arreglan, pero no salen a ninguna parte. Su pasatiempo favorito es tomar leche y verse las caras, que por demás están bastante laceradas, como si un acné terrible les hubiese atacado. Las dos, libertinas, fornican todos los días sin que nadie sepan con quién lo hacen. Es un misterio aún para mí, que sé de su presencia a diario, sobre todo en las mañanas, cuando por su inestabilidad de peso, evitan el desayuno. Al pasar el día, gritan de hambre. Les encanta el chocolate y el queso. Pero fresco. A veces quieren vomitar el maní y el pescado. Como son maniáticas de la limpieza, se bañan todo el día y les encantan las burbujas del agua mineral. También beben gin y cerveza, aunque sienten que engordan terriblemente. Su problema es que sienten que el baño seguido les lustra demasiado y están convencidas, las dos, de que han perdido su brillo. Por eso comen y comen, desde las dos de la tarde. Le echan demasiada sal a la carne y luego terminan el día embotadas e hinchadas. A veces, se comen la sal directamente del salero.

Cuando alguien las quiere sacar, arman un drama. Lloran, suplican. Se aferran a las paredes. Y me hacen llorar a mí. “Es lo mejor para ustedes”, les dicen. Pero las dos, libertinas, no entienden y prefieren seguir follando todos los días. Es su única alegría. Porque comer y bañarse es parte del ritual. Así se preparan todo el día y esperan el momento más silencioso de la noche para que yo no las escuche. Pero las puedo oír y les he dejado que hagan lo que quieran durante algunos meses.

Hoy las he visto. Han crecido bastante. Me saludan y me mandan besos. Su foto la tengo pegada en la cabecera de mi cama. Pronto partirán de viaje.

martes, marzo 24, 2009

Bucaneros y luchadores



Cada vez que compro una película pirata me siento mal. Quizás antes, confieso, me sentía más mal que ahora y por eso compraba menos. Además, no me gustaba perderme por nada la experiencia del cine de verdad. La sala de cine. Hoy sigo odiando un poco ver películas en plan “plasteo”, porque casi siempre me duermo o las interrumpo por algún motivo (baño, hambre) o simplemente pierdo la concentración. En la sala de cine no hay escapatoria a menos que te salgas. Y visto desde ese punto, quizás esa experiencia sea algo fascista e impositiva para quienes disfrutan de pagar uno o dos dólares por los últimos estrenos en la comodidad de su cama. Hoy podemos encontrar desde películas que todavía no se estrenan ni en el circuito comercial internacional (así conseguí Milk, por ejemplo), hasta clásicos, películas más under, menos comerciales, cine de autor, etc. Todos esos eufemismos para decir que un cine es más especial que otro. Según el IEPI (que, de paso, no hace nada por frenar la piratería, que en cine funciona magníficamente por cierto, pero que hizo que las tiendas de música desaparecieran en este país y la gente se limitase a escuchar las selecciones pobres y de pésima calidad que ofrece el vendedor ambulante en la calle), decía, según el Instituto Ecuatoriano de Propiedad Intelectual, el porcentaje en el mercado de piratería en Ecuador es del 90% y va en ascenso. Sólo nos gana Bolivia con el 98%.

Hoy el cine en sala se ha convertido en un acto especial, un plan exclusivo, un show de fin de semana. Es poca la gente que cotidianiza la asistencia a una sala de cine; lo que está cotidianizado es el ver cinco películas de corrido cada fin de semana. No hay límite, la piratería te permite demarcar el nuevo espacio cinematográfico de la experiencia externa. Éste se vuelve tan íntimo y por lo mismo, menos “espectacular”, que por ese motivo llega a perder cierto brillo. No hay nada mejor que la pantalla gigante para una gran película. El problema, en mi caso, es el apuro, la urgencia inútil y la poca paciencia para esperar a que venga el filme. Si la película es antigua o es un tipo de cine que de seguro no vendrá a nuestro país, pues no queda otra alternativa. De hecho, muchas películas que he visto en pirata, nunca estuvieron en cartelera. En cuanto a comprar copias originales, pues sería impensable en nuestro medio, nadie lo hace, casi no existe la oferta y por último, son de ocho a quince veces más caras.

De tal manera, la semana pasada estuve buscando The Wrestler, la última película de Darren Aronofsky (Pi, Requiem for a dream, The Fountain). Estaba agotada en varias tiendas. En una de ellas, mientras le preguntaba a la vendedora, un extranjero con pinta de europeo compraba cd’s piratas de música folklórica. “¿Estás buscando The Wrestler? Es una buena película, yo ya me la vi”. Se dirigió a mí con un acento poco marcado, hablaba bien el español, lo cual en ese instante yo interpreté como: lleva tiempo en Latinoamérica, está acostumbrado a nuestras mañas o simplemente le gusta esta anarquía organizada que desbarata el copyright y los derechos de autor. No pude evitar sentir vergüenza propia y ajena, porque quizás para él comprar copias ilegales de películas en una tienda legalmente constituida, en pleno sector comercial, en las narices de la autoridad, debe ser una experiencia surreal y exótica.

Luego, entendí que era un novato -al menos en nuestras tierras- en la compra de piratería. Por eso no pude evitar percibir cierto nerviosismo y culpa de su parte, quizás por eso me habló para tranquilizar su conciencia. Minutos después, cuando vio que yo le pedía a la dependienta que me probara otra película que iba a comprar, él dijo con un suspiro: “Ahhh… hay que probarlas primero”. Yo le dije: sí, contendiendo en esa respuesta toda la desconfianza social que cargamos, de la que él acababa de enterarse. Salí del lugar y el hombre sólo sonreía llevando en sus manos cuatro discos desteñidos sin arte, en los que figuraban únicamente los nombres de esos grupos que ya olvidé. Días después encontré la película en Cumbayá, mientras una señora colombiana me preguntaba insistentemente cuál era la traducción de My Blueberry nights de Wong Kar Wai. No supe decirle. El vendedor no entendía de qué se trataba, ellos nunca saben lo que tienen. Aunque escudriñando se encuentran verdaderas joyas, ellos, los vendedores, siempre le responderán con un no sé, no creo…

Por supuesto, éste tenía “El luchador” y sabía de ella porque es estreno. La sacó del mostrador inmediatamente. La vi el domingo y a continuación las apreciaciones obtenidas desde mis almohadas y cobijas. Una pena que no esté en cartelera.

The Wrestler o el cine perfecto




Rubio oxigenado, cara abollada, liftings, rellenos de colágeno y botox por todas partes. A Mickey Rourke le cuesta mover los músculos de la cara, eso se nota. Pero su sola potencia actoral minimiza hasta anular los efectos de ese rostro momificado que luce en la actualidad. Muchos respetan a esta película por un único motivo: “el regreso” triunfal de Rourke. Yo también coincido en este punto pero, The Wrestler es mucho más que uno de los castings más perfectos en la historia del cine. Sí, estrella en decadencia. Sí, tipo que se ha construido una imagen pujante de “border”. Ese atractivo del que juega con su vida hasta el último minuto. Nada más textual para este filme en el que un luchador gloria de los ochentas (como Rourke) que muestra un desgaste evidente y patético (como la cara y cuerpo del mismo actor), y que sin embargo sigue dando show por plata, por supervivencia y por no dejar morir al personaje que se construyó. Aquel en el que terminó convirtiéndose. Como todo de lo que se uno se disfraza durante mucho tiempo.

Rourke cuando era bello, mmm...


Se dice que Aronofsky quería a Rourke, aunque el primero en la lista era Nicolas Cage. Sinceramente, qué bueno que Cage se retiró, porque si no, The Wrestler me habría sabido demasiado a una melosa película de acción con sentimiento. No me imagino a otro mejor que Rourke para el papel. Estaba hecho a su medida. El tipo consigue realmente meterle alma a The Ram, el luchador en ocaso al que interpreta.

No he comulgado mucho con el cine de Aronofsky, de hecho, a su anterior filme (The Fountain) lo encuentro terrible, empalagoso y hasta ridículo. Creo que es el peor. Réquiem for a dream, es una película sobredimensionada que sacó provecho de la ola que generó Trainspotting, de Danny Boyle (que, por cierto, se jaló con Slum Dog Millionaire). Igualmente la encuentro indigesta y parásito de estéticas post-modernas que le quedan flojas. Personalmente pienso que su mejor obra hasta antes de El Luchador, sería Pi, su primera película.

Hoy creo que, con este nuevo filme, Aronofsky ha dado en el clavo. Por fin entendió que los excesos en el tipo de cine que quería hacer, estaban empantanado la trama y volviendo cursis a sus películas. The Wrestler tiene sus momentos emotivos bien trabajados y cuidados, medidos a cuentagotas. Nada está demás en este filme. Todo cae en el lugar preciso, su narrativa es verdaderamente impecable. De hecho, se trata de una historia tan simple que se la puede resumir en un párrafo. Estamos frente a una refrescante estructura narrativa clásica, aristotélica, de personajes sólidos en una historia lineal sin cabos sueltos, resuelta con destreza y encanto.

Me atrevería a decir que es una gran película, perfecta y precisa. Su perfección radica justamente en la intención de desarrollar una historia desnuda dentro de un contexto básico pero sólido, que resulta muy llamativo y seductor. La precisión halla su origen en un guión puntillosamente elaborado a partir de una historia redonda, sin esquinas ni vueltas inútiles.

No obstante, pese a esta aparente planificación esquemática, The Wrestler no se convierte en un producto frío y lógico. Hay mucha visceralidad en su forma, sobre todo, aunque ésta no redunda en lo sucio ni nada por el estilo. El hecho en sí de la lucha trae consigo una estética propia que es respetada por Aronofsky, lo cual dota al filme de un lustre especial. Igualmente, la banda sonora de una sutilidad no aparente, es una exquisitez que dota de espesor a la trama: un heavy metal ochentero del cual no se abusa, sino que con él se consigue dibujar un universo propio a través de localizar en el espacio y el momento adecuado música de Ratt y Guns’n Roses.

Lo último que puedo decir es que Rourke se roba la pantalla. Ver The Wrestler es casi como estarlo tocando. Lástima que ya no tenga la belleza y sensualidad que tenía en los ochentas. Últimamente, los papeles que le calzan son aquellos de seres medio desgajados, como en el que interpretó en Spun de Jonas Akerlund (2007), la última película en la que lo vi actuar. Su papel era The Cook, que como su nombre lo indica, era el cocinero de crack y metanfetamina de un círculo de junkies y drug dealers. Vestía jeans, botas de víbora y sombrero vaquero…

lunes, marzo 23, 2009

La literatura y las oportunidades (o no saber qué poner de título)

Imagen tomada de fundaciónlafuente.com


Recuerdo las palabras del escritor Juan Carlos Cucalón, una vez que lo entrevisté en un café escondido en la Zona, bastante agradable. Era lunes o martes y hacía frío. Yo tomé un té y él un café con un bolón de verde. Debía escribir una nota sobre un premio literario que él había ganado. Hice las peguntas de rigor y estuve bastante interesada en lo que me decía. Otras veces, con otra gente, confieso, no lo estaba, por eso es importante subrayarlo. Juan Carlos me hablaba de los seres marginales, de las historias paralelas y cronológicas que habitaban sus cuentos. Luego me mandó por correo electrónico su manuscrito y leí un par de historias. Pero con esa memoria esquiva que me persigue, olvidé que tenía el texto y no lo recordé sino hasta hoy. Esa mañana en el café, Juan Carlos me daba una biografía condensada de su vida, me relataba pedazos de sus viajes por Centroamérica y Japón, y de cómo la vida le había llevado a donde estaba ahora. No era nada del otro mundo, visto desde el mundo literario en el que hay muchos escritores nómadas, expatriados, exiliados o autoexiliados, o simples viajeros. No lo era, pero al menos se trataba de un mapa de vida consistente. Y mucha literatura de por medio. No olvidaré las palabras de Juan Carlos, que las pronunció con tanta convicción y asombro: “simplemente la vida me ha mostrado muchas oportunidades y yo las he tomado todas”.

Esas palabras me acompañaron un par de horas, recorrieron algunas fosas de mi cuerpo y mi entendimiento, y luego dormitaron en un sueño vegetativo y viral. Hoy regresan a mí, luego de un fin de semana de reflexión, letras, música, cine y conversaciones con amigas. Sí, una reunión poco frecuente con el desarticulado grupo de amigas del que hablé en un post anterior. Un fin de semana de hiper-historias, más soledad por eliminación y por “qué más da”. Yo, entonces, he distinguido el instante paralelo de la vida como un desfase emocional e intelectual. No tomar las oportunidades ¿ocasiona ese desfase? ¿Cómo reconocer las oportunidades? Es algo difícil de determinar. No todos vivimos en la vida-concurso. En la puerta tres, gana, en la dos, pierde, y en la uno, también gana. A veces no hay puertas. Otras, sí, llegamos tarde a todo, como diría Ceratti. Si la vida se trata de posibilidades, azarosas o no, éstas deberían ser en principio, infinitas… También está el caso de la literatura. ¿Tomarlo todo? ¿Leerlo todo? ¿Qué leer?

Han sido meses de relecturas, en mayor o menor medida. Hoy, luego de los diez años de los Detectives Salvajes de Bolaño, ¿quedan historias por contarse? Las contadas ¿eran verdaderamente importantes? Pienso en el personaje amigo de Watanabe (Tokio Blues de Haruki Murakami) que decía que él prefería leer un libro luego de treinta años de haber fallecido su autor. Sólo así merecería la pena leerlo, si en verdad fue validado por el tiempo. Watanabe prefería, por su parte, leer lo nuevo, lo contemporáneo y casi en boga occidental. Conozco a mucha gente como Watanabe. Yo, por el contrario, durante muchos años tendía hacia lo otro. Leer obras avaladas por el tiempo y la maceración intelectual. Mi padre también cree que leer novelas ligeras que cuentan “nada” es perder el tiempo. Él lee obsesivamente, insomne como yo, pero busca el supuesto condumio en la literatura. Y lo busca con la garantía de la historia o la política. Por eso, los únicos libros que me ha “remado” son por ejemplo De Miércoles y Estiércoles, de Diego Cornejo, Abril Rojo y la Cuarta Espada, de Santiago Roncagliolo y Soy el que Pude, del Pájaro Febres Cordero (de los que me acuerdo ahora).

Desde hace algunos años ya, leo literatura contemporánea, aunque de alguna manera siempre lo hice. Encontré tanta correspondencia con lo de ahora en los greco-latinos, y hoy me pesa haberlos abandonado por lecturas sin derrotero más que ser los best-sellers de la literatura respetada mundialmente. Un Tokio Blues es ejemplo de ello. Murakami era muy famoso en Japón desde los setentas y acá fue un escritor en boom, gracias a esta novela ligera, simple, bella y precisa. Con esa precisión de conocerse, de entender una época desde el alejamiento temporal. Casi como la misma literatura que propone el amigo de Watanabe. La pregunta es ¿la literatura debe tener algún tipo de validación, más allá de las ventas, del tiempo o su permanencia? ¿Se la puede medir desde la pertinencia? No lo creo. Aunque a veces, impulsos viscerales y hasta intelectuales nos pidan algo incomprensible, algo que no existe. Entender el para qué. Y es que no hay sentido alguno en la experiencia misma de la literatura, de la escritura o la lectura. Desde una lógica desnuda, no sirve para nada. Es un divertimento, un pasatiempo, un intento de materializar el pensamiento y las ideas (como lo es la filosofía). La literatura es el reflejo de ese bien preciado tan esquivo que es el mecanismo de articulación de la vida. La literatura es una verdad. Los libros, los cuentos, las novelas, contienen una verdad en cada página. Es el descubrimiento de esa articulación, de esa fórmula, de esa mezcla extraña que es la vida lo que nos maravilla cuando leemos una gran novela. Porque en la cotidianidad nada calza tan perfecto, nada es infalible ni tiene un sentido determinado. Mientras que en una novela, hasta dentro del error y el fracaso, hay una lógica infalible. Hay una explicación del mundo, de las ideas, de las pasiones. En las manos del escritor la sinrazón de la existencia deja de serlo, al ser sobreexpuesta, al llevar la mimesis de la vida a otro nivel. A uno más puro y delineado. La literatura es un exorcismo a la vida. Nada más.

Por eso quizás, y articulándolo con las palabras de Juan Carlos, es que he decidido leer todo libro que llegue a mis manos manera de obsequio, aunque ya lo haya leído previamente. Uno, porque hay vida ahí adentro y el objeto-libro debe vivir para siempre. La única manera de conseguirlo es leyéndolo o releyéndolo, si cabe. Y dos, porque sí, de las oportunidades hay que tomarlas todas. Casi como un sí a todo. Total, qué más hay si no.

Toda la escritura de este texto estuvo acompañada por la música de Stereo Total, cuyas melodías y letras son como una especie de juego de niños con cierta extrañeza a veces un poco perversa. Un poco de electro-clash y electrónica. Una inocencia por decisión sabe un poco amarga pero tiene su encanto. Dos álbumes: Musique Automatique y Do the Bambi.

viernes, marzo 20, 2009

Oh la bruma que nos abruma

Imagen tomada de El Mercurio (Lo que se ve no es humo, es la bruma que nos abruma)


Ayer un niño, en medio del humo, la bruma y la confusión, buscaba a su madre. Él jugaba en su cuarto, su madre en la sala. Oyó un estampido, quiso salir de su habitación y sólo vio llamas. Luego llegó un bombero y lo sacó. Un canal de tv mostró las imágenes de su cara velada por un efecto digital, pero su voz fresca y escolar era desconcertante. Él no sabía aún que su madre había muerto y respondía ante las preguntas de la reportera con soltura y sin angustia evidente. “Mi madre se llama Elena Reascos, estaba adentro y ahora no la encuentro”. Acto seguido, el noticiero informaba que Elena Reascos era una de las víctimas mortales del accidente. Unos canales decían que sí, otros que no. Hoy en todos los diarios constaba ese nombre en sus diferentes variantes, producto del apuro por cerrar páginas y ofrecer información confirmada.

Este día, camino a almorzar con un amigo, compré el Últimas Noticias, en cuya portada aparecía el edificio en llamas y el gran titular en letras rojas: ¡Qué infierno! Adentro, las fotos de los dos edificios afectados por el choque de una avioneta de la Fuerza Aérea. Había también una foto de un niño tapado con una cobija, siendo cargado por un policía, que en su cara revelaba un espanto controlado. Yo quise imaginar que ese niño es el que perdió su madre, quizás. Nada me había estremecido más ayer, ni los gritos y llantos de la gente suplicando por que les dejasen llegar al edificio Linda Vista para ver a sus parientes, ni la idea misma de la tragedia llegando a tu comedor sin aviso. Ni el saber que fallecieron siete personas y que estaban totalmente carbonizadas e irreconocibles. Nada me impactó más que saber que aquel niño confundido y con un temple que solo la infancia puede darte, había perdido a su madre. Pero no por el acto en sí, sino por el cómo se reconstruyó irresponsablemente el hecho: Mientras en una ambulancia este niño se amparaba en el poder de los adultos, con la esperanza de encontrarla, las cámaras captaban ese instante de fe. El mismo que con la omnipotencia de los mass media era desbaratado en medio segundo, al yuxtaponer la siguiente imagen incongruente con el texto que leía el reportero: el de la madre fallecida. No hubo respiro. En un segundo nos enteramos del vacío y de la muerte, sin opción alguna.

Luego, cayó una lluvia empapadora, me protegí con el periódico, encontré a mi amigo. Le señalé la foto de la portada y me confesó que no había visto ninguna imagen del accidente. Su comentario desdeñoso fue seguido de otro más agrio. “No entiendo porqué ahora la gente se conmueve tanto y hacen de esto una tragedia nacional. ¿Tres días de luto? Todos los días mueren niños en los hospitales y a nadie le importa”. Su respuesta de ogro urbano tenía su lógica. Las muertes privadas importan tan poco como las de los perros en las calles. Es cierto. A menos que estemos cerca, sus ondas fúnebres no nos topan. Dentro de esta insensibilización natural y lógica, lo único que gobierna nuestras sensibilidades fuera del espacio íntimo es el hecho mediatizado. Siempre la tragedia será de alto impacto. Pero, ¿si la tragedia privada no tiene por qué importarnos, por qué la pública sí?

Porque, como diría el señor vicealcalde mientras visitaba el sitio del accidente, “ésta es una prueba irrefutable de que el nuevo aeropuerto de Quito debe construirse”. Y así, antes de que los corifeos de esta tragedia canten su final, tenemos moraleja y todo, y un gran sentimiento politizado de que, “todo lo que ocurre para mal, ocurre para bien”. Cerrándose, una vez más el inevitable círculo de la tragedia occidentalizada, cristianizada, apostolizada y romana: el sufrimiento y la punición para alcanzar la salvación. Esta tragedia, entonces, (como las tres anteriores en el mismo sector) no son más que un castigo a nuestra testarudez de tener un aeropuerto en medio de la ciudad. Una ciudad que creció sin querer queriendo, cuyo aeropuerto quedó comido por la urbe en pocos años. “Pero si al principio era periférico”. Claro que lo era. Una vez más me pregunto ¿Planificación Urbana es un extranjerismo? En fin, nuestra testarudez, como decía, ha hecho que nos neguemos a la construcción de un bonito y sobrepreciado nuevo aeropuerto, en una zona, eso sí, lejana de la urbe, en la que maravillosamente su paisaje hace magia todos los días. Desaparece. Sí, se esfuma literalmente de nuestra vista gracias a una espesa bruma que lo cubre. La misma bruma que fue la causante de este nuevo accidente ayer…

Si alguien puede aterrizar un avión así, es un iluminado.

miércoles, marzo 18, 2009

El cine desnudo



“Odio los disfraces en el cine”

La actuación es una máscara, ya lo sabemos. El cine, una puesta en escena, entre otras cosas. Muchos han tratado de quitarle la máscara al cine. Una de las maneras ha sido la creación de nuevos códigos estructurales, estéticos y narrativos como la nouvelle vague, el cinéma vérité, el neorrealismo italiano o el dogma 95. Todos buscaron, en formas diferentes y similares, acercarse a la desnudez de lo cinematográfico al irse en contra de los cánones hegemónicos de la narrativa del cine. Muchos, a través de aproximarse lo más posible a la realidad, otros, mediante la deconstrucción de la dialéctica audiovisual reinante. El irse en contra de las reglas y encontrar nuevas relaciones entre los elementos creó, a su vez, nuevos esquemas en un principio “experimentales”, que no obstante sirvieron de marca registrada de un proceso de creación. Finalmente el cine ha ido reinventándose a sí mismo, rescatando recursos clásicos e innovando en técnicas, estéticas y narrativas. Lo que hoy conocemos como cine comercial, a simple vista no tiene nada que ver con aquel de los cincuentas, setentas u ochentas, pero procede de una raíz común, desde un procedimiento que he llamado vampirismo: tomar lo que nos sirve de algo hasta exprimirlo y desechar el resto.

El cine de hoy hay bebido del condumio de los grandes moldes y modelos históricos, pero también ha sabido cometer parricidio. Ha explotado las fórmulas hasta el cansancio, sólo para crear otras invirtiendo los ya instaurados gustos, deseos y necesidades del público. Hoy el dominio de lo comercial rompe con las estructuras de ese cine “reflejo de la realidad”, más allá de las temáticas, en la concepción misma del producto final: las tecnologías han acelerado los tiempos -sin duda- el ritmo cinematográfico está en directa dependencia de la forma, la misma que atraviesa totalmente la narrativa. La edición es una herramienta de inflado. La realidad en el cine no va más. Hay un efectismo presente de distintas maneras. Una espectacularización del discurso cinematográfico. El cine es una hiperrealidad, siempre lo fue, pero hoy se evidencia como una constante en la que una de las características es el juego de tiempos, las elipsis, los fuera de cámara. No sólo Hollywood hace mano de estos recursos, lo que pasa es que son más evidentes en el cine comercial. Incluso las actuaciones se han pulido de tal manera que el actor es un ritmólogo, y cualquier expresión actoral fuera de ese tono necesario para sostener ese ritmo dramático dependiente de una estética, está por demás. Ahora se busca generar un estado de sentimientos inducidos –sí, el cine siempre lo hizo- pero con ritmo propio. Antes, la cadencia era desordenada y poco gobernada. Y con ese antes me refiero justamente a las producciones anteriores a las propuestas como el cinéma vérité, que también surgieron como alternativa para salirse del acartonamiento de las actuaciones hasta los años cincuenta.

No obstante, seguimos hablando de los patrones dominantes. Generalmente se ha categorizado a cualquier otro cine no comercial hollywoodense como su inmediato opuesto, incluido el cine europeo o latinoamericano, aunque en realidad no ha sido así, ya que a través de la historia estos cines han obedecido también a fórmulas dominantes. Para muestra la época de oro del cine mexicano, que fue rota a palazos por Buñuel (Los Olvidados, por ejemplo, fue considerada una “distorsión” de ese cine mexicano). Luego vendrían otros como Ripstein, y bueno, una vuelta también a las fórmulas comerciales con chispas de genialidades como el trío Cuarón, del Toro e Iñárritu, quienes no se han salido de los cánones, nada más han sacado provecho de maneras, estéticas y temáticas con el suficiente brillo y la suficiente creatividad, en algunos casos. No obstante, ni ellos, ni la voz de la crítica cinematográfica no oficial los consideran cine mexicano. Entonces, esta vuelta ha sido en vano.

Sin embargo, cabe regresar a la propuesta de este post: la desnudez del cine, o la intención, o la necesidad de la misma. Si hablamos de esa necesidad de apego a la realidad que surge en los cincuentas y tiene su apogeo con cineastas como John Cassavettes en los E.U por un lado, y por otro, el grupo surgido de les Cahiers du Cinémá, entre ellos Éric Rohmer, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol y François Truffaut, hay que hablar infaltablemente de un recurso usado en mayor o menor medida: la actuación natural. Una de las formas de romper esa barrera elevada y áurica ha sido “bajando” al cine a la realidad, a través de un recurso de honestidad –como muchos cineastas lo han creído-. El actor natural es aquel que nunca ha pasado por escuela de actuación y que jamás ha hecho cine. El actor natural se representa a sí mismo por lo que, pese a que la película sigue siendo una ilusión pues es construida, hay un vestigio de realidad irrefutable. De ahí también la pretensión de lo documental –como estética, técnica o recurso dramático- dentro de la ficción. Aquí tampoco podemos olvidarnos del Neorrealismo italiano, uno de los estandartes de la actuación natural.

Un caso particular

Para el cineasta mexicano Carlos Reygadas (Japón, Batalla en el Cielo, Luz Silenciosa), el usar actores naturales implica quitarles el disfraz a los personajes. Y dice odiar los disfraces en el cine. Él cree que el potencial de verdad (no de veracidad o verosimilitud) es muchísimo más grande al usar gente sin experiencia actoral que se representa a sí misma. Y ese potencial de verdad genera a su vez un aurea de brillantez alrededor del personaje, cuando éste es bien manejado. En ese sentido recuerdo los personajes de los filmes del argentino Carlos Sorín, entrañables y puros, gente común y corriente, a quienes Sorín les ha extraído el espíritu para ponerlo en celuloide. El poder de saber y sentir a alguien que representa a la vida sin filtros, es inmenso. Por eso, los filmes de Reygadas dicen algo que otros de similar factura o sentido no lo logran. Muchos lo acusan de “cineasta de la nada”, de pretencioso y hasta europeizado, pero en ese caso surge un: ¿y por qué no? Contrario a lo que se puede pensar, debido a esa estética suya preciosista a veces, de planos largos, eternos, contemplativos, su cine no es un cine intelectual, más bien él lo describe como un cine emotivo que parte de sensaciones e intuiciones. Incluso, el nombre de su último filme, Luz Silenciosa, surgió de un estado emocional. Reygadas es un purista de las historias. Él desnuda de contextos sus tramas y las lleva a la expresión más mínima, al sentimiento y la expresión básica. Por eso, en Luz Silenciosa (2007), quiso borrar los arquetipos contextualizados en determinadas sociedades, y para ello buscó a su vez un contexto social primario: una comunidad de menonitas en el norte de México. Los menonitas son un grupo practicante anabautista (que son bautizados en la adultez por decisión) surgido en Suiza, Alemania y Holanda el S.XVI, con la segunda escisión de la Iglesia cristiana (católicos y protestantes). Hoy están distribuidos por varios países del mundo y llevan una vida apegada a la religión, sencilla, anacrónica y campesina.

Reygadas desnudó la trama usando menonitas reales, a quienes dirigió espectacularmente. Él reconoce haber encontrado una fuerza en la apariencia física de esta gente que revela un potencial interno, ese condumio de fuerza y espíritu que buscaba imprimir a sus personajes. Para el cineasta, esta gente se dibuja a sí misma con tanta densidad –un volumen físico- que se traduce en una sensación de llenura, de absoluto, de vida de verdad. No títeres, no máscaras, no disfraces.

Reygadas también desnuda el melodrama, hace uso de él pero lo deslinda de manierismos, amaneramientos y cursilerías. No induce a despertar emociones falsas. Su estética basada en el principio físico de la espiritualidad (esta estética que consigue ser metafísica a través de lo físico) lleva al espectador a experimentar sensaciones ligadas exclusivamente a la dimensión cinematográfica. Es decir, a esa hiperrealidad, lo cual no deja de ser una paradoja que no lo es a la vez. Si bien la desnudez y recuperación del principio purista del melodrama no induce ni obliga al espectador a explotar sensibilidades básicas, sí busca despertar digámoslo así “sensaciones” originales, sin filtro. Lo cual, es prácticamente imposible porque el cine siempre será filtro. He ahí la paradoja. Por otro lado, al aceptar la honestidad dramática como un recurso cinematográfico, pasaríamos a otro nivel, olvidándonos del filtro. Ahí desaparece entonces la paradoja.

“Para mí es de la realidad un 99.9%, y ni siquiera diría que el tema es la realidad y la forma cinematográfica, sino qué tanto el tema es realidad, como la forma no es cinematográfica. Cuando pienso en la forma no pienso en otras películas. Y es lo que siempre me dicen: "es obvio que quieres romper el lenguaje del cine mexicano" o cosas así, que digo: "¿de dónde sacan eso?" Jamás he querido romper ningún lenguaje. De hecho ni me interesan los otros lenguajes tanto como para quererlos romper, sólo cierro los ojos, me imagino la trama, me imagino los lugares que visitan, las anécdotas que ven y con la pura imaginación vas imaginándote como se mueven las cosas, hacia donde van, donde tiene que estar la cámara, como la visualizas. Si está el cuadro adelante pues un traveling hacia él para acercarte. Es una cosa totalmente emocional e intuitiva. Nunca estoy pensando "ahora ya hice un traveling dos veces." Carlos Reygadas (Tomado de Marvin, revista de culto).

Creo que ese es el verdadero cine desnudo, el intuitivo.

lunes, marzo 16, 2009

La belleza de la vida





A mis perritos, que me dan tantos momentos de felicidad y paz.

domingo, marzo 15, 2009

Verde por fuera, roja por dentro



Hoy he visto una sandía y he sido incapaz de comerla. Hoy me desperté cinco veces en la madrugada, soñé que compraba un nuevo pantalón, que era bonito y barato pero no me calzaba. Sé que en cada ruptura de estado, empezaba un nuevo sueño y uno de ellos fue triste. Eso lo sé pero no lo recuerdo. Hoy regresé otra vez a la cocina, volví a ver a la sandía y no quise diseccionarla. Era tan perfecta y verde, y yo tan amoratada y despeinada.


Hoy me puse a ver una película cursi, casi lloré con ella y me dieron las doce del día, cuando apareció él, me sonrió, me miró con cariño y me dijo: ¿Quieres un poco de sandía? La fruta que yo no me atreví a comer aparecía cercenada en sus brazos, mientras la cuchara cavaba su pulpa roja, medio descolorida, una y otra vez. “No está tan buena”. Yo miré la sandía y tuve ganas de llorar. Su redondez ovalada, su perfección inviolable, el absolutismo de su forma. “Está desabrida, le falta dulce”. Me metió un par de cucharadas en la boca, escupí las pepas, casi lágrimas petrificadas. Yo también iba a comer la sandía hoy en la mañana, pero me dio pereza. “Lo sabía, porque eres una vaga”. No lo soy, sólo soy abúlica. Sonrisa de medio lado. Beso. Pasos.

viernes, marzo 13, 2009

The Funeral (como un gran disco de Arcade Fire)



Ha sido una semana insólita, de reflexiones, conjeturas y un sentimiento de extrañeza alrededor de la muerte de Magnalucius. Conversaciones telefónicas, chateos, diálogos personales, entre muchos amigos y yo, unos más afectados que otros, pero todos consternados. La carta de Andrés nos ha dejado pensando mil y una cosas. Hay una gran lógica en el ejercer la más grande voluntad del ser humano, como Andrés la llama, la de decidir el momento de la muerte propia. Es un tema que amerita mucho discernimiento, pero este post no quiere ser una apuesta filosófica sino más bien una expresión de las reacciones suscitadas y algo más. Sé de gente que está muy triste y deprimida, otros tienen rabia por su decisión inesperada, algunos se sienten mórbidamente atraídos por esta muerte teatral. No hay indiferentes.

Muchos nos hemos cuestionado lo importante que llega a ser la muerte de un amigo en la vida de uno. Para alguna gente ha sido un despertar de conciencia de lo inseguro y fugaz de la vida. “Hay que verse más, hablarse, preguntarse si se está bien, nunca sabemos lo que estará pasando en verdad el otro”. Mi amiga Edith, luego de enterarse de este episodio, me ha llamado hoy con este sentimiento de culpa, como ella le llama, de estar alejada e indiferente frente a la gente que algún día estuvo cerca. Ella cree que entre nosotros, entre esa gente que de alguna manera u otra, nos conocimos en la facultad, hay un algo que nos atraviesa a todos. “Somos raros, incluida yo”, me dice. Ella piensa que, a pesar de vernos muy poco –a veces han pasado años sin reencontrarnos- estamos conectados por algo que llama “sensibilidad”. Pero hoy pienso que esa característica es patrimonio del ser humano, quien quiera que fuere. No obstante, lo que se dio quizás entre ese grupo de amigos-amigas, que nunca fue grupo -incluso cuando estábamos en la facultad, nunca salíamos juntos entre todos- fue una conjunción de marginalidades. No peyorativamente hablando, simplemente, cada cual a su manera –a veces similar, a veces distinta- se encontraba en el borde de algo. Y quizás aún nos encontremos ahí.

No puedo dejar de pensar en todos los suicidas de la facultad, los “locos” rondando por los pasillos, los raros que sin querer nos dimos cita en la más fantasiosa de las carreras: la literatura. Aunque para amainar los estragos de los pensadores flotantes se la fusionó con Comunicación y, de paso, conseguir más estudiantes en aquella fauna de “otra cosa”. Los “otra cosa” éramos bastantes y tendíamos a ser algo ermitaños. Algunos tenían grupos más afines, otros compartían su unidad en medio de la diversidad (frase en boga), ya que al lado de los “otra cosa” estaban también los ni chicha ni limonada de los ni chicha ni limonada: estudiantes venidos de pequeños pueblos de provincia, seminaristas y algún otro inclasificable. También estaban “las reinitas”, aquellas que incluso fueron soberanas de Quito, Ambato, Ibarra, y que buscaban estudiar la carrera que las autentificaría frente a las pantallas: Comunicación Social. Era, ante todo, un estéril conjunto de extremos. Nada tenía que ver con nada y se sentía una clara incomodidad e incompatibilidad al momento de compartir espacios.

En esos corredores transitaban seres excéntricos, otros sombríos y más de uno con verdaderas afectaciones siquiátricas. Había un esquizofrénico comprobado que tenía un tumor cerebral. Él perseguía a las chicas y a veces incluso, golpeaba a la gente o la insultaba. Había otro, que caminaba encorvado y que una vez llamó a mi casa a gritar mi nombre –a mi madre se le pusieron los pelos de punta-. Él, de fuente fidedigna, cuando era niño y con suficiente conciencia como para acordarse, vivió junto al cadáver de su abuela durante una semana, pues sus padres se habían ido de vacaciones y la abuela había muerto mientras lo cuidaba, sin que nadie se enterara en varios días. Dicen que eso le había dejado “colgado”. Había otro que proclamaba realizar ritos de magia y ocultismo; andaba haciendo amuletos y lanzando bolsitas misteriosas en los pasillos y ascensores. Él era hijo de un profesor y odiaba a la humanidad. También perseguía chicas y un día, cuentan, tuvo un ataque a lo Ned Flanders en ese capítulo de los Simpsons en el que insulta uno a uno, a todo Springfield. Hizo lo propio en su aula, y fue insultando y lanzando con estertores, “las verdades” a cada uno. Famoso fue el caso también de otro estudiante que había llevado un arma con la que iba supuestamente a matar a otro. Fue un incidente algo confuso y velado por las autoridades, pero en el que incluso hubo hasta persecución y forcejeo. Luego, llegó el primer suicida. Esto fue al poco tiempo de ingresar a la Universidad. El Cachivache era su nombre ya de pila. Era un ser histriónico y bufonesco que caminaba por la vida con un brazo de muñeca y saludaba a la gente con el mismo. Era poeta, medio borracho pero bastante apreciado por sus amigos. Vivía dentro de otra lógica y en una dimensión ficticia. Un día se disparó la cabeza y según cuentan, algunos pensaron que fingió otra vez su muerte. Una vez ya había corrido del rumor de su fallecimiento, el cual resultó falso. Esta vez no le falseó la mano y se fue con sus versos a otro lugar.

El segundo suicida fue un profesor que yo no conocí porque nunca recibí clases con él. Pese a estar en el mismo lugar, mis recuerdos de él son vagos. Para mí, extrañamente, siempre fue como invisible. Dicen que andaba con una chaqueta de cuero, que era ermitaño y algo apagado. Su nombre era Henry Klein, profesor de literatura, creo que también era poeta o narrador. Un ser algo atormentado. Vivió y murió solo, en su casa, no recuerdo si ahorcado o con un disparo en la cabeza. Dicen que no tenía amigos ni familia, me parece que era extranjero. Por ahí hubo otra muerte en circunstancias al parecer accidentales, que algunos a veces mal piensan que fue un suicidio. Era otro poeta estudiante que supuestamente había muerto en Bolivia por una gastritis (me imagino que ulcerativa) o una peritonitis.

Todos pasantes, transeúntes. Quizás más historias olvidadas en las aulas, escritas en los pupitres. Sí, había siempre mensajes tallados o escritos en las mesas. Cadáveres exquisitos, continuaciones de relatos y qué se yo. Encontré varios para mí, pero ese es otro tema. Las clases terminaron y de esas amistades esquivas me quedó un contacto aislado con alguna gente. Nunca tuve un grupo de amigos, aunque a veces funcionaba el grupo de los “sin grupo”. Me llevaba con una y otra gente, y no articulaba nunca una verdadera camaradería grupal. Pero este no fue únicamente mi caso. A mucha gente le pasó esto, y de hecho, de esas amistades individuales nació un seudo-grupo, años después, que es del que habla mi amiga Edith cuando dice: tenemos que vernos, conversar, estar en contacto. Lo curioso es que, mientras estudiábamos, nos llevábamos entre sí pero por separado. Hoy nos vemos poco, a veces de coincidencia y ese sentimiento de culpa del que habla mi amiga, se manifiesta siempre en planes que nunca se concretan.

Por eso, como dice Santiago, ese poeta-hippie-etéreo de las calles: las cosas hay que decírselas en vida. Hoy lo he visto en la calle, me ha detenido como siempre y me ha dicho: te hago un regalo. Y me ha obsequiado un par de ojos en alpaca, que los hizo ese rato frente a una decena de adolescentes a los que les vendía alguna chuchería hecha por él. Mientras elaboraba mis adornitos, les hablaba de mí a los chicos y les decía: ella va a ser la invitada de honor a mi funeral. ¿Y si yo muero primero? Entonces yo seré el invitado de honor…
Un plus: el video de la última actuación de Magnalucius, en Flasoma Perú 2009... es estremecedor...

jueves, marzo 12, 2009

Nada somos y en nada nos convertiremos

Miguel, el hermano de Andrés Castro (Magnalucius) ha decidido hacer pública una de sus cartas, para que entendamos los motivos de su muerte. Aquí el link:

http://borntoperform-miguel.blogspot.com/

miércoles, marzo 11, 2009

Del bolsillo de un payaso



Ayer que visitaba a la editora de la revista en la que trabajo, he leído con más susto que asombro, las propuestas de tres candidatos a la presidencia, recién saliditas del horno. Fueron enviadas por los mismos candidatos o sus relacionadores públicos, ante la solicitud de la revista. Alvarito, Lucio y Martha Roldós. De los dos primeros, la verdad, entre demagogia, ideas descabelladas y otras no tan descabelladas, no me llamó la atención nada en particular, salvo la propuesta de abolir el impuesto a la renta, por parte de Avarito. Lo que nos causó pesar y congestión mental fue el “plan” de Martha Roldós, de quien –sinceramente- nos esperábamos algo mejor.
A continuación reproduzco el plan político y el plan social, literalmente, que debe ser de dominio público. Así fue enviado por la candidata.

Plan político
Fiscalización a los 28 años de traición a la democracia y de saqueo de los fondos públicos.
Investigación de la negociación petrolera, telefónica, concesiones eléctricas y toda la obra pública adjudicada por el régimen de Rafael Correa.
Orden de arraigo para las autoridades del régimen de Correa implicadas en casos de corrupción.

Plan social
Los recursos del petróleo nacionalizado serán invertidos en proyectos de vivienda masiva a cargo de los Municipios y las redes viales serán ejecutadas por los Consejos Provinciales.
Los profesionales recién graduados de las universidades tendrán un año de trabajo en proyectos productivos, remunerados por el Estado con el costo de la canasta básica.
Con el dinero del petróleo nacionalizado, se garantizará a los gobiernos locales de Quito y Guayaquil una solución definitiva a la crisis del transporte público, financiando la construcción del metro u otras alternativas.


Yo me pregunto ¿Qué es esto? ¿Qué clase de chiste ligero es? No puedo creer que un plan político se limite a la persecución de los “errores” u horrores del régimen anterior. ¿De qué estamos hablando? Señora Roldós, aclárenos por qué en su plan político no se articula ni se desarrolla profunda y esquemáticamente el rumbo verdaderamente político que tomaría este país, de darse el caso de que usted asumiera la presidencia. ¿Vamos a vivir en el Sumak Kawsay?, ¿vamos a hacer de la vista gorda a la nueva constituyente y no le vamos a parar bola a la economía solidaria? ¿Vamos a fortalecer ese concepto o vamos a volver a la economía social de mercado? Por sólo citar una arista de lo que implica el manejo político del país. Aunque también podríamos hablar de política exterior (coyuntura Colombia), políticas regionales, arancelarias, institucionales, integración, reformas del aparato estatal, etc. ¿Dónde está el rigor y la prolijidad de su propuesta?

Del plan social, ni hablar. No hay un verdadero proyecto social en sus propuestas, que más parecen lanzadas al azar, en una lluvia de ideas. ¿Dónde está la investigación profunda de los requerimientos de la población, de la construcción del país? Dónde quedan los grandes temas como educación, salud, trabajo, calidad de vida, cultura, desarrollo social real… Si se ha dado el gran paso, hay que fajarse la responsabilidad y actuar a la altura. Aún no puedo creer lo que leo. En efecto, parece salido del bolsillo de un payaso…. con todo el respeto para los señores payasos que lo que hacen es divertirnos. Pero la política no debe ser una diversión.

martes, marzo 10, 2009

El acto final

Magnalucius



Que se ha muerto el mago. ¿Cuál mago? Uno que tú debes conocer. Le llamaron a tu cuñado a contarle que se ha suicidado… debe haber estado deprimido, en silencio… hay que tener cuidado. ¡El mago fosforito! ¡No puede ser! No sé, era un muchacho joven

Lo primero que se me vino a la mente fue el mago Fosforito, viejo, alcohólico, golpeado por la vida. Lo recordé por un retrato que le hicieron en el diario donde trabajaba. Fue el olor más cercano a muerte que pude percibir al asociar las palabras mago y muerte. No dije más y me fui. Mi madre estaba apenada por alguien que ni siquiera conocía, le había visto apenas una vez en el lanzamiento del programa del esposo de mi hermana, al que yo no asistí.

Hoy había olvidado el episodio hasta que, navegando por blogs, me encuentro con un post que decía “Ha muerto el mago”. En el primer párrafo estaba la respuesta. Andrés Castro, el mago, murió tomándose cianuro. Se suicidó. Fue como si me salpicara algo en los ojos. No era el mago Fosforito y yo, por el contrario, me preguntaba: ¡claro! ¿Cómo no se me ocurrió antes?

Inmediatamente llamo a un par de amigos. Hablo con Paola que se sobrecoge al enterarse. Se le hiela la sangre y cree que a otros amigos suyos les caerá peor la noticia. Todos estudiamos en la misma universidad y la misma carrera. Comunicación y Literatura. Andrés estaba uno o dos años más abajo que yo, no lo recuerdo bien. Yo nunca le imaginé un suicida, me sorprende su muerte. Aunque es inútil pretender al suicida siempre como un alardeador. Andrés era un excéntrico, el loco genial de la facultad. Llegaba con gabán, sombrero y bastón. Era un niño con barba. Hablaba como un personaje de alguna obra de teatro bufonesca y muchos dicen que era imposible mantener una conversación hilada con él. A Paola no le extraña su decisión, pensándolo bien. Ella sugiere que Andrés tenía algún problema serio en la cabeza. No lo sabemos. Esteban, a quien llamé luego, me cuenta que él entró a la facultad con las notas más altas. Era el genio del que todos esperaban cosas grandes.

Pero Andrés se decidió por la magia. Él, de lo poco que yo le conocía, era un fanático de la literatura fantástica. Soñaba con Elfos y creo que pertenecía al club Tolkien, mucho antes de que se popularice por las películas. No supe mucho de él al terminar la Universidad. Años después le vi una vez en el periódico y otra en un programa de televisión. Ahora era mago y parece que lo hacía bien. Cuando apareció en la tele, no le sentí muy cómodo. Seguía con su aire de intelectual –fantástico, su barba era más larga, pero algo no calzaba. Su forma de hablar, con una zeteo propio de un acento personal, descuadraba en la escena de perfección mediática, aunque visto desde otro punto, funcionaba como un personaje algo cómico. Si bien parecía una especie de caricatura entre un niño y un hombre, Andrés era un ser de fantasía. Uno que él mismo se había construido y en el que definitivamente terminó convirtiéndose.

No sé más, todos hablan de su inteligencia. Dicen que por momentos era críptico y sólo se entendía con el grupo de los intelectuales de la facultad. Yo no pertenecía a ese grupo, ni a ningún otro, pero les conocía y a veces me reunía con ellos, no sin terminar hostigada de “genialidades”, al igual que los otros grupos me hostigaban de banalidades. En fin, qué importa ahora eso, porque no hay muerto malo y muchos califican a Andrés, o al mago Magnalucius, como una criatura talentosísima. Quién sabe qué le empujó a tomarse veneno. No puedo evitar pensar en Rasputín. La barba, la magia y el cianuro…

Al parecer, Magnalucius estaba empezando a ser reconocido a nivel regional. Recientemente había participado en un concurso de Mentalismo y Close Up, en Lima. Allí, según una página de internet, lo recuerdan como un mago con mucho futuro. En otra parte, dice que Andrés era el mejor cartomago del Ecuador, y de hecho ahora recuerdo que la presentación en tv que vi era con trucos de cartas.

Te tengo una noticia medio al huevo. ¿La muerte de Andrés Castro? Sí, ¿cómo lo sabes? Mi amigo Esteban empezó su relato y yo no lo podía creer. Él trabaja en un diario de la ciudad, y ayer, mientras escribía sobre arte o literatura, alcanzó a leer el titular de una nota que escribía su compañero de al lado. “Él trabaja en policiales y me llamó la atención esa nota sobre la muerte de un mago”. Esteban, al leer el nombre de Andrés Castro, se conmocionó. Fue su compañero durante cuatro años. Debe haber sido una experiencia extraña enterarse de esa noticia mientras se la escribe. El documento público de la muerte. El periodista de crónica roja le había relatado que, en efecto, se había tomado cianuro, no sin antes dejar varias cartas en las que explicaba a sus familiares la razón de su muerte. No se conoce el contenido de las cartas, parece que la policía no tuvo acceso o no se permitió hacerlas públicas.


El titular rezaba así: Abracadabra, que mi vida desaparezca…

lunes, marzo 09, 2009

El poder raído de la retórica



No me gustaría decir nombres, aunque es innecesario el ocultamiento de la evidencia. Tenemos 14 candidatos a alcalde, la mayoría absolutamente desconocidos. Y los que nos suenan pues entrarían dentro del oscuro pasaje de la gestión pública nunca transparentada. Las relaciones públicas, la promoción y la exposición mediática sirven nada más que para construir seres-muñeco. Una caricatura de bordes dibujados sin error posible, en donde no entra la minuciosidad del detalle inasible de la vida. Y por ese mismo motivo, por lo inasible de la vida diaria, es que somos incapaces de discernir dentro de la única herramienta que la opinión pública y los mass media nos han dado: el maniqueísmo. En estos momentos, ya ni siquiera sabemos quién es la víctima y quien el victimario. Si son ellos –los políticos- o nosotros mismos por impertérritos.

Por eso, fulano es bueno, fulano es malo, sutano sí sirve, mengano no sirve. Así de fácil nos llega la vida virtualmente masticada. No logramos desestimularnos del espacio mediático falsamente construido como espacio ciudadano. No hay ciudadanía porque no existe el acuerdo común, el consenso. Vivimos en una ciudad –quizás todas funcionen así, al menos en los países cercanos- en la que queremos todo sin poner nada. Creemos que nuestro trabajo particular (el que nos da de comer) o nuestra misma presencia dentro de la estructura y la escala social es suficiente. Pero no lo es. Queremos una ciudad de mierda que se acomode a nuestro egoísmo, una ciudad imposible. Quizás habrá que inventarse la manera de extendernos bajo la tierra (a más de los metros subterráneos, o los túneles que atraviesan debajo del estadio Olímpico) o inventarnos la sur-metrópoli (empezando por el metro elevado, los puentes elevados, los egos elevados). Queremos una ciudad de velocidad extrema (Tren ligero TRAQ), que no nos detenga ni un segundo y que se lleva rápido al pueblo, al que ya no queremos ver ocupando grotescos buses contaminantes ni trolebuses apestosos. Porque eso sí, no queremos transportarnos en esa cochinada de transporte público, en el que vamos “peor que papas” como diría un candidato. Eso es para los otros, para mí, mi carrito.

Queremos una ciudad imposible, que nos deje comprar autos nuevos cada año, los cuales inundarán las calles y a la vez, querremos que fluya el tráfico. Que saquen los semáforos para que ningún transeúnte pueda circular (no valen la pena ¿no?) y así los autos no pierdan tiempo en esta ciudad de mierda que no da abasto por la inoperancia de los alcaldes. ¿No les suena familiar esto? Esa ciudad fantásticamente imposible en la que miles de tallarines de concreto conviertan a cada calle a nivel del suelo en suburbios marginales, guarida de delincuentes y de ratas. Un facismo pacifista por lo menos. Eso queremos, sin ceder un centímetro de nuestra comodidad y exigiendo a los candidatos a que se adapten a ello, aunque viéndolo bien, la mayoría son representantes de ese estatus quo que se intenta mantener por sobre todas las cosas. Aún por encima del sentido común. Quito es una ciudad que por su geomorfología no da más, simplemente. No es la total culpa de los alcaldes la congestión, es una suma de factores: la modernidad, el natural crecimiento de la densidad poblacional y claro, por supuesto: nuestra idiosincrasia. O nuestra indiosincracia, como diría un personaje entrevistado en el documental de mi amigo Mauricio Velasco.

Así como en África (y aquí también), cada día el uso del celular se expande (no tendrán qué comer pero sí tendrán con quien hablar), en nuestra ciudad ese síntoma social que es la adquisición de un auto, va en avance irrefrenable. Somos violentos en defender nuestro derecho a rodar sobre cuatro llantas. “Nadie nos puede quitar el derecho a circular como queramos”, dijo un candidato a Alcalde en una entrevista, aquel que dice ser el único en tener la solución definitiva para el tránsito y la vialidad en Quito. “Soy el único constructor, dice”. He entrevistado a algunos, a los más opcionados, y es verdaderamente terrorífico lo que piensan hacer con la ciudad. Y ojo, lo peor no es siquiera lo que van a hacer, sino aquello que no harán, por falta de rigor y suficiencia en su discurso de campaña. He comprobado con decepción (aunque a estas alturas ya no debería decepcionarme de eso) que pocos (dos) son los que tienen un plan de trabajo concreto. E incluso, dentro de esa concreción hay retórica vacía. El resto vive de soñar, como diría otro candidato que sueña con un Quito lindo en su programa de radio.

Los candidatos de rosado y verde son los únicos que manejan un discurso esquematizado y “propio” para su plan de trabajo. Pero todo aquello aún huele a imposibilidad. Todos dicen ¿De dónde se va a sacar la plata? Concesión privada. Nos huele entonces a negociado, aeropuerto bajo la niebla eterna y sobreprecio. Estamos en un callejón sin salida. Un metrito como cualquier otro (¡Auxilo!, ¿qué nos pasa?, dicen, el metro de Buenos Aires tiene cien años y nosotros ¡nada!) cuesta alrededor de mil millones de dólares. Un silvestre TRAC o un metro elevado, 800 millones. ¿Cuestión de dinero, mentalidad o imposibilidad geográfica? Usted decida.

Perlas como aquella lanzada por un/a aspirante a la alcaldía: ¿Qué es eso de ir en 4x4 al Supermaxi? me conmovieron. Claro, seguramente el ochenta por ciento de la población tiene una Ford Explorer y va al Supermaxi a hacer compras. Importante granito de arena de el/la aspirante: “ahora tengo un Peugot pequeño y soy la persona más feliz del mundo”. Ahh… el problema se ha sabido resolver cambiando a un carro más chico, ya entendí. Porque ningún problema se resuelve dejando mi burbuja metálica y mezclándome con el pueblo apestoso (sí, es innegable, los buses apestan). “No estoy de acuerdo con el pico y placa”, es la nueva y peligrosa consigna. Casi todos los candidatos la apoyan. Un día, quienes promovían esta medida municipal, se dieron cuenta de que a menos que tengan mucha plata para comprarse varios autos, tendrían que dejar su cómodo automóvil y viajar en el hediondo transporte público. Entonces reflexionaron y no permitieron que esa medida se aplique, la cual lleva siendo “analizada” como cinco años. Pura argucia. Entonces con argumentos falsetes, de ingenio chapulinesco, vienen a querer meternos gato por libre. Ahora nos salen con que “Quito no necesita un pico y placa, no es tan grande como para que esto se justifique”. O los más sinceros: “Todos tenemos derecho a circular, comprar, vender, importar autos”. Claro que tenemos el derecho, pero también tenemos un deber para con la ciudad. No seamos hipócritas. Nos aterra dejar nuestro carrito. Y por supuesto, a los candidatos y a los municipales también. Por eso se inventan medidas fantasmas, análisis de última hora, manipuladores puntos de vista “renovados” que corren el peligro (es más que seguro) de colarse intencionalmente en la opinión pública, en la esfera mediática y convertirse en la voz de la gente. La población, por supuesto, se adherirá a esta postura y no querrá restricción vehicular. Si no se trata de hacerlo por el tamaño de la ciudad, sino porque es una urbe cada vez menos circulable. Que siga la creciente hostilidad entonces. De una vez eliminemos las veredas, el aire libre, y vivamos en la ciudad container, circulando de una caja a otra.

Att. Un transeúnte.

viernes, marzo 06, 2009

Qué animal tan bonito



¿Qué es lo pasa camaleón?
Calma la envidia que me tienes
aunque tú cambies de color,
yo siempre sé por donde vienes.

Yo te conozco camaleón,
lo que te está volviendo loco
es que tú has visto poco a poco
que tu maldad no me hace daño,
que estoy mas fuerte cada año
y eso te está rompiendo el coco.

¿Qué es lo que pasa camaleón?
que aunque traten de pararme
sigo fuerte cada año
¿Qué es lo que pasa camaleón?
yo vivo de la verdad,
y tú comiendo del engaño.

¿Qué es lo que pasa camaleón?
a donde yo vaya tres guerreros van conmigo
¿Qué es lo que pasa camaleón?
ellos protegen mi espalda
contra los malos amigos.

Ten cuidado con el camaleón
que detrás de la sonrisa
lo que esconde es su rencor.

Ten cuidado con el camaleón
aprende a reconocerlo,
aunque cambie de color.

Ten cuidado con el camaleón
no me arrastra tu corriente
porque no soy camarón.

Ten cuidado con el camaleón
aunque te enseñe la cara,
no te muestra el corazón.

Ten cuidado con el camaleón
con anzuelo tan chiquito,
no se pesca tiburón.

Ten cuidado con el camaleón
dizque amigo, pero ten cuidao.

Ten cuidado con el camaleón
te reconozco donde quiera,
aunque llegues disfrazao.

Rubén Blades

miércoles, marzo 04, 2009

¡Oh las palabras autónomas!

Ilustración de Alberto Montt (www.dosisdiarias.com)



Ahora que acabo de salir del hormiguero, recuerdo un capítulo de los Simpsons en el que Homero el idiota, comía papas fritas flotando en una nave espacial –luego de haberse convertido en astronauta- y rompía con su cabeza una urna en donde una granja de hormigas era llevada al espacio como experimento. Una de las hormigas gritaba parcamente: ¡Libertad, horrible libertad!

Los árboles talados que se fueron a la basura convertidos en infinitos boletines de prensa y los bytes de mis canciones, de mi música fiel y fuera de foco. Esa que todos mandaban a callar en silencio. ¿Qué diablos es lo que cantas? ¿Por qué te sabes todas las letras? No las sé todas. El culo aplastado, las criaturas varicosas del sedentarismo acompañadas de su mejor amiga acné, la alopecia, esa angostura capilar que termina en vacío. Terribles compañeros. Nada de eso. El angustiante camino hacia la impostación de la voz y la impostura de postura. Me falta agudeza, malicia, visión, posición frente al mal de la burocracia, del acaparamiento del pastel. Me falta el villanismo clásico para ser una buena periodista. Me falta la suspicacia, me falta pensar en que el mal de los otros es siempre para uno. El criar enemigos y alimentar los chanchos con perlas. La insistente voluntad de la nulidad, del falso desapego hacia las pasiones, de la errada búsqueda del “tono” clave. El desafinado y poco alentador reporterismo mentiroso, maniqueo, aburrido. Ese maquillaje de la vida que se pretende hiperreal y termina siendo para-real. El peso del monstruo muerto a cuestas: ya no hace daño a nadie pero apesta. Me falta mucho para entenderme buscadora de la verdad, de los hechos, de los actos, de las acciones. Prefiero la mentira sincera, lo que verdaderamente se asume como ficticio y no se pretende reflejo de la realidad.

Hoy me rebelo contra el vicio de la redacción periodística. Contra su lógica maliciosa y torpe, ingenua y autoreferente. Contra ese cómo contar las cosas, ese cómo decir y asumir la voz hegemónica de la realidad. Contra ese Frankeinstein lleno de parches de retazos de palabras de los otros, arbitrariamente escogidos. Viva la crónica, el punto de vista de uno y la opinión honesta. Hay más sinceridad en asumirse detrás de la palabra, detrás de lo que se dice. Ser un verdadero artífice de la palabra y aguantarse las consecuencias.

Hoy yo digo: ¡salve libertad!