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Morrissey

viernes, marzo 20, 2009

Oh la bruma que nos abruma

Imagen tomada de El Mercurio (Lo que se ve no es humo, es la bruma que nos abruma)


Ayer un niño, en medio del humo, la bruma y la confusión, buscaba a su madre. Él jugaba en su cuarto, su madre en la sala. Oyó un estampido, quiso salir de su habitación y sólo vio llamas. Luego llegó un bombero y lo sacó. Un canal de tv mostró las imágenes de su cara velada por un efecto digital, pero su voz fresca y escolar era desconcertante. Él no sabía aún que su madre había muerto y respondía ante las preguntas de la reportera con soltura y sin angustia evidente. “Mi madre se llama Elena Reascos, estaba adentro y ahora no la encuentro”. Acto seguido, el noticiero informaba que Elena Reascos era una de las víctimas mortales del accidente. Unos canales decían que sí, otros que no. Hoy en todos los diarios constaba ese nombre en sus diferentes variantes, producto del apuro por cerrar páginas y ofrecer información confirmada.

Este día, camino a almorzar con un amigo, compré el Últimas Noticias, en cuya portada aparecía el edificio en llamas y el gran titular en letras rojas: ¡Qué infierno! Adentro, las fotos de los dos edificios afectados por el choque de una avioneta de la Fuerza Aérea. Había también una foto de un niño tapado con una cobija, siendo cargado por un policía, que en su cara revelaba un espanto controlado. Yo quise imaginar que ese niño es el que perdió su madre, quizás. Nada me había estremecido más ayer, ni los gritos y llantos de la gente suplicando por que les dejasen llegar al edificio Linda Vista para ver a sus parientes, ni la idea misma de la tragedia llegando a tu comedor sin aviso. Ni el saber que fallecieron siete personas y que estaban totalmente carbonizadas e irreconocibles. Nada me impactó más que saber que aquel niño confundido y con un temple que solo la infancia puede darte, había perdido a su madre. Pero no por el acto en sí, sino por el cómo se reconstruyó irresponsablemente el hecho: Mientras en una ambulancia este niño se amparaba en el poder de los adultos, con la esperanza de encontrarla, las cámaras captaban ese instante de fe. El mismo que con la omnipotencia de los mass media era desbaratado en medio segundo, al yuxtaponer la siguiente imagen incongruente con el texto que leía el reportero: el de la madre fallecida. No hubo respiro. En un segundo nos enteramos del vacío y de la muerte, sin opción alguna.

Luego, cayó una lluvia empapadora, me protegí con el periódico, encontré a mi amigo. Le señalé la foto de la portada y me confesó que no había visto ninguna imagen del accidente. Su comentario desdeñoso fue seguido de otro más agrio. “No entiendo porqué ahora la gente se conmueve tanto y hacen de esto una tragedia nacional. ¿Tres días de luto? Todos los días mueren niños en los hospitales y a nadie le importa”. Su respuesta de ogro urbano tenía su lógica. Las muertes privadas importan tan poco como las de los perros en las calles. Es cierto. A menos que estemos cerca, sus ondas fúnebres no nos topan. Dentro de esta insensibilización natural y lógica, lo único que gobierna nuestras sensibilidades fuera del espacio íntimo es el hecho mediatizado. Siempre la tragedia será de alto impacto. Pero, ¿si la tragedia privada no tiene por qué importarnos, por qué la pública sí?

Porque, como diría el señor vicealcalde mientras visitaba el sitio del accidente, “ésta es una prueba irrefutable de que el nuevo aeropuerto de Quito debe construirse”. Y así, antes de que los corifeos de esta tragedia canten su final, tenemos moraleja y todo, y un gran sentimiento politizado de que, “todo lo que ocurre para mal, ocurre para bien”. Cerrándose, una vez más el inevitable círculo de la tragedia occidentalizada, cristianizada, apostolizada y romana: el sufrimiento y la punición para alcanzar la salvación. Esta tragedia, entonces, (como las tres anteriores en el mismo sector) no son más que un castigo a nuestra testarudez de tener un aeropuerto en medio de la ciudad. Una ciudad que creció sin querer queriendo, cuyo aeropuerto quedó comido por la urbe en pocos años. “Pero si al principio era periférico”. Claro que lo era. Una vez más me pregunto ¿Planificación Urbana es un extranjerismo? En fin, nuestra testarudez, como decía, ha hecho que nos neguemos a la construcción de un bonito y sobrepreciado nuevo aeropuerto, en una zona, eso sí, lejana de la urbe, en la que maravillosamente su paisaje hace magia todos los días. Desaparece. Sí, se esfuma literalmente de nuestra vista gracias a una espesa bruma que lo cubre. La misma bruma que fue la causante de este nuevo accidente ayer…

Si alguien puede aterrizar un avión así, es un iluminado.

1 comentario:

Antonieta dijo...

Creo que el caracter de tragedia en este caso va más allá de lo público del accidente.
Siento que nos aterra lo aparatoso de ver un avión incrustado en un edifico, pero sobre todo pienso que nos puede aterrar el vernos involucrados en los intentos humanos; en querer volar, en querer hacer fuego y en pocos segundos poder ser consumidos por lo mismo que deseamos.