Antes pensaba yo: si el sinónimo de éxito es el sacrificio y el dolor, quiero ser una fracasada. La imagen de un Jefferson Pérez desgranándose la vida –contrayéndose sus músculos, desplomándose embadurnado de oro- me molestaba profundamente: ese no es un ejemplo para nadie, pensaba, ¿como así hay que poner la vida para un fin inútil y abstracto? Pero si todo es inútil y abstracto. La analogía del deporte con la vida me parece de lo más maniquea y falsa. Es un horror metaforizar de esa manera, darle carne y cuerpo a una representación errada.
Ahora pienso quizás lo mismo, aunque no del todo. Me indignaba la postura de Pérez, de pensar que eso era lo que los otros querían ver, de presuponer la conciencia de un país. De etiquetarnos a todos como sedientos buscadores del suplicio. Pero lastimosamente lo somos y Pérez es tan solo un catalizador objetivo de eso. Él transformó el sufrir por sufrir –“porque así mismo es”- en el dolor con recompensa. Peor aún. Con eso alimentó –sin querer queriendo- un modelo de pensamiento e idiosincrasia profunda y obstinada, una estructura socio-cultural colonialista, ajena, impuesta, adaptada y deformada dentro de un grupo humano sometido por la fuerza.
Una estructura que sigue manteniéndose intacta dentro del espejismo del progreso.
Progresan los objetos, no el hombre. Nunca fue tan oportuna esa reflexión como en estos momentos, en los que por primera vez la elaboración de una Constitución es tan expuesta a la población y a la opinión pública. Considero –más allá de sís, nos y nulos- que es el proceso más democrático en su especie. Y lo es. Si no, alguien recuerda algo más que la idea Vaticanesca –un concilio encerrado en la casona de una antigua hacienda- de la constitución del 98. Nadie supo nada, se mantuvo casi en un sigilo de monasterio, hubo poco o ningún debate. Nadie se quejó airadamente, claro, porque mediáticamente no se lo permitió. Cero promoción. La sobriedad y el gesto adusto de los asambleístas hicieron creer a todos que aquello que estaban haciendo era lo correcto. Y nadie pudo chistar. Qué canallada más grande, es aún peor que lo que muchos detractores creen que se está haciendo ahora. Pero claro, en ese entonces nadie se levantó en contra, y se nos vendió la latifundista idea de que “el patrón es el que sabe”.
Si no, recuerde quienes estuvieron presidiendo
Por eso, si creen que la constitución que se propondrá en referéndum el 28 de septiembre exhibe una “obscena” concentración de poderes, el desarrollar un modelo económico que beneficie la circulación de capitales (consumo y más consumo), no es también el beneficiar a unos pocos y permitir que continúe la estructura social donde unos pocos tienen el 80% de la riqueza del país. Y lo que es peor, un mínimo porcentaje de ello, significa un monto real de inversión y reinversión dentro del país. Es falso que se pretenda demostrar, bajo cifras mentirosas de crecimiento y decrecimiento económico, el progreso o retroceso del país. Si las cifras aumentan es porque los nuevos feudalistas (la empresa y la industria) han aumentado sus utilidades, lo cual no significa que la pobreza se haya reducido, simplemente aumentaron las arcas de los negociantes. Eso, de ninguna manera, puede hacerse extensivo a la población en general, porque si una fábrica progresa, el nivel de vida de sus obreros no es consecuente con ese bienestar. No es que sus sueldos y prestaciones aumenten considerablemente y puedan salir de la pobreza. Eso no pasa en un modelo como el que se pretende mantener. Al empleador no le conviene que la calidad de vida del empleado aumente, porque eso implica reducir sus ganancias y permitir con eso, que los anhelos de vida de la gente suban de categoría. Sin latifundio con capataz, no funciona la colonia.
Y sin baja autoestima, tampoco. Por eso, una de las maneras de desmoralizar es permitir la victimización. La oda a la heroicidad desde la pobreza no representa más que una hipocresía social, que permite la implantación de ideas tergiversadas de lo que es el sufrimiento. Y nuevamente surge el modelo colonialista, puesto que la moral judeo-cristiana calzó perfectamente en esa colonialización del espíritu. Encumbrar el dolor y trasladarlo al campo épico, dentro de una abstracción sin valor real, más que generar una demagógica conciencia ejemplificadora. Si sufres, vas al cielo es reemplazado por el “si sufres tendrás plata”.
Lanzar una esperanza en medio del estado normal de mucha gente que vive pedazos de vida, es el monstruo de “labor social” que se ha ido despertando y alimentándose de las coyunturas. Nunca un Jefferson Pérez fue más oportuno. Y lo que se hizo de él, no es una responsabilidad de su propio albedrío. El es una simple consecuencia de todo ese proceso de construcción social. Todos somos responsables y hemos alimentado la edificación del héroe helénico desvirtuado. Nada mejor para el empresario amarillo, que un lustrabotas desnutrido que llega a ser campeón. Es la más vil apología de la injusticia social, de la escalera clasista. De la pobreza. Para qué apuntar a la igualdad socio-económica, si desde abajo nacen los héroes. Y la gente necesita héroes. Héroes que vencen el dolor a través del dolor. Paradoja más grande.