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Morrissey

sábado, diciembre 06, 2008

La entrada a la mediocridad desde el otro cuerpo

“El dolor físico es el gran regulador de nuestras pasiones y ambiciones. Su presencia neutraliza de inmediato todo otro deseo que no sea la desaparición del dolor. Esa vida que recusamos porque nos parece chata, injusta, mediocre o absurda cobra de inmediato un valor inapreciable: la aceptamos en bloque, con todos sus defectos, con tal de que se nos dé sin su forma de vileza más baja que es el dolor”.

Julio Ramón Ribeyro.

“Yo creía antes que el mecanismo de la autodestrucción era una forma de lascivia, ahora voy sabiendo que no es más es una forma de comodidad, la mayor de todas, obscena y perversa hasta la médula”.
Andrés Caicedo





Dos libros leídos esta semana y sus reflexiones posteriores.




La teoría que sostiene Alberto Barrera Tyszca en su novela La Enfermedad (Premio Herralde) es la de la conciencia doble a través de la enfermedad, dicha propiamente, dolor físico. No es la conciencia del cuerpo mismo como aparato autónomo, sino una segunda experiencia: el descubrimiento del otro cuerpo. Hay una ambivalencia en el sentido corpóreo: en tanto éste sea un vehículo de la vida, sigue siendo uno, y cuando empieza a ser la carga que debemos empujar en el trayecto, entonces se desdobla. Barrera no lo dice así exactamente, ésta es mi interpretación.

La Enfermedad juega con el doble en todo sentido. En la noción de ese otro cuerpo engendrado desde el mal (no en vano el cáncer puede hacer crecer un ser de células malignas dentro de uno llamado tumor) y desde su construcción narrativa. Hay dos historias paralelas, derivadas de un mismo tronco. Un médico, por supuesto. Su padre enfermo –a quién no sabe cómo decir que va a morir- y un paciente rechazado, que es el enfermo imaginario (de Moliére) por llamarlo de alguna manera.

Andrés Miranda, el doctor, es una especie de bisagra entre la realidad y el mito. Entre el cuerpo desdoblado desde la neoplasia, y el alma desdoblada desde eso que Ernesto Durán, el enfermo imaginario, llama la Enfermedad. Y sin contar nada más, sin calificar a la novela, hay algo que concluye fugaz pero certeramente. El remedio a la enfermedad es la escritura. Ernesto Durán acepta la farsa desde su propia ficción, y el remedio a todos sus malestares, será, infinitamente, escribir al oscuro objeto de su deseo. Que no es más que la materialización epistolar de su terror.

Terror. El niño atemorizado de bajar las escaleras en oscuras para ir a tomar un vaso de agua. Eso es Andrés Caicedo. Escritor, niño suicida que terminó sus días en el Cali de los setentas por negarse a crecer. Hay muchas maneras de experimentar ese terror, que yo le llamo el miedo metafísico. ¿De dónde sale? Habrá muchos orígenes que la psicología y el psicoanálisis se divertirán tanto en desentrañar. Yo no me divierto tanto, porque de una manera injustificable, siempre se llega a lo mismo. A esa forma primaria de lascivia de la que habla Caicedo, que empieza como un motor de las pasiones, pero que termina siendo eso, un piloto automático. He ahí –entre otras interpretaciones- la comodidad.

En el miedo metafísico hay un pozo oscuro del que parte esa forma visceral de enfrentar el peligro (contraria a la impavidez, y que no se confunda con actitud temeraria, que es otra cosa). El pozo es el dolor, el que parece ser transmitido en un acto previo a la experiencia. Material genético, inconsciente colectivo, como quiera llamársele. El instinto de autoprotección frente a la “vileza más baja de la vida” es un grito de insurrección frente a la caducidad de la vida. “Nacemos para enfermarnos”, dice Andrés Miranda. El perverso mecanismo de natura nos obliga a meternos en el círculo de la negación al retorno. No queremos regresar a la nada, y esa decontrucción progresiva no es más que un simple y puro proceso de autodestrucción del que nadie se escapa. Por eso, la comodidad está simplemente en dejarse arrastrar y no oponer resistencia. De ahí la comodidad.







Andrés Caicedo, lo sé, hizo algo más que eso. Viviendo metódicamente aterrado de entenderse desde adentro hacia afuera, y con una nostalgia sistémica que solo la infancia puede ahondar, decidió vivir en cuenta regresiva. Despreciando la inutilidad del futuro y la adultez, ese mundo aún más vil y perverso, en el que uno debe irse negando a sí mismo, Andrés se fue reduciendo a su mínima expresión, literalmente drenándose palabras. El cuento de mi vida es una colección de relatos autobiográficos sin mayor articulación que el ser escritos camino a la inmolación. La primera parte revela poco más que un niño malcriado y mimado. A medida que pasan las hojas se va revelando ese dolor sistémico que le va derruyendo el espíritu. Dolor que se manifiesta en ideas como que es mejor el amor comprado, el de una prostituta, por sentirse básicamente incapaz de alcanzar el nivel necesario frente al objeto amado. Pese a su incapacidad frente al amor (al que trata como un extraño objeto) finalmente se enamoró de Patricia, y cuando ella le abandona –uno de los motivos- se suicida. Lo extraño es que sus dos últimas cartas no son despedidas de un suicida. La una es para un colaborador de la revista de cine que dirigía, y la otra es para Patricia, rogándole que vuelva, pidiendo perdón, arrepintiéndose de haberla perdido. Su última frase: Ahora salgo a buscarte.

Hay momentos en el relato de Caicedo en el que el dolor físico de la abstinencia (era adicto) retumba como un daño espiritual. Su herida es de palabras estrechas y nudos neuronales. No hay conciencia del otro cuerpo en él, quizás por eso, o antes de llegar a eso, es que no aceptó lo chato, injusto, mediocre y absurdo de la vida, porque sí, en efecto, el dolor físico es una expiación de todo aquello que nos parece terrible. Hay una tregua en el instante de padecimiento físico. Somos sólo eso, un cuerpo doliente que busca a gritos regresar a ese otro cuerpo, olvidándonos por un instante la lógica de nuestras miserias y las del mundo. Pero el dolor espiritual no tiene sosiego, no conoce otro cuerpo porque no tiene cuerpo, y no tiene escapatoria más que en sí mismo, en una eterna autofagia que resulta en el inevitable retorno a esa nada de la que tanto huimos, en un intento de revertir el proceso de la autodestrucción. Porque es terrible que, a través de esa tregua, debamos darle paso a la mediocridad que viene después del dolor (de ambos tipos): sin pasiones ni ambiciones.


All the lonely people, where do they all come from.
All the lonely people, where do they all belong.

2 comentarios:

Fito Valladares dijo...

Chéveres, recomendaciones de lectura he encontrado en este blog. Salud!!! por eso!!!

Anónimo dijo...

leyendo este post y acordándome del de jefferson pérez que publicaste hace unos meses se me ocurre esta larga cita:


"Esclavo mío, las condiciones en que os acepto como esclavo y os soporto a mi lado son las siguientes :

* Renuncia absoluta a vuestro yo .
* No tenéis otra voluntad que no sea la mía.
* Me serán permitidas las mayores crueldades y si llego a mutilaros será necesario soportarlo sin queja.
* Fuera de mi no tenéis nada. Soy todo para vos, vuestra vida felicidad futuro desgracia tormento y alegría
* Si se produjera el hecho de que no pudieras soportar mi dominio y que vuestras cadenas sean demasiado pesadas, deberéis mataros : nunca os devolveré la libertad.
* Me comprometo bajo mi palabra de honor, de ser esclavo de Madame Wanda de Dunaiev, como ella lo exige y someterme sin resistencia a todo lo que se me imponga

Leopold de Sacher-Masoch .

Ya desde el comienzo Freud reparó en el estrecho vínculo entre las tendencias masoquistas y la sexualidad, tomando en cuenta los efectos erógenos del dolor. En los "Tres ensayos" define el masoquismo diciendo que "abarca todas las actitudes pasivas hacia la vida y el objeto sexuales, la más extensa de las cuales es el condicionamiento de la satisfacción al hecho de padecer un dolor físico o anímico infligido por el objeto sexual" y otorga al sadismo y al masoquismo una posición particular entre las perversiones pues la oposición entre pasividad y actividad que está en su base pertenece a los caracteres universales de la vida sexual.
En "Pulsiones y destinos de pulsión" su postura es clara y tajante "no parece haber un masoquismo originario que se engendre del sadismo". Los pasos serian "le pego , me pego , me pega." El gozar del dolor solo puede devenir meta pulsional en quien es originariamente sádico.