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Morrissey

martes, marzo 24, 2009

Bucaneros y luchadores



Cada vez que compro una película pirata me siento mal. Quizás antes, confieso, me sentía más mal que ahora y por eso compraba menos. Además, no me gustaba perderme por nada la experiencia del cine de verdad. La sala de cine. Hoy sigo odiando un poco ver películas en plan “plasteo”, porque casi siempre me duermo o las interrumpo por algún motivo (baño, hambre) o simplemente pierdo la concentración. En la sala de cine no hay escapatoria a menos que te salgas. Y visto desde ese punto, quizás esa experiencia sea algo fascista e impositiva para quienes disfrutan de pagar uno o dos dólares por los últimos estrenos en la comodidad de su cama. Hoy podemos encontrar desde películas que todavía no se estrenan ni en el circuito comercial internacional (así conseguí Milk, por ejemplo), hasta clásicos, películas más under, menos comerciales, cine de autor, etc. Todos esos eufemismos para decir que un cine es más especial que otro. Según el IEPI (que, de paso, no hace nada por frenar la piratería, que en cine funciona magníficamente por cierto, pero que hizo que las tiendas de música desaparecieran en este país y la gente se limitase a escuchar las selecciones pobres y de pésima calidad que ofrece el vendedor ambulante en la calle), decía, según el Instituto Ecuatoriano de Propiedad Intelectual, el porcentaje en el mercado de piratería en Ecuador es del 90% y va en ascenso. Sólo nos gana Bolivia con el 98%.

Hoy el cine en sala se ha convertido en un acto especial, un plan exclusivo, un show de fin de semana. Es poca la gente que cotidianiza la asistencia a una sala de cine; lo que está cotidianizado es el ver cinco películas de corrido cada fin de semana. No hay límite, la piratería te permite demarcar el nuevo espacio cinematográfico de la experiencia externa. Éste se vuelve tan íntimo y por lo mismo, menos “espectacular”, que por ese motivo llega a perder cierto brillo. No hay nada mejor que la pantalla gigante para una gran película. El problema, en mi caso, es el apuro, la urgencia inútil y la poca paciencia para esperar a que venga el filme. Si la película es antigua o es un tipo de cine que de seguro no vendrá a nuestro país, pues no queda otra alternativa. De hecho, muchas películas que he visto en pirata, nunca estuvieron en cartelera. En cuanto a comprar copias originales, pues sería impensable en nuestro medio, nadie lo hace, casi no existe la oferta y por último, son de ocho a quince veces más caras.

De tal manera, la semana pasada estuve buscando The Wrestler, la última película de Darren Aronofsky (Pi, Requiem for a dream, The Fountain). Estaba agotada en varias tiendas. En una de ellas, mientras le preguntaba a la vendedora, un extranjero con pinta de europeo compraba cd’s piratas de música folklórica. “¿Estás buscando The Wrestler? Es una buena película, yo ya me la vi”. Se dirigió a mí con un acento poco marcado, hablaba bien el español, lo cual en ese instante yo interpreté como: lleva tiempo en Latinoamérica, está acostumbrado a nuestras mañas o simplemente le gusta esta anarquía organizada que desbarata el copyright y los derechos de autor. No pude evitar sentir vergüenza propia y ajena, porque quizás para él comprar copias ilegales de películas en una tienda legalmente constituida, en pleno sector comercial, en las narices de la autoridad, debe ser una experiencia surreal y exótica.

Luego, entendí que era un novato -al menos en nuestras tierras- en la compra de piratería. Por eso no pude evitar percibir cierto nerviosismo y culpa de su parte, quizás por eso me habló para tranquilizar su conciencia. Minutos después, cuando vio que yo le pedía a la dependienta que me probara otra película que iba a comprar, él dijo con un suspiro: “Ahhh… hay que probarlas primero”. Yo le dije: sí, contendiendo en esa respuesta toda la desconfianza social que cargamos, de la que él acababa de enterarse. Salí del lugar y el hombre sólo sonreía llevando en sus manos cuatro discos desteñidos sin arte, en los que figuraban únicamente los nombres de esos grupos que ya olvidé. Días después encontré la película en Cumbayá, mientras una señora colombiana me preguntaba insistentemente cuál era la traducción de My Blueberry nights de Wong Kar Wai. No supe decirle. El vendedor no entendía de qué se trataba, ellos nunca saben lo que tienen. Aunque escudriñando se encuentran verdaderas joyas, ellos, los vendedores, siempre le responderán con un no sé, no creo…

Por supuesto, éste tenía “El luchador” y sabía de ella porque es estreno. La sacó del mostrador inmediatamente. La vi el domingo y a continuación las apreciaciones obtenidas desde mis almohadas y cobijas. Una pena que no esté en cartelera.

The Wrestler o el cine perfecto




Rubio oxigenado, cara abollada, liftings, rellenos de colágeno y botox por todas partes. A Mickey Rourke le cuesta mover los músculos de la cara, eso se nota. Pero su sola potencia actoral minimiza hasta anular los efectos de ese rostro momificado que luce en la actualidad. Muchos respetan a esta película por un único motivo: “el regreso” triunfal de Rourke. Yo también coincido en este punto pero, The Wrestler es mucho más que uno de los castings más perfectos en la historia del cine. Sí, estrella en decadencia. Sí, tipo que se ha construido una imagen pujante de “border”. Ese atractivo del que juega con su vida hasta el último minuto. Nada más textual para este filme en el que un luchador gloria de los ochentas (como Rourke) que muestra un desgaste evidente y patético (como la cara y cuerpo del mismo actor), y que sin embargo sigue dando show por plata, por supervivencia y por no dejar morir al personaje que se construyó. Aquel en el que terminó convirtiéndose. Como todo de lo que se uno se disfraza durante mucho tiempo.

Rourke cuando era bello, mmm...


Se dice que Aronofsky quería a Rourke, aunque el primero en la lista era Nicolas Cage. Sinceramente, qué bueno que Cage se retiró, porque si no, The Wrestler me habría sabido demasiado a una melosa película de acción con sentimiento. No me imagino a otro mejor que Rourke para el papel. Estaba hecho a su medida. El tipo consigue realmente meterle alma a The Ram, el luchador en ocaso al que interpreta.

No he comulgado mucho con el cine de Aronofsky, de hecho, a su anterior filme (The Fountain) lo encuentro terrible, empalagoso y hasta ridículo. Creo que es el peor. Réquiem for a dream, es una película sobredimensionada que sacó provecho de la ola que generó Trainspotting, de Danny Boyle (que, por cierto, se jaló con Slum Dog Millionaire). Igualmente la encuentro indigesta y parásito de estéticas post-modernas que le quedan flojas. Personalmente pienso que su mejor obra hasta antes de El Luchador, sería Pi, su primera película.

Hoy creo que, con este nuevo filme, Aronofsky ha dado en el clavo. Por fin entendió que los excesos en el tipo de cine que quería hacer, estaban empantanado la trama y volviendo cursis a sus películas. The Wrestler tiene sus momentos emotivos bien trabajados y cuidados, medidos a cuentagotas. Nada está demás en este filme. Todo cae en el lugar preciso, su narrativa es verdaderamente impecable. De hecho, se trata de una historia tan simple que se la puede resumir en un párrafo. Estamos frente a una refrescante estructura narrativa clásica, aristotélica, de personajes sólidos en una historia lineal sin cabos sueltos, resuelta con destreza y encanto.

Me atrevería a decir que es una gran película, perfecta y precisa. Su perfección radica justamente en la intención de desarrollar una historia desnuda dentro de un contexto básico pero sólido, que resulta muy llamativo y seductor. La precisión halla su origen en un guión puntillosamente elaborado a partir de una historia redonda, sin esquinas ni vueltas inútiles.

No obstante, pese a esta aparente planificación esquemática, The Wrestler no se convierte en un producto frío y lógico. Hay mucha visceralidad en su forma, sobre todo, aunque ésta no redunda en lo sucio ni nada por el estilo. El hecho en sí de la lucha trae consigo una estética propia que es respetada por Aronofsky, lo cual dota al filme de un lustre especial. Igualmente, la banda sonora de una sutilidad no aparente, es una exquisitez que dota de espesor a la trama: un heavy metal ochentero del cual no se abusa, sino que con él se consigue dibujar un universo propio a través de localizar en el espacio y el momento adecuado música de Ratt y Guns’n Roses.

Lo último que puedo decir es que Rourke se roba la pantalla. Ver The Wrestler es casi como estarlo tocando. Lástima que ya no tenga la belleza y sensualidad que tenía en los ochentas. Últimamente, los papeles que le calzan son aquellos de seres medio desgajados, como en el que interpretó en Spun de Jonas Akerlund (2007), la última película en la que lo vi actuar. Su papel era The Cook, que como su nombre lo indica, era el cocinero de crack y metanfetamina de un círculo de junkies y drug dealers. Vestía jeans, botas de víbora y sombrero vaquero…

3 comentarios:

Paola Calahorrano dijo...

Que conexión Dal, qué conexión. Yo no dije que el Rourke haya sido feo, ahora lo es, muy feo porque se lo ve deforme, pero antes en 9 semanas y media al menos está sexual, no bonito, nunca ha sido "bonito", sino sexual!!! y eso atrae a cualquiera.

Anónimo dijo...

Mickey debió morir joven , hermoso, absurdamente descabellado, como el Motorcycle Boy de Rumble Fish. Lo demás es exceso y nbo vale la pena.


Eef

Anónimo dijo...

En Sin City, Rourke me resulta inolvidable, uno de esos hombres... ¿cómo decirlo...? "Utiles".