Revolutionary Road es una alegoría de lo que significa: el camino revolucionario. ¿A dónde conduce ese camino? Empecemos desde el principio. El nuevo filme de Sam Mendes no es ni de lejos una obra maestra como la famosa American Beauty pero pone en reflexión un tema que pocos se atreven a tocar, al menos de esa manera, aunque parezca lo contrario.
Si en American Beauty veíamos las consecuencias del “american dream” como aquella camisa de fuerzas color rosa, la cárcel lujosa del status quo, en la que las fisuras empiezan a notarse y como diría Erich Fromm, “la vida auténtica” empieza a clamar su espacio, en Revolutionary Road, se presenta el “origen” de todo aquello, el último punto de retorno o de cambio de sentido, como una especie de encrucijada de la vida moderna en la que si se aborda el llamativo sendero del vértigo de la tecnología en función del establecimiento de un status quo reforzado (liberal, capitalista), no habrá ya retorno. En American Beauty, la instintiva deconstrucción de la impostación de la vida se hacía evidente: todos estaban en el punto de ignición de la crisis, una crisis moral parida por el absolutismo del stablishment. Ese vago punto medio que promedia hasta las pasiones. Pero incluso, al ser un outsider, o actuar como uno, para poder salirse de ese enfundamiento, se está obedeciendo a otra categorización que entra perfectamente dentro de los estándares del sueño americano: ser el otro. Para ser el uno, el reinante y el que está en lo correcto, siempre tiene que haber la contraparte que lo demuestre, que avale que el modo de vida en que “naturalmente” se desenvuelve una sociedad es el adecuado. El otro, el desplazado, el marginal y el equivocado.
Lo que sucede es que la bomba estalla y salen los pedazos de esos seres que dejamos de ser por pensar en que la normalidad es normal. El margen se cuela, entonces, en el condumio de la página, lo cual, idealmente no debe ría pasar. Porque el margen, si bien es grandemente admitido en las sociedades ultra-capitalistas, debe estar normado por sus propias reglas y debe actuar como paralelo, como espejo reflejante a la inversa, como el negativo de lo “correcto”. En American Beauty pasa exactamente eso: los seres callados que nos habitan van saliendo, como lo harían en películas de la misma época como Happiness de Todd Solondz o la magistral Magnolia, de Paul Thomas Anderson.
Pero Revolutionary Road, a diferencia de A.B, no es una película subjetiva. No es el sujeto en sí el protagonista de la trama. Este filme es una reflexión histórica, que retrata quizás el punto de partida del discutido post-modernismo, tan evidente en A.B. Quizás el sujeto sea el protagonista en función de sujeto histórico, de abanderado de una generación que ve el cambio, la ruptura, como consecuencia de un vertiginoso progreso material, objetivo (surgido con la revolución industrial), y que interpreta ese supuesto cambio como un momento personal. Como una posibilidad azarosa de la vida, cuando en realidad, se trata de un momento histórico universalizante en el que la decisión de ser el uno o no el otro, marcará el tono de las sociedades “postmodernas” y de ese post- algo inexplicable, que lo he llamado la era tecno-exitencialista.
Una pareja -quizás cinematográficamente con pocas explicaciones- debe decidir, por insistencia de ella, si irse a vivir a París, venderlo todo, empezar desde cero y ser el otro, o quedarse en una ciudad-suburbio estadounidense y ser el uno dominante. Entrar a alimentar y a ser uno de los ladrillos del edificio hegemónico de las sociedades americanas contemporáneas, o “encontrar el verdadero sentido de sus vidas, su verdadera vocación”, según dirá la protagonista, la esposa, quien es la mentora de la idea. El personaje interpretado por Kate Winslet, de repente, y sin más explicaciones (podría acusárseles un error narrativo en esa premura, pero finalmente, qué más da, hay muchas cosas que fallan en el filme, no obstante, este irse al grano, termina ayudando) ella decide un día que sus vidas deben cambiar, empezar desde cero, como una especie de acto anticipatorio, un talante premonitorio de lo que se veía venir. Estamos en los años cincuenta, pleno punto de partida e inicio del cuadro “american dream” y el afincamiento de la estructura social de anhelos y aspiraciones materiales, íntimamente relacionado con el desarrollo de los objetos, la producción masiva industrial de los cada vez más anhelados objetos de consumo, la construcción de esas sociedades post-guerra, en las que el deseo se traduce en un poder adquisitivo, el cual va a alimentando la rueda del progreso. Rueda que es acelerada por el sistema de consumo e incentivos materiales, que finalmente atrapa, estanca y termina solventando un modo de vida familiar institucionalizado en función del dinero. Por supuesto, la era tecno inicia por estos tiempos, en los que el avance tecnológico marca aún más las pautas aceleradas de ese ritmo “qué doy y qué obtengo”. Por eso, la ni tan metáfora del trabajo que le es ofrecido al marido (Leonardo Di Caprio), es la muestra clara: “si te quedas, te ofrecemos ganar mucho más dinero en un nuevo giro que dará el negocio: computadoras”.
Así, el sistema, ese Frankenstein de vida autónoma, se asegura de detener la “sublevación moral y espiritual”. Querer ser el otro es querer detener el progreso normalizante. Es jugar en contra de los estándares de felicidad y bienestar. Su mayor aliado: la familia en términos clásicos. Por eso la desesperación de la mujer, la atadura, el fin de la última posibilidad de ser otro. Un embarazo más. ¿Pero también nacen niños en París? (París como alegoría de la esperanza de esa otra vida: la libertad del romanticismo, la vida bohemia expresada dentro del arte y las pasiones, un estereotipo por supuesto que no tiene cabida en nuestros días) No, en París no pueden nacer niños de aspiraciones norteamericanas. No es posible. Por eso, en un último intento de salvación, surge el irse en contra de sí mismo para hallar la otredad: el aborto. No obstante, la gran lección de este filme (quizás nuevamente estereotipada) es que la resistencia (cultural, social, mental, afectiva o espiritual) sólo conduce a la destrucción, cuando se vive en un espacio adaptado para corregir los errores del molde. Y las sociedades contemporáneas se tratan de eso. El camino revolucionario es un camino hacia el fracaso. La única salida es la muerte.
Eso parecería decirnos Sam Mendes...