Ídolo

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Morrissey

martes, febrero 08, 2011

Misión periodística



Apenas me sentaba y ya podía reconocer el olor de mi miseria. La mesa detrás del vidrio me insultaba con la belleza de dos muchachas de cabello largo y perfecto, que sonreían y conversaban con sus tíos, primos, abuelos. Una de ellas, la más linda, hablaba con un semianciano, cerquita, mirándole a la boca, de una forma tan incestuosa, que si el entorno familiar no me hubiese persuadido, habría pensado que era su amante. La muchacha dejó de hablar al viejo, que podía ser, dependiendo de las circunstancias, su padre o su abuelo, y se puso a comer el plato que la mesera vestida como una indígena de Imbabura acababa de servirle. En ese momento yo regresé a mi mesa para responder alguna pregunta estúpida como: ¿y tú no estás casada? No. Ah mejor que disfrutes de la vida. Qué, ¿acaso no existe otro comentario menos socarrón que ese? No, para esta gente no, de seguro se sentían en su insignificancia humana, superiores a mí puesto que en mis narices ostentaban una horrenda familia de niños sosos y feos, de esposa demacrada y seca, y de marido que se creía estar por sobre dioses y leyes. Nada más terrible que eso. Minutos antes él había “decidido” que debíamos comer todos en ese lugar, el cual para su presupuesto mediocre era un lujo. Claro, a costa de los viáticos que nos habían dado a ambos y que él había decidido sacar el mayor jugo posible.

Siempre me habían dicho que en una misión periodística, es el periodista y no el fotógrafo el que lleva las riendas. Yo era la periodista, él el fotógrafo, y yo había perdido todos mis derechos por hallarme dentro de su auto y con toda su familia. “Les traje a ellos porque nunca les saco a pasear”. Así de seco fue mi golpe cuando al quedar a la hora pactada, resulta que ya no era un viaje de trabajo, sino de ocio. Y con la gente más desubicada que había conocido en mi vida. Decidí, por mi sanidad mental, aguantarlo todo y no quejarme, pues me quedaba un día entero de viaje. Que si los niños están cansados, que si vamos primero al lago y la diversión para luego hacer el reportaje, que cuando ya estamos haciendo el reportaje, hay que apurarse porque los niños y la mujer demacrada están aburridos de tanto esperar… en fin, hasta permití que mi trabajo se vea entorpecido por la torpe familia que ni siquiera podía hacerle un contrapeso a aquel hombre que no paraba de hablar con una ridícula seguridad acerca de las más inverosímiles imprecisiones. “El SIDA se contagia sólo por los genes ¿no?”, eso fue lo que le dijo al sacerdote director aquel de esa fundación para niños con VIH a la que habíamos visitado para hacer un reportaje. Una gota helada sobre mi frente me hizo casi bajar la mirada de la vergüenza ajena que las palabras de ese hombre me producían.

El irrespeto iba y venía, y yo callaba con suma estoicidad. No iba a entrar en polémica delante de esos pequeños horrendos que ni siquiera me inspiraban la más mínima empatía infantil. Muchas veces suelo identificarme más con los niños que con los adultos, pero este no era el caso. La mujer, ¡uf! la señora de aquel hombre era un caso insólito –para mí- de la más formal, absoluta e hiriente nulidad. ¡Cómo una mujer puede ser tan nada y ni siquiera intentar mostrarse o construirse en lo más mínimo como una persona medianamente interesante! Ser un alguien en este mundo. Ser un algo más allá de un pedazo de carne vestido con calentador dominguero. Se me eriza la piel de sólo recordarlo. Esa nada que me había pedido que me siente mejor de copiloto pues temía que los niños vomiten, me miraba con ojos chiclosos y asqueados de sí misma. Esa mujer por pedacitos que tenía la vomitiva capacidad de seguir ciegamente a un hombre desagradable, mal conversador, abusivo y deshonesto. Esa mujer, que de una oscura manera me odiaba porque yo le recordaba de alguna forma, la lozanía que ella había perdido, si es que alguna vez la tuvo. Esta aventura para mí, de seguro, sería irrepetible. Ding dong, bienvenidos a la familia modelo ecuatoriana (tomatazos). “Vamos a sacarle el mayor provecho a este viajecito”, habrá pensado el fotógrafo aquel que me habían asignado para la misión periodística más guachafa de mi vida. Y entonces, empezó la feria del abuso: llenar de facturas la guantera, para que ese dinero “se lo repusieran” los del medio para el cual trabajamos ambos. Pero claro, no sin antes, consumir lo que más pudiera con su familia, incluso queriendo comprometerme a mí, que no tenía el más mínimo deseo de comer chucherías, para que yo también fuese tácitamente culpable del exceso de gastos y no ser el único con manos sucias dentro de ese viaje. Claro, un almuerzo de 63 dólares significaba que yo me había bebido el vino más caro y había escogido el inexistente y más pretencioso plato de la carta: langosta con caviar.

“No vayas a decir que yo vine con mi familia, di que vinimos sólo los dos”. La frase me la repitió hasta el cansancio, obteniendo ninguna respuesta de mi parte, hasta que luego de reflexiones que me atormentaban me hicieron balbucear un “arréglate tú con eso”. El colmo del descaro fue cuando, luego de que su contrahecha familia comiera, pidió que la cuenta se la dieran sin desglose, sólo con el valor final del consumo. Valor de este hombre para tanta conchudez, me dije yo. En fin, me mordí la boca todo el viaje de regreso, pero no conforme con que nunca quise gastar nada más allá de lo que me correspondía, pues me “obligó” a llevarme unos bizcochos que compró en una panadería, los cuales aún los tengo en mi casa y pienso botarlos a la basura porque no son de mi agrado, con o sin conchudez de por medio. Ahhh… lo que a uno le toca hacer en la vida por un puñado de dólares…