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Morrissey

jueves, abril 23, 2009

¿Mejor vivir en Buenas Peras?


Aquí los niños salen a nadar o a pescar al río y se ahogan. Sus padres tienen nueve hijos y se quedan con ocho. Luego nacerá otro y nada habrá pasado. Mi tía abuela tuvo dieciséis hijos de los cuales murieron como seis, en diferentes etapas de su vida. Ya nadie se acuerda de esos niños muertos en el vientre, al nacer, a los tres meses, a los cuatro años por comerse veneno. De esos niños atropellados por uno de los primeros autos de la ciudad.

Aquí en la tierra de los pelotas –o de los pelotudos- la gente estornuda y se muere. Viaja con tuberculosis en los buses y se resigna sin consuelo a la muerte. En los velorios y sobre todo en los entierros, las señoras gordas gritan desgarradas y se desmayan. Pero los niños esos llenos de mocos se mueren de aire y sus padres ya ni lloran, les quedan siete más. Esos que mueren aplastados por los camiones de basura en los botaderos, enterrados en toneladas de desechos y podredumbre. Y que luego de cuatro días se dan cuenta de que no están cuando la madre cuenta uno dos tres cuatro cinco seis siete y le falta el ocho. Entonces imaginan que huyó por las golpizas y les da igual, total si es un malagradecido guambra de mierda. Luego, alguien encuentra el cadáver entre la basura y ya nadie llora. Una boca menos.

En la tierra de los pelotudos la muerte es inaceptable al norte y un alivio en el sur. Es castigo y bendición. Es negación burguesa y pena amortiguada proletaria. Es dolor sobrio o excéntrico adentro de las casas de puertas labradas, y llanto chirriante y grotesco afuera, en las calles sucias o en las paredes de bloque gris. A veces – y sobre todo en la infancia- la muerte es un juego. Es entrar en una heladera vieja de tienda y jugar a las escondidas. Luego, escuchar los gritos desesperados de tu hermano y no poder abrir el seguro atascado. Es llamar a tus padres y vecinos solo para ver salir a tu hermano azul y muerto.

En esta tierra los choferes se duermen o se emborrachan, manejan a la madrugada por curvas imposibles y caen al abismo. Mueren ocho, diez, sangran treinta, pierden miembros. Después hacen federaciones de gente con discapacidad, forman equipos, juegan olimpiadas y ganan medallas. El error está saldado. Para los pelotas la vida continúa, siguen trasladándose de un lado a otro a velocidades extremas, con cero visibilidad. Nadie se acuerda de las anteriores muertes, la sangre se evapora de las carreteras como el alcohol en la piel. Perder la vida en una carretera se convierte en muerte natural.

En Pelotillehue nadie aprende de las tragedias, la gente se ríe de nada y le encanta enterrar a sus muertos en preciosos nichos decorados. Luego se plantan cruces en la vera del camino y se pintan corazones azules en el asfalto como si a alguien le importara. Cuando se acumula una buena cantidad, poco a poco va convirtiéndose en la colorida decoración kitch de un país de sol calcinante y memoria retorcida.

En la tierra de las pelotas la gente sigue cantando jingles promocionales para olvidar las penas y acude a los recintos electorales como si estuviera en una procesión de semana santa.

En esta tierra las pelotas siguen rebotando y yo las miro. Y también reboto.

1 comentario:

fbn dijo...

Hermosas palabras para una realidad siniestra.

Saludos!