Ídolo

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Morrissey

viernes, abril 03, 2009

¿Superarse a sí mismo?






No recuerdo el año, quizás 2001. Había un festival de cine latinoamericano o cine independiente en la ciudad. De esos que muestran una serie de filmes que quizás nunca más se volverán a ver, y que ponen en cartelera a cada película máximo un día o dos. Eso pasa aquí. Y era uno de esos cines de cadena con multisalas. Yo era estudiante universitaria, estaba en plena época de apogeo cinéfilo. No me perdía un solo festival, muestra, antología, cineclub, etc. La piratería no hacía todavía su agosto. La oferta cinematográfica era más amplia, sí, desde que abrieron las multisalas, desde que construyeron la primera sala de cine-arte, desde que esas ofertas de cine se sumaron a otras ya existentes como la sala de cine de la Casa de la Cultura y una sala pequeñita llamada Octaedro. Además, en un lado u otro, en un café, en un salón de alguna facultad, en la mía propia, incluso en el salón de clases, podía ver desde los clásicos retaceados (como El Acorazado de Potemkin, El ciudadano Kane, Metropolis, etc) hasta las últimas cintas consagradas a nivel mundial. De cine de autor, cine independiente o “cine arte”, claro. Era la época del reino del cine en salas.


Ahora es otra cosa, la oferta ha disminuido. El hilo conductor de los estrenos fuera de lo comercial se ha perdido. Y claro está, mucho se debe a la piratería de la que ya hablé en un post anterior. Aunque los festivales continúan, por suerte. Una vez al año vienen las últimas cintas iberoamericanas y luego se van como vinieron. Casi sin pena ni gloria porque no hay más movimiento que ese, y con suerte, una de ellas –apenas- se estrenará en salas comerciales. Pero este es otro cantar.


Prefiero quedarme con la imagen de aquella tarde, pongámosle de mayo del 2001, en la que yo había comprado un boleto para una película de una directora argentina que jamás había escuchado. El nombre del filme era sugestivo, me llamaba desde la cartelera que había visto en el periódico. Ahí había algo, lo supe desde el principio. Me paré frente a la taquilla y pedí un boleto para La Ciénaga. Iba sola, como siempre, al cine. Al entrar a la sala habría unas cuatro o cinco personas. O quizás estaba sólo yo. No hubo trailers, sólo los comerciales del cine y los auspiciantes, y quizás la presentación del festival. Las luces se apagaron por completo y de repente, la sala comenzó a temblar. El ruido de los parlantes retumbaba por la tormenta que se avecinaba, las copas de vidrio chocándose entre sí emitían un sonido exquisito. Una piscina sucia, un grupo de gente aletargada, envejecida e impávida se asoleaba mientras la borrasca empezaba a caerles encima. Una mujer ebria tomaba los vasos y copas de vino a medio llenar. Llevaba gafas y un traje de baño escotado. Se tambaleaba mientras nadie le ayudaba en su misión. El sonido del ambiente era envolvente y transmitía una sensación dominante de entrega sensorial. Podía olerse el aroma de la humedad. Sentirse el agua cayendo a chorros groseros. La mujer caía al piso. Se hería. La cinta se dañaba. Se enrollaba en sí misma, se quemaba, qué se yo. Me levanté de un salto, no podía creerlo. Inmediatamente me entró una ansiedad irrefrenable. Acababa de empezar a ver el comienzo más impresionante de una película del que haya sido testigo, y esta se dañaba. Reclamé, fui la única en hacerlo. Al parecer a nadie más le importó o quizás era la única en el cine. Me dijeron que era el único día que iban a presentar el filme, que lo sentían, que la película se había malogrado y no sabían si la iba a reponer. Me dieron como única esperanza: en veinte minutos empieza otra función pero en la sala de cines del sur.

La empresa que parecía imposible para mí en ese momento debía simplemente ocurrir. Llegar a ese sector de la ciudad tomaba una hora, quizás. Yo debía hacerlo en veinte. Me dieron un boleto con una firma y una nota ilegible, y salí corriendo a tomar un trolebús. La vía que consideré más rápida para llegar. Me dejaba justo en frente del cine. Llegué en media hora. Corrí desesperada. Mi esperanza eran los cortos previos, los comerciales. En la requisa de boletos no me dejan entrar. Reclamo, me agito. Me dicen que deben hacer una llamada. No lo puedo creer otra vez. Me dicen que la película apenas acaba de empezar. Sigo argumentando. Me lamento para mí misma. Llega el de la llamada, me dejan ingresar. Entro a la sala, hay tres pelagatos, o quizás nadie. Estoy a tiempo. La tormenta está ahí, justo en donde la había dejado. Pero la copia es una mierda. Parece VHS, los colores no son los mismos, la otra era 35mm. No me importa, peor es nada. Me quedo sin moverme, casi sin respirar toda la película. Estoy absorta en su atmósfera. Nunca he visto nada que se le parezca. Quizás en Bergman, Buñuel o Ripstein. Pero nunca así. Nunca tal experiencia sensorial-intelectiva. Nunca en Sudamérica. Nunca en una mujer aunque suene a feminismo.
Lucrecia Martel


Durante muchos años La Ciénaga de Lucrecia Martel se convirtió en mi película favorita y me encantaba la experiencia extrema que me generó la necesidad de verla. Quizás no era tan extrema pero ayudó en la construcción de la leyenda. Le hablaba a todo el mundo con tanta pasión de ella y la tenía metida en la piel. Porque esa película se mete ahí, en la piel. La familia salteña (del norte de Argentina) que vivía en un inconciente hedonismo, en un no-tiempo, desde relaciones extremamente corporales y ambientales. Una sinfonía de olores, humores, sudores, dentro de un ambiente sofocante, una atmósfera estancada, una piscina podrida, y todos estos seres girando alrededor de esa parálisis moderna. Las relaciones humanas, filiales, los encuentros y desencuentros de clases y el simple sinsentido de la vida y la inutilidad del hallarle una razón al transcurso de la existencia eran presentadas de una forma única, original, sensitiva y sinestésica.


Años esperé con ansias la nueva película de Lucrecia Martel. La niña santa que llegó en el 2004. Lucrecia ya tenía su prestigio en Europa, conseguido por los varios premios que ganó con la Ciénaga, así que La Niña Santa se veía con bombos y platillos. No recuerdo si ese filme llegó a Ecuador, cuando se estrenó yo estaba en Europa, así que la fui a ver de lo más contenta en un cine-arte en París. No recuerdo el nombre del cine ni su ubicación. Vimos la programación en una de esas guías culturales, tomamos el metro y llegamos. Era un lugar de aire bohemio, tenía un café-restaurante, seguía recordándome de lejos al cine-arte de acá. Sus salas tenían su parecido. En esta ocasión estaba casi lleno. Una película latinoamericana con subtítulos. Era Lucrecia Martel. La Niña Santa, lo recuerdo, me dejó un sabor agridulce. Me atraía mucho la trama, la cual la conocía desde antes. Esa adolescente que quería ser santa probando y provocando el deseo a los otros. A los hombres adultos. Ahora, el sabor agridulce fue porque, si bien la película no me decepcionó, no logró producirme sensaciones fuertes. Era una película interesante, diferente, bien realizada, si bien seguía bastante el tinte sensorial de la Ciénaga, no lograba la suficiente potencia. Yo seguía esperando la Lucrecia Martel de la Ciénaga. Gran error.




A mi regreso a tierras latinoamericanas, hubo un silencio de varios años en la producción cinematográfica de esta directora salteña nacida en el 66. Ella ha confesado que sus filmes parten de su universo personal recopilado en su natural Salta. Y que por eso tiene miedo de repetirse. Quizás a eso se deba el silencio de cuatro años. En el 2008 salió su nueva esperada película “La mujer sin Cabeza”, rodada en el 2007. Esta vez ya no usa a su actriz fetiche Mercedes Morán, aunque en el papel principal está María Onetto, una mujer de mediana edad con ese aire de atractivo desgastado que le gusta tanto a la directora. La mujer sin cabeza es una película con el claro sello Martel, pero una vez más, sin esa fuerza sensitiva de la Ciénaga. Mi teoría intuye que la directora, en la búsqueda de la originalidad y la no-repetición, le quitó a sus subsiguientes trabajos, poco a poco, el componente corpóreo y la búsqueda de transmitir sensaciones a través de los sentidos que tanto agradó en la Ciénaga. Su último filme transmite poco, es impecable, sí, pero resulta frío ya hasta caricaturesco. Es un poco inverosímil en ciertos pasajes construidos, aunque, su valor está determinado por la exploración sicológica de simple superficialidad. Una mujer –en el norte de Argentina igualmente- cree atropellar a alguien en una carretera y a partir de ese acontecimiento se transforma en una autómata. Parece no sentir nada, pero en realidad es su cabeza la que no funciona. De ahí el título del filme. La trama y la construcción narrativa funcionan a la perfección pero no emocionan. Su valor estético por el mismo motivo es casi nulo –a diferencia de la Ciénaga, que es como un fresco perfecto- y termina convirtiéndose en una película narrativa, lo cual la desvirtúa, ya que su sentido y concepción buscan no basarse eminentemente en ello. Según la misma directora habría dicho: la idea era basarse en un proceso de emociones. La mujer sin cabeza estuvo nominada en Cannes 2008 y aunque tenía bastantes adeptos oficiales, no ganó. Se dice que la película incluso fue abucheada en la proyección de prensa...


Sigo lamentándome no encontrar a la primera Lucrecia Martel, la de su ópera prima. Creo que el planteo del superarse a sí mismo es un tema delicado y marcado por cualidades diversas. Entre el horror de repetirse y la experimentación que quizás de cómo resultado un producto soso –en tal caso no repetido- el creador debe apostar por arriesgar. Quizás Martel arriesgue al no “cieneguizar” sus siguientes filmes, al no repetir la fórmula del éxito, la cual, ya sabemos, si es sincera, creo que es irrepetible. Martel sabe que La Ciénaga no es un molde industrial, y su apuesta debe ir encontrando un nuevo camino. Lo ha intentado hasta ahora y no lo ha logrado, a mi criterio, pero el camino no es uno sólo, resta seguir probando. Ahora planea llevar al cine una historieta argentina de ciencia-ficción, El Eternauta, creada por el guionista Héctor Germán Oesterheld y el dibujante Francisco Solano López. Un giro totalmente distinto a sus producciones. Habrá que ver el resultado en el 2010, quizás nos llevemos una nueva sorpresa…

3 comentarios:

Paola Calahorrano dijo...

La Ciénaga causó divisiones entre el público, te engancha o te duerme, como Luz silenciosa y Dogville de Lars von Trier. Ninguna de las tres me gustó, soy una horrorosa amante de la generación MTV videoclipera. Con La ciénaga me dormí y dejé de ver Luz silenciosa a mitad de la cinta porque aparte la peli que vi estaba dañana. Pues Dogville lleva un discurso interesante pero tampoco me engachó. O las odias o las amas he ahí lo valioso, te inmutan de alguna manera.
Hay otros que odiaron The Last Days de Gus Vant Sant, con un discurso parecido a estas cintas, y esa sí me gusto y mucho.
Será que los olores, sabores, sudores, silencios...esos que en la lentitud y el poco efecto logran calar con realismo tal en las neuronas de los espectadores para mí son recursos que en manos de otros directores quizá hasta más comerciales llegan a ser extraordinarias... y hasta grandilocuentes.

Hiscariotte dijo...

Vi "La ciénaga" en un multicines de Guayaquil, antes de la llegada del MAAC Cine. Venía avalada con el premio a mejor película del Festival de Cine de Cuenca (en su primera edición si mal no recuerdo) y yo si lo recuerdo con claridad: cuatro espectadores y mi persona; los cuatro juntos, dos parejas. No pararon de hablar durante toda la película, intentando explicarse entre ellos la trama, entendiendo todo a medias. Al finalizar dijeron que iban a exigir les devuelvan las entradas por haberles obligado (sic) ver una película tan aburrida. Salí antes que ellos, contento; ni me interesaba averiguar si cumplían su amenaza. "La niña santa" me gustó, y mucho; tocará buscar la última.

Anónimo dijo...

Va a cagar al Eternauta...