Ídolo

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Morrissey

miércoles, junio 22, 2011

Cuando le tocó a Manuel

(Foto de Lorena Cordero)

Nunca fue mi amigo aunque me hubiese encantado poder conocerlo más. Lo recuerdo apacible e imponente, en esa paradoja actoral que seducía y deslumbraba a nosotros, los espectadores, los mortales. Porque Manuel, claro, ya está inmortalizado por el cine. Manuel no se irá jamás porque es uno de los primeros protagonistas de esta historia. La del cine ecuatoriano en su etapa más potente: la de autogenerase, la de autoinventarse. Manuel empezó cuando el cine empezaba (localmente hablando) a tomar nuevos aires. Fue una génesis perfectamente coordinada. Porque tanto el uno como el otro iniciaban a gatas. Sin embargo, su talento innato se fue haciendo notar a pasos agigantados. Su primer papel principal, el médico legista Arturo Fernández, fue una verdadera revelación. Consiguió un laconismo casi perfecto que bordeaba el cinismo y el desasosiego. Le dotó de un particular encanto a ese personaje que parecería haber sido creado para él. Manuel era Arturo, y lo fue durante mucho tiempo. Lastimosamente no volvió a tener un papel con tal potencia y desarrollo dramático, y como diría Christian León: a él le debemos una de las mejores escenas del cine ecuatoriano. Hoy yo digo: tenemos una deuda con él. A Manuel Calisto le quedamos debiendo una escena más, un personaje más. Me habría encantado verlo en otro personaje de igual o mayor potencia dramática que Arturo Fernández… No se pudo.

Y es una lástima porque Manuel tenía un brillo especial, era un actor natural que dejaba pedazos de sí mismo en cada personaje. Lo vi en algunos cortos y en un par de obras de teatro. Tenía ángel. Aunque por momentos su actuación clamaba por una mejor dirección actoral o quizás un poco más de técnica o control de matices dramáticos, lo cierto es que su histrionismo innato podía con todo. Esa fuerza interna con la que bañaba a sus personajes finalmente rompía cualquier barrera técnica. Como el mismo decía “le salía no más”. Había poca impostación y mucha autenticidad en su desempeño actoral. Quizás peque de novata en un medio cinematográfico novato, pero lo cierto es que Manuel tenía madera. Una madera genuina. Y por supuesto, aunque suene apologético, de eso se tratan los homenajes post-mortem. A mi manera quiero hacerle uno. No por ser políticamente correcta y creer que debo hacerlo. Me importa un pepino la trascendencia de alguien que no me ha tocado el alma. Manuel lo hizo, de una forma u otra, y creo que esta tristeza por su muerte es algo personal aunque nos incumba a muchos. Aunque tenga que ver con asuntos de estado y seguridad. Yo me siento tocada por su partida tan grotesca y absurda. Porque si bien lo correcto sería decir que todas las vidas valen lo mismo, hoy me hago eco de la pregunta de mi amiga Ana Minga y digo: ¿En verdad todas las vidas tienen el mismo valor? Quizás no, aunque suene fascista. Con la partida de Manuel le arrebataron una vida al cine, al arte, a la cultura, a las tablas. Nos quitaron a uno de los mejores actores de este país. Y eso no es poco.

Hoy al verme impotente frente a su muerte, he querido escribir este “no sé cómo llamarlo”, que en verdad quisiera ser un grito desde lo más profundo de mis pulmones, pues la ley del viejo oeste nunca nos retumba tanto como cuando escuchamos los balazos de tan cerca. Balazos carentes de sentido absoluto. Hoy quiero, como diría Chico Buarque, lanzar un grito deshumano, sin saber a quién dirigirme, sin señalar culpables, aunque podrían ser muchos. Hoy quisiera salir a las calles a encarar a las veredas, a los postes y avenidas, a cuestionar a los autos y edificios, a los vendedores callejeros, a los oficinistas, a los funcionarios públicos, a los empleados bancarios, a los transeúntes, a los motorizados, a la masa impávida y decirles: ¡Maldita sea! Manuel Calisto ha muerto. Eso. Manuel Calisto ha muerto. ¿Cuántos sabrán quién es? Mejor no responder esa pregunta. Tampoco importa ya, por supuesto, pues si fuera Gerardo, Lorena Bobbit o Christina Aguilera quizás sería más relevante. Vivimos de fantasmas y somos ciegos entre nosotros. Esa ceguera daltónica que resulta lo mismo rojo que verde, lo mismo vivo que muerto.

Mejor dejarse robar es la reflexión barata que escucho por ahí. ¿Cómo diablos reducimos a una persona y todo su bagaje a una simple reacción recreada y presupuesta? Me rehúso a pensar que nos hemos rendido a la lógica de la delincuencia. No conozco de las circunstancias de la muerte de Manuel más allá de lo que me han contado y lo que he leído en los diarios, que es básicamente lo mismo. No puedo especular ni graficarme historias heroicas en la cabeza, aunque en verdad me gustaría. No me queda más que recordarlo en lo que conocí de él, en lo que nos pudo dar. Porque es eso. Es un darse a los otros. Gracias Manuel.

Hoy pienso en Cuando me Toque a mí como una macabra premonición…

(Dejo esta entrevista publicada en Diario La Hora en 2008, a propósito del estreno de la obra de teatro El Método Gronholm, en la que se ve la espontaneidad de Manuel y un sentido del humor muy sutil…)

Usted no estudió teatro ¿cómo le hace?
No sé, me sale no más.

¿Alguna vez le ha tocado estar desempleado?
Casi toda mi vida...

¿El desempleo vende?
¿Vende qué?

Van a hacer una obra que ha tenido éxito de taquilla en otras partes del mundo.
La obra no es sobre el desempleo, es sobre un sistema de selección que no es habitual...

¿Cómo se define: inseguro, triunfador, agresivo, crítico o indeciso?
No sé, ninguna de esas, nunca lo he pensado.

¿Cuáles son los motivos por los cuales a usted nunca lo deberían despedir?
Tal vez sí me deberían despedir... no sé, a mí estas preguntas muy rebuscadas, como que no les entiendo mucho, capaz que no le diría nada ni a mi jefe ni a usted, no respondo muy rebuscadamente ni me pongo a pensar cosas muy profundas.

¿Qué piensa cuando va por la calle y ve a los desempleados de la 24 de Mayo?
Esta obra justamente trata de eso, porque a las personas se las denigra cuando están buscando (empleo), sea en la 24 de Mayo o en una Multinacional, ese es justamente el tema de la obra. Uno como que va para que le examinen como insecto y que le digan usted sirve o no.

¿Usted es intolerante?
Cuando nos sacan de casillas todos somos intolerantes.

¿Y cómo hace para en una obra tener un carácter y en otra ser alguien distinto?
Como cuando era chiquito: un día jugábamos a ser doctores, otro día a ser vaqueros, otro a ser soldados y era divertido, así.

¿Para qué le sirve la fama?
Cuál fama, no soy famoso, lo que ha pasado es un proceso normal que tiene toda película, obra de teatro o un premio.

¿Y ya le han pedido autógrafos en la calle?
Pero poquito

¿Y qué pone?
¡Qué sé yo!, ‘hola soy yo’.

domingo, junio 05, 2011

“El Ethos Barroco es una resistencia al capitalismo pero no la solución”


Foto tomada el día de la entrevista

Entrevista a Bolívar Echeverría, filósofo e investigador publicada el 11 de enero de 2009, en diario El Telégrafo. Hoy la repongo a propósito de cumplirse un año de su muerte, el 5 de junio de 2010.

Pocos son los que han oído hablar de él en su propio país. “Esta entrevista es para que se conozca acerca de su trabajo e investigaciones, que normalmente no se difunden en Ecuador”. “Ni normalmente ni anormalmente”, responde. Lleva un mes y un poco más en Ecuador, ha venido de visita por las fiestas, según su sobrina, quien es el contacto con este hombre de hablar seguro, reiterativo, en el que se notan los años de docencia. Bolívar Echeverría, como lo recuerda uno de sus alumnos en Ecuador, “es un hombre que hace énfasis en las ideas, las repite desglosándolas cada vez mejor, y así se logra comprender lo críptico de la filosofía”. La entrevista no escapa de ello, el filósofo ecuatoriano con más reconocimiento en el exterior exuda una actitud académica. Poco se sabe de su vida privada y su temple informa que no es algo medular para lo que nos concierne: los estudios sobre modernidad y el barroco latinoamericano, áreas en las que se ha especializado a partir de sus estudios profundos de El Capital de Marx y la Teoría Crítica de Frankfurt.

Por eso, quizás, es que el lugar que ha escogido es un espacio público y no íntimo: la cafetería de un Cine arte en Quito. No es mucho lo que podemos conocer del filósofo e investigador que no remita a su labor vital: la filosofía. Y dentro de ésta, es poco también lo que pueda salirse de su relación investigativa profunda con el marxismo. A pesar de ello, no hay rigidez en sus palabras ni en su ánimo. Su disposición es grande y algo más que cordial: sabe que la filosofía no ocupa grandes –ni pequeños- espacios en los medios. Aunque en los círculos académicos su reconocimiento ha sido considerable. Lleva más de 35 años como docente e investigador de la Universidad Autónoma de México (UNAM), allí ha desarrollado toda su producción de pensamiento y su madurez. La gran influencia que ha ejercido esta nación sobre su temática se revela en los ensayos sobre el Guadalupanismo y sobre sus teorías de la modernidad en Latinoamérica. Por sus contribuciones al pensamiento latinoamericano recibió el pasado 8 de diciembre el máximo reconocimiento que entrega la UNAM: Profesor Emérito. Para llegar a ello, sin duda, ha recorrido un largo camino que inició en Ecuador.

Bolívar Echeverría fue tzántzico en algún momento. Estuvo en el inicio de ese movimiento cultural sesentero que pretendía romper estructuras culturales establecidas. Por esos años empezaba a leer filosofía y junto con miembros del grupo como Fernando Tinajero, Ulises Estrella y Luís Corral solía discutir sus lecturas. De Unamuno pasó a Sartre, a los existencialistas que en ese momento estaban en boga. Decide especializarse en filosofía, pero el Ecuador para entonces le quedó corto. “El estudio de la filosofía era muy precario aquí, quizás como resultado del desprecio que causó la influencia del positivismo el Latinoamérica”. En busca de las bases del existencialismo, el filósofo Martin Heidegger, parte a Alemania en el 61 con la esperanza de tomar alguna clase con el gran maestro, quien aún dictaba cátedra en la Universidad de Freiburg, “pero llegué tarde y no pude tomar ningún curso con él”. Resuelve entonces matricularse en la Universidad Libre de Berlín y llega en medio del gran conflicto que se gestaba: la construcción del muro de Berlín.

Más allá de los cambios sociales, ¿cuál era el escenario en cuanto a pensamiento, que se estaba gestando en ese momento?

En esa época había un retorno a la filosofía tradicional, unos esbozos de nuevos planteamientos sobre todo conectados a la filosofía de la religión; es el caso de Klaus Heirich. Yo estudié con el profesor Hans-Joachim Lieber, quien se manejaba en ámbitos más políticos, de filosofía contemporánea, y me fui encausando por esa vía. Estuve seis años en Alemania.

¿Por qué decide irse a México?

Yo participé en el movimiento estudiantil alemán, al lado de Rudi Dutschke, que fue el que inició el mayo del 68. Empezamos en Berlín en el 67 y tuvo su momento más brillante en París. Yo estuve en allí cuando sucedió y posteriormente pasé al 68 mexicano.

¿Qué diferencias encontró entre el 68 europeo y el mexicano?

Muy grandes distancias. Los motivos de la rebelión estudiantil en Europa tenían que ver con una incomodidad de la juventud con el esquema civilizatorio de post-guerra que habían restaurado los europeos y que era la repetición de lo mismo que les había llevado al fascismo. Era la resistencia de los jóvenes a repetir la historia, un intento de replantear la organización de la sociedad.

¿Del capitalismo moderno?

Sí, era la idea de combatir a la modernidad en su modalidad capitalista. Por el contrario, en México el movimiento del 68 era una reivindicación frente a los ultrajes cometidos por el gobierno, tanto hacia la clase obrera como a los estudiantes. Era una especie de exigencia de democracia en un país cuasi totalitario, como lo era el México regido por el PRI.

Al salir de Alemania con una escuela de pensamiento europea, ¿Qué cambió en sus lineamientos filosóficos, al retornar a la estructura latinoamericana?

En verdad no mucho porque yo ya me había encausado por el estudio de la obra de Marx, sobre todo de la filosofía crítica alemana. Yo llegué a México ya bastante formado con respecto a la actitud teórica.

A partir del estudio de la teoría crítica de Frankfurt y de Marx, usted desarrolla sus teorías sobre la modernidad…

Mis estudios parten de una restitución del pensamiento marxista que fue reprimido por el marxismo oficial, el soviético. Nosotros en Berlín seguíamos la línea de Lukács y de la escuela de Frankfurt. Lo que se había anulado desde el marxismo oficialista era el planteamiento radicalmente revolucionario: la idea de que la modernidad en cuanto tal, es algo que tenía que deshacerse de su estructuración capitalista para poder ser una modernidad efectiva. La obra de Marx era clave en ese punto, porque es una crítica de todo el mundo moderno burgués, que se fundamenta en el modo de producir la riqueza, del consumo…

El valor de uso (práctico) versus el valor de cambio (monetario)…

El concepto del valor de uso era algo que había que problematizar y rescatar, ya que era despreciado por el conjunto del pensamiento occidental. Había que replantear que estamos en una sociedad contradictoria y que la contradicción está justamente en eso: en la tendencia que tiene la vida concreta.

Como dice en su ensayo “La Clave Barroca en América Latina”, en la modernidad se impone el valor abstracto sobre la vida concreta…

Así es, el ser humano tiene su capacidad de reproducirse, de generar proyectos de vida y de organizar el mundo, por lo tanto de definir las formas de los valores de uso. Esa es la vida concreta. Cuando la producción y consumo de estos valores se realizan al modo capitalista, ellos mismos vienen a ser reprimidos por la necesidad de comportarse como mercancías capitalistas. Los valores de uso son valores reprimidos en nuestra sociedad.

Dentro de la teoría que usted desarrolla acerca de los cuatro Ethos (estrategias de supervivencia inventadas espontáneamente por una comunidad) ¿Esos valores de uso se presentan como resistencia en Latinoamérica, dentro del Ethos Barroco?

La versión básica de la modernidad capitalista es la puritana, en la que esta sujeción de la vida concreta a la valorización del valor de las mercancías capitalistas está perfectamente aceptada en la vida. Ese sería el Ethos realista, que dice: así es como vivimos, la riqueza sólo puede producirse en términos capitalistas, aceptémoslo, seamos realistas y produzcamos dentro del capitalismo lo mejor que podamos. El Ethos Barroco dice no, yo no voy a sacrificar la riqueza cualitativa del mundo, sino que la voy a reafirmar, e incluso lo voy a hacer cuando esté destruida por el capital. Esta rebelión dentro de la subordinación al capital es lo que caracteriza al Ethos Barroco.

Si el Ethos Barroco surge luego de la conquista como una forma de supervivencia de la población indígena a través del mestizaje, siendo ésta una re-creación o “puesta en escena” de la civilización europea, ¿Cómo se da ese proceso dentro del capitalismo moderno?

El Ethos Barroco, como ethos moderno, es ese tipo de comportamiento que se resiste a aceptar la destrucción del valor de uso por parte del valor de la mercancía, y que rescata el carácter concreto del valor de uso. Lo hace ascendiéndolo al terreno de lo imaginario, construyendo mundos ficticios. Teatralizando la vida, porque de esa manera se puede rescatar la riqueza cualitativa. En ese sentido, el Ethos Barroco es muy poco productivo, no contribuye para nada al Producto Interno Bruto, más bien lo obstaculiza.

¿No genera el Ethos Barroco formas de producción alternas?

No, para nada. Es justamente una especie de resistencia al productivismo moderno. Por eso se dice que los países latinoamericanos no estamos hechos para el progreso, para la disciplina, o el sacrificio productivista, que son aspectos indispensables para una vida moderna realista.

¿Cuál sería la alternativa entonces?

El Ethos Barroco no es una solución, no conduce hacia la revolución. Conduce a una resistencia al capitalismo y no a la destrucción del mismo. Es modo de vivir dentro del sistema. No es una propuesta ni una estrategia, ni siquiera es un proyecto de transformación. Este es el gran problema. Nuestros pueblos son muy anti-capitalistas pero también poco revolucionarios.

En uno de sus ensayos usted dice que es imperante una redefinición de la violencia revolucionaria. ¿Cuál sería la vía a tomar frente al planteo de desplazar al capitalismo como modelo económico?

Esa es la pregunta que nadie puede responder. Lo que afirmo yo es que el sujeto proletario, el de la revolución, según Marx, era un sujeto que podía organizarse para constituir una rebelión en contra del sistema capitalista. Podía formar un ejército popular capaz de enfrentarse al ejército de la burguesía y tal vez vencerlo. Ahora esto ya es imposible. El tipo de control y de vigencia del poder capitalista es insuperable en términos de lucha armada. Ese sujeto, la clase obrera que pueda construir su propia fuerza, ya no existe.

¿Por qué?

Hoy todo somos asalariados. El capital nos explota a todos, a unos con más crueldad y violencia que a otros. El cómo pasar de esa situación terrible de explotación generalizada -no sólo económica sino incluso existencial- a organizar esa resistencia y a proponer una trasformación, es un problema imposible de resolver en palabras. Yo creo que la vida misma va mostrándonos posibilidades que van desde lo más subjetivo, a lo político y público. Pienso que hay una vuelta hacia lo ético, la resistencia al capital sólo puede ser efectiva si comienza desde la condición más íntima de uno mismo. Hay que preguntarse si lo que uno hace personalmente ayuda o no a mantener el sistema. Puede establecerse una solidaridad desde los que resisten en términos individuales.

¿Es posible que eso suceda?

Sí, y no necesariamente en el campo de la política. No se manifiesta bajo la forma de partidos, movimientos, de programas de transformación del estado, sino más bien en formas de cambio de la vida cotidiana y real. En modos de comportamiento que cada día son más liberados, como el comportamiento erótico o el estético. Creo que desde ahí se está expandiendo la resistencia hacia la modernidad capitalista, y quizás algún día se convierta en resistencia política.

¿Juega algún papel dentro de esto la crisis financiera internacional?

Esta es la crisis de una versión súper desarrollada del capitalismo en su forma neoliberal, que tomó la vía de la burbuja financiera. Al estallar ésta, se revirtió sobre sí misma. Es una crisis no sólo del neoliberalismo sino del capitalismo neoliberal. Estamos entrando en un proceso de crisis del modo de producción capitalista. Por eso creo que la lucha que se hace contra el neoliberalismo es limitada, porque ir contra el neo-capitalismo en pro de un buen capitalismo, genera la pregunta: ¿existe un buen capitalismo al que deberíamos retornar? La respuesta de Marx es no, el capitalismo en sí mismo es una máquina infernal, destructiva.

¿Qué pasa con la resistencia del otro lado, la tendencia restaurativa para no dejar derrumbar ese modelo neo-liberal?

Es lo que estamos viviendo ahora, esos pataleos de ahogado por reacondicionar el capitalismo e insuflarle nuevo aire. En ese aspecto el triunfo ha sido grande: el siglo veinte ha sido nefasto. Se estableció la intangibilidad del capital y nadie se atreve a cuestionar que la civilización pudiera funcionar de una manera no capitalista. Se ha creado un gran dogma.

¿Cómo se han adaptado las estructuras de pensamiento a ese nuevo dogma?

El mundo moderno es muy religioso, con una gran fe. La fe en el capital. Antes creíamos en cualquiera de las versiones de dios monoteísta, ahora tenemos a este dios frío e imperceptible, pero dominante. Todo el que pretenda decir algo en contra, es un loco. La idea de que sin el capital regresamos a las cavernas es absolutamente falsa.

¿Según lo que señala entonces, la post-modernidad sería una ilusión teórica?

Yo creo que sí. La post-modernidad es un intento de saltarse por sobre la propia sombra, de ir más allá de la modernidad capitalista sin tocarla. Fue muy vistosa la actitud posmoderna en ciertos círculos donde se movió.

¿En las artes, por ejemplo?

Sí, pero no tanto. Más bien en el mundo de los mass media, de los estudios de la cultura, pero no pasó de ahí. Casi no hay teóricos post-modernos fuertes, aparte de los iniciadores como Lyotard o Baudrillard, que son muy buenos, pero que de alguna manera son derivaciones del pensamiento de Marx, son disidentes de esa filosofía, pero en el fondo son marxistas.

miércoles, junio 01, 2011

La generación grunge, la languidez y el blindaje sexual


Banda Alice in Chains (extremo derecho: Layne Staley)

Yo me acuerdo. Estar sucio y desaliñado era lo más bonito que te podía pasar. Casi no se lograba distinguir quién era hombre o quién era mujer, porque todos nos vestíamos y peinábamos igual. Era una androginia involuntaria que rozaba la asexualidad. Hijos de los hippies de los setenta por un lado, hijos de los revolucionarios de izquierda, por otro. Nadie creía ya en nada de eso. Era una especie de parricidio quemimportista. Ni siquiera nos interesaba intentar bailar sobre la sangre de nuestros padres. Como decía Layne Staley de Alice in Chains: Deny your maker. Era eso. Éramos huérfanos, nadie hablaba de su familia, era como si no existieran. Una parva de adolescentes que habían nacido por generación espontánea, como las muñecas Cabage, eso éramos. Nacidos de un repollo. De ahí se explica el desorden, las ropas harapientas y la ausencia de adultos como en un capítulo de Charlie Brown. O si somos más truculentos, como en el filme Los Chicos del Maíz. Lo cierto es que cuando visitaba las casas de mis amigos, esos, los más lejanos y desgarbados, ni por asomo jamás mostraba las narices adulto alguno. No existían. Punto.


Todos parecían estar al borde de la pobreza, como viviendo en las calles, en una protesta minúscula y silenciosa en contra del sistema. Propuesta que nadie advertía ni daba por sentado, pues nunca se hablaba de eso. Es más, nunca se hablaba de nada, a lo sumo de música, a lo mucho de penas y pesares mundanos, y de lo terribles que eran los otros. Lo único que importaba era no reírse sino con los panas, mirar mal a quienes anduvieran bien vestidos por las calles y ser otro. Ser el otro. Esa era la consigna. Había una voluntad de ser marginal, de andar por los escondrijos de las calles, fumando marihuana, seduciendo al bajo mundo pero con cierta lejanía protectora: había que mantener una cierta compostura finalmente. Había algo de elegante, no en cómo nos veíamos, sino en cómo veíamos al otro. Con una seriedad apabullante, cero cursilerías. Pero en el mundo, casi todo era cursi y de mal gusto. Ser cursi y de mal gusto estaba prohibido. Estaba prohibido tener mal gusto en casi todo: música, arte, cine. Por eso, el grunge era un oxímoron: elegantemente desgastados. Finamente decadentes. Sin caer en el sucio hipismo. Sin promover la hermandad ni nada que se le pereciera. La idea precisamente era no promover nada. Jamás ser abierto, jamás dejar entrar a cualquiera. Era un club exclusivo, como no.


La consigna del rock perdía fuerza en el terreno del hedonismo que pregonaba. El rock and roll ya no era roll. No era más la música feliz o medianamente feliz que ponía a bailar y a brincar a la gente. No. Este rock era meditabundo y lánguido. Música para sumirse en un profundo y desmayado lamento existencial. Pero con la fuerza del grito desgarrado. Con la potencia de la última calada de alguna droga fumable. Con las ansias del condenado que pide piedad. Siempre con una felicidad agria o con una tristeza encumbrada. Perdiendo la memoria cada cinco minutos, por voluntad. Porque en un mundo así, no había nada que recordar. Memory, set me free.


“This next song is about pain. Is called Love Hate Love”, decía Layne Staley en un concierto en Seattle, 1991. Seattle era la meca. Todos soñábamos en perdernos en sus calles decadentes (cosa más falsa), encontrarnos con nuestros hermanos de camisas de franela sufriendo en las esquinas con la belleza terminal de Kurt. Así, una vez llegó al barrio el chico de Seattle, quien vestía camisas de franela a cuadritos pero era demasiado feliz para ser verdadero. No sirvió. No me paró bola tampoco. Un día creí ver a un Kurt Cobain en la Iglesia. Yo tenía 13 o 14 y juré que era él. Cabello rubio hasta el hombro, despeinado, hermoso, ropas desaliñadas, gringo. Con la sensualidad rota del drogadicto. Ese era el paradigma masculino. Hombres bellos, profundos y oscuros, con ese sufrimiento a cuestas que los hacía tiernos y vulnerables, pero con cierta enajenación abriéndose trecho por su piel. Cortándose los brazos, manchando las paredes con sangre, rompiendo puertas, ventanas, botellas. Lo que fuere. Ahora escucho Love Hate Love -de lamentos perfectos- Un límpido performance para un heroinómano sin compostura, sin arreglo. Hallado muerto cuando el grunge murió. Ahogado en su propio vómito. Murió en su ley. Era eso o diluirse en la superficialidad del nuevo milenio. Un tiempo en el que ya no hay espacio para sufrir por quien uno es. Layne se quedó Down in a hole perpetuamente. Mientras, nosotros salimos del hueco rompiéndonos las uñas a buscar en qué más convertirnos, porque la adolescencia se acabó y con ello vinieron cosas desconocidas y pospuestas. Cosas como el sexo. Porque vayan a saberlo. En el grunge el sexo era -por supuesto- evadido, eludido, traspuesto, traspapelado. Podía ser tan desgarrador que era mejor no encontrarse con él. Se perdía entonces la primera consigna del rock: sexo, droga y rock and roll. Lo único que conservaba verdaderamente el Grunge y esos noventas era la droga. Esos seres que habían escupido a la pose hipersexualizada del glam rock, eran blindados, casi célibes por convicción. Erotismo velado. Nadie se jactaba de tener treinta chicas, de tirar como loco, de agarrar por aquí y por allá. En los chicos oscuros y maltrechos que conocía en las noches de fiestas y bares de mala muerte, había una timidez que impedía mayor acercamiento. De parte y parte. Pero iba más allá de una simple timidez de adolescencia. Se trataba de una atmósfera asexualizada que nos rodeaba. Empezando por todos ellos, los Kurts, los Eddies, los Laynes, los Michaeles, los Billies, los Scotts, los Chrises. Ninguno quería ser súper macho, super rock star, super falo. Esa era la discordia entre la inquietante sensualidad de la mayoría y su porfiada decisión de seguir siendo ángeles del desencanto.


¿Para ser respetado había que sufrir? Ahora que lo pienso, con años de lejanía, me pregunto: ¿A quién se le habrá ocurrido semejante pelotudez? Pues la respuesta es: a todos, a ninguno. Nadie se puso de acuerdo, simplemente pasó. Algo así como una herencia macabra, unos genes malheridos que decidieron que ya era tiempo de parir una generación sombría que terminase con todas las ínfulas de revolución y de alegre contracultura. Fue la década de la inacción, de las acciones sin concretarse, pero profundamente lírica y melódica, eso sí. Si algo pasó en los noventas fue la música: esas maravillosas odas a lo terrible de ser… Pero finalmente, no ha sido tan terrible “ser”¿no? Aunque por otro lado, pienso, fue la última época con alma… de la música. con alma. Ojalá me equivoque.

Habrá que hacer un brindis, cómo no...

¡Salud por los noventas y el grunge y la languidez y el blindaje sexual!