El laconismo de la muerte es ciertamente inevitable. Toda metáfora se convierte en simple símil, porque la muerte ya es fría, ya es oscura, ya es vacía y ya es triste. Redundamos al convertir en poesía a la muerte, porque la muerte ya es poética. Y patética. Turbadoramente emocional, más allá de personificar la acción del morir. Más allá de volverla causal y relacionarla con un ser humano en concreto. La muerte ya es todo eso que angustia y un poco más de aquello que falta por descubrir con la experiencia propia. En ese momento, quizás, su significado orgánico cobre mayor fuerza para uno mismo. Porque la degradación de la carne y el fin de la conciencia –como ya lo dije en algún post anterior- no son motivos suficientes para desaparecer. Entonces, es la mitificación lo que subsigue a la soberbia, porque el acto de morir es tan efímero que no nos merecemos una vida tan corta. ¡Para lo más de eso!
Escena de la película "Cuando me toque a mí"
Entonces, qué nos queda sino conjeturar y redundar. Pero eso en la vida real. En el cine es otro el cuento. He visto hace pocos días la nueva película de Víctor Arregui, “Cuando me toque a mí”, basada en la novela “De que nada se sabe” de Alfredo Noriega, y me ha quedado el redundante sabor a desolación. Sé que justamente la intención del director fue esa, lo cual es muy decidor, sin embargo, nuevamente creo que seguimos en lo mismo: errando en los recursos y los discursos. Con esto me refiero a las últimas películas ecuatorianas estrenadas (Qué tan lejos y Esas no son penas), las cuales ya opiné anteriormente en este blog.
El problema, en efecto, no es la muerte, la pena, la desolación o el laconismo presentes en el filme, sino la falta de vida de esas emociones o estados emocionales. Suene paradójico y absurdo, pero es así. Además de ciertos errores de guión (adaptación y sobretodo estructura), verosimilitud, fotografía e iluminación (esto merece un análisis aparte), está presente esa carencia emocional profunda y representativa de un estado más complejo que un simple rictus parco, un par de gritos y escasísimas lágrimas (¡Ey! La gente llora mucho más que eso). Noto cierta premura y obviedad al momento de resolver ese estado emocional del que está cercano a la muerte o más aún, de quien convive con ella. El médico legista interpretado por Manuel Calisto -si Biarritz no se equivocó- es un personaje sugestivo, con mucho más potencial del que se reveló en el filme. Sin embargo, el soporte dado por el resto de personajes y situaciones, lastimosamente, no estuvo a la altura síquica del personaje.
El problema, en efecto, no es la muerte, la pena, la desolación o el laconismo presentes en el filme, sino la falta de vida de esas emociones o estados emocionales. Suene paradójico y absurdo, pero es así. Además de ciertos errores de guión (adaptación y sobretodo estructura), verosimilitud, fotografía e iluminación (esto merece un análisis aparte), está presente esa carencia emocional profunda y representativa de un estado más complejo que un simple rictus parco, un par de gritos y escasísimas lágrimas (¡Ey! La gente llora mucho más que eso). Noto cierta premura y obviedad al momento de resolver ese estado emocional del que está cercano a la muerte o más aún, de quien convive con ella. El médico legista interpretado por Manuel Calisto -si Biarritz no se equivocó- es un personaje sugestivo, con mucho más potencial del que se reveló en el filme. Sin embargo, el soporte dado por el resto de personajes y situaciones, lastimosamente, no estuvo a la altura síquica del personaje.
Vïctor Arregui, el director, recibiendo en Biarritz el preimo a Mejor Actor para Manuel Calisto (Foto tomada de el Hoy)
Está demás decir que todas las historias de muerte conectadas estuvieron, cinematográficamente hablando, bastante forzadas. El pretexto recursivo utilizado fue demasiado flojo, quizás se pretendió naturalidad, pero en el hecho de manipular historias a través de las imágenes, ciertamente no puede existir naturalidad alguna. Por ejemplo, que un mismo taxista lleve a una mujer a buscar a su hijo atropellado, luego a un futuro muerto, más tarde presencie él mismo un asesinato y que sea secuestrado para posteriormente desaparecer sin dejar rastro, no convence por ningún lado que se lo mire. Si a eso le agregamos que el amante de esa misma mujer fue asesinado el mismo día por su ex marido, quien poco después caerá al hospital por una intoxicación alcohólica (y quién sabe si ya va muerto en la ambulancia), tenemos un cúmulo de situaciones inverosímiles. Sin contar que, ese mismo marido borracho, se hará amigo porque sí del muchacho recién llegado que a engaños es involucrado en un robo a domicilio, en donde morirá acribillado y obviamente, el taxista será testigo de este hecho y posteriormente secuestrado por el resto de delincuentes. En ese asalto, moriría también la practicante de medicina, quien previamente atendió en el hospital al niñito atropellado. Además, por si fuera poco -menos conectado pero igual de gratuito- el hermano del médico, mientras lo visita, descubrirá a su amante asesinado en una de las mesas de disección, por casualidad…
La familia del médico Arturo Fernández
En fin, ninguno de los personajes de soporte “vivificaron la historia”, más bien, la mataron. Cuando me toque a mí agoniza por falta de fuerza, y no de esa fuerza que de una manera facilista podría confundirse con emocionalidad, intensidad o sensiblería, sino de aquella que hace que se encarne la historia en los personajes. Por eso digo que es una historia sin vida, como una narración representada en su literalidad dejando de lado la explotación sincera de las sensaciones tan ricas que puede producir un tema como la muerte. Hay mucho más que pena y caras largas en el hecho de enfrentarse a la muerte. Y creo que ese es precisamente el reto, encontrar esa sensación genuina (quizás no real) que marque el sentido de la historia y la tonifique.
La muerte es más que presentar a una ciudad gris, laxa y triste. A gente fea y desesperanzada como representantes de esa parte del todo que es Quito. Lastimosamente, cada vez empiezo a convencerme de que esa parte taciturna y descolorida es el todo. Ese todo como compendio de un ánimo colectivo que ya fue presentado en Esas No Son Penas, y hoy lo volvemos a ver en Cuando me Toque a Mí.
Sé que Víctor Arregui decidió hacer la película luego de tener un aproximamiento con la muerte, sin embargo, no es lo mismo acercarse a ella desde la perspectiva del enfermo o el moribundo que desde afuera. Cercano pero ajeno. Y creo que por ahí viene el error, conjetura de por medio, puesto que reconstruir la experiencia de la muerte desde quien la experimenta es sumamente complejo, ya que se puede caer desde en cursilerías hasta en truculencia gratuita. Por ello, la perspectiva del agonizante no es presentada en Cuando me toque a mí. El hielo en la sangre del que fallece no nos es retumbado. Tenemos la única perspectiva del que mira, se duele, se conduele, y por sobretodo del que ha perdido casi toda sensibilidad frente a la vida y a la muerte: el médico forense.
La muerte es más que presentar a una ciudad gris, laxa y triste. A gente fea y desesperanzada como representantes de esa parte del todo que es Quito. Lastimosamente, cada vez empiezo a convencerme de que esa parte taciturna y descolorida es el todo. Ese todo como compendio de un ánimo colectivo que ya fue presentado en Esas No Son Penas, y hoy lo volvemos a ver en Cuando me Toque a Mí.
Sé que Víctor Arregui decidió hacer la película luego de tener un aproximamiento con la muerte, sin embargo, no es lo mismo acercarse a ella desde la perspectiva del enfermo o el moribundo que desde afuera. Cercano pero ajeno. Y creo que por ahí viene el error, conjetura de por medio, puesto que reconstruir la experiencia de la muerte desde quien la experimenta es sumamente complejo, ya que se puede caer desde en cursilerías hasta en truculencia gratuita. Por ello, la perspectiva del agonizante no es presentada en Cuando me toque a mí. El hielo en la sangre del que fallece no nos es retumbado. Tenemos la única perspectiva del que mira, se duele, se conduele, y por sobretodo del que ha perdido casi toda sensibilidad frente a la vida y a la muerte: el médico forense.
Manuel Calisto, actor principal (foto tomada del Universo)
Ese personaje desencantado, negativamente poético y con el pesimismo como única arma de supervivencia, termina siendo una metáfora mal elaborada de la misma percepción redundante de la muerte, de la que hablé en el primer párrafo. Sin duda, Manuel Calisto es un actor novato con espíritu, estoy segura que logró conseguir lo que el director deseaba transmitir. Lamentablemente, a mi criterio, nos transmite las sensaciones erradas. La muerte termina siendo eso que ya es y su develación no puede sostenerse en un único personaje que a la vez, trata de sustentar otra metafórica noción: la ciudad absurda, carcome anhelos, contenedora de una sociedad incongruente, en donde nuevamente, los conflictos sociales y clasistas saltan a la vista. Y no digo esté mal presentar la obvia realidad de una sociedad de fuertes contrastes sociales; el problema está en los mecanismos y los recursos utilizados. La intensidad del protagonista termina siendo mal utilizada y derramada en vano.
Después de ver el filme nos quedamos como al principio, salvo un poco más tristes y desencantados, con una insistente sensación de justificar lo que no se dijo y tratando de entender lo que se dijo. Quizás esa haya sido la idea… yo no sé.
Después de ver el filme nos quedamos como al principio, salvo un poco más tristes y desencantados, con una insistente sensación de justificar lo que no se dijo y tratando de entender lo que se dijo. Quizás esa haya sido la idea… yo no sé.