Ídolo

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Morrissey

martes, noviembre 04, 2008

El delito que no cometimos


Porque aunque sonrías con todos los dientes, y los claves luego –a ti mismo o a los otros- quizás sepan esos otros que se trata de la parodia de una cierta enajenación.

¿Eso nos libraría de culpa? Talvez, o un no rotundamente dicho. Alevosía. Insidia. Infamia. Bonitas palabras esparcidas en un contexto cruel y a veces lastimero.


Hoy que iba camino a mi casa, a almorzar, he visto al sastre. Es el sastre simplemente. El de mi niñez. Ese que llevaba más de veinte años sin coser traje alguno –hoy en día quizás sean treinta- y que solo remendaba. Y odiaba remendar. Todos los vecinos le llevábamos cualquier cosa, una blusa sin botón, un pantalón rasgado, una reducción de bastas y él siempre reclamaba: ¡Por qué no me encargan para confeccionar algo! Y nadie lo hacía. Nunca vi ropa alguna hecha por él. Creo que en el fondo a nadie le agradaba y él, para estar de acorde con esa percepción –especulo- se volvía a veces desagradable, algo así como el sastre gruñón. Pero la mayoría del tiempo inspiraba pena y una sensación parecida a la angustia de domingo lluvioso.

El sastre siempre fue viejo y los años que le pasaban encima no lo envejecían más, porque ya era viejo. Y hoy que lo vi, seguía igual de viejo, pero no pude mirarlo más de un segundo porque sé que su vida debe ser cada día más miserable y no tiene remedio. El sastre ya no tiene su local, lo perdió hace unos ocho años quizás más. Fue expulsado de allí, por sus hermanas, dicen. Vivía en la trastienda y todo olía meado de gato, aunque nunca vi alguno. Ahora dicen que vive en algún tugurio y literalmente se come la camisa. Anda con una bolsa de plástico timbrando las casas del barrio, a ver si alguien le encarga algo. Y cuando habla, sus palabras tiemblan, su boca se descose y su rostro parecería una prenda vieja llena de zurcidos. Es entonces cuando yo me siento bañada en culpa. Como si mi virarle la cara fuese una bofetada a su miseria. Y es que no soporto ver al sastre, porque su mirada es como el desaguadero de todo el sinsentido del mundo. La respuesta infortunada de la infamia de la vida y su inutilidad.

El sastre debe preguntarse todos los días por qué coño está vivo. Y esa obligación de deberle a la vida su existencia, y abrir los ojos y tener que levantarse debe ser su purga diaria. Estar despierto un día más, con la angustia de aquello que no acaba de terminar. Su vida siempre igual, siempre escasa y exigua. Y la obligación de ganarse el pan. Y tomar infaltablemente la bolsa y salir a la calle, timbrar puertas, inspirar pena, volverse un caradura de la penuria. Callo mental que sangra pero aún hay sangre. Y hay que seguir porque el cuerpo flaco y desnutrido sigue vivo, y quizás -como lo sentí ayer- algún rato trate de quitarse la vida, pero no hoy. No, porque hoy, la culpa es de los otros.