Ídolo

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Morrissey

martes, enero 29, 2008

A mí no me tocó

El laconismo de la muerte es ciertamente inevitable. Toda metáfora se convierte en simple símil, porque la muerte ya es fría, ya es oscura, ya es vacía y ya es triste. Redundamos al convertir en poesía a la muerte, porque la muerte ya es poética. Y patética. Turbadoramente emocional, más allá de personificar la acción del morir. Más allá de volverla causal y relacionarla con un ser humano en concreto. La muerte ya es todo eso que angustia y un poco más de aquello que falta por descubrir con la experiencia propia. En ese momento, quizás, su significado orgánico cobre mayor fuerza para uno mismo. Porque la degradación de la carne y el fin de la conciencia –como ya lo dije en algún post anterior- no son motivos suficientes para desaparecer. Entonces, es la mitificación lo que subsigue a la soberbia, porque el acto de morir es tan efímero que no nos merecemos una vida tan corta. ¡Para lo más de eso!

Escena de la película "Cuando me toque a mí"
Entonces, qué nos queda sino conjeturar y redundar. Pero eso en la vida real. En el cine es otro el cuento. He visto hace pocos días la nueva película de Víctor Arregui, “Cuando me toque a mí”, basada en la novela “De que nada se sabe” de Alfredo Noriega, y me ha quedado el redundante sabor a desolación. Sé que justamente la intención del director fue esa, lo cual es muy decidor, sin embargo, nuevamente creo que seguimos en lo mismo: errando en los recursos y los discursos. Con esto me refiero a las últimas películas ecuatorianas estrenadas (Qué tan lejos y Esas no son penas), las cuales ya opiné anteriormente en este blog.

El problema, en efecto, no es la muerte, la pena, la desolación o el laconismo presentes en el filme, sino la falta de vida de esas emociones o estados emocionales. Suene paradójico y absurdo, pero es así. Además de ciertos errores de guión (adaptación y sobretodo estructura), verosimilitud, fotografía e iluminación (esto merece un análisis aparte), está presente esa carencia emocional profunda y representativa de un estado más complejo que un simple rictus parco, un par de gritos y escasísimas lágrimas (¡Ey! La gente llora mucho más que eso). Noto cierta premura y obviedad al momento de resolver ese estado emocional del que está cercano a la muerte o más aún, de quien convive con ella. El médico legista interpretado por Manuel Calisto -si Biarritz no se equivocó- es un personaje sugestivo, con mucho más potencial del que se reveló en el filme. Sin embargo, el soporte dado por el resto de personajes y situaciones, lastimosamente, no estuvo a la altura síquica del personaje.




Vïctor Arregui, el director, recibiendo en Biarritz el preimo a Mejor Actor para Manuel Calisto (Foto tomada de el Hoy)





Está demás decir que todas las historias de muerte conectadas estuvieron, cinematográficamente hablando, bastante forzadas. El pretexto recursivo utilizado fue demasiado flojo, quizás se pretendió naturalidad, pero en el hecho de manipular historias a través de las imágenes, ciertamente no puede existir naturalidad alguna. Por ejemplo, que un mismo taxista lleve a una mujer a buscar a su hijo atropellado, luego a un futuro muerto, más tarde presencie él mismo un asesinato y que sea secuestrado para posteriormente desaparecer sin dejar rastro, no convence por ningún lado que se lo mire. Si a eso le agregamos que el amante de esa misma mujer fue asesinado el mismo día por su ex marido, quien poco después caerá al hospital por una intoxicación alcohólica (y quién sabe si ya va muerto en la ambulancia), tenemos un cúmulo de situaciones inverosímiles. Sin contar que, ese mismo marido borracho, se hará amigo porque sí del muchacho recién llegado que a engaños es involucrado en un robo a domicilio, en donde morirá acribillado y obviamente, el taxista será testigo de este hecho y posteriormente secuestrado por el resto de delincuentes. En ese asalto, moriría también la practicante de medicina, quien previamente atendió en el hospital al niñito atropellado. Además, por si fuera poco -menos conectado pero igual de gratuito- el hermano del médico, mientras lo visita, descubrirá a su amante asesinado en una de las mesas de disección, por casualidad…

La familia del médico Arturo Fernández
En fin, ninguno de los personajes de soporte “vivificaron la historia”, más bien, la mataron. Cuando me toque a mí agoniza por falta de fuerza, y no de esa fuerza que de una manera facilista podría confundirse con emocionalidad, intensidad o sensiblería, sino de aquella que hace que se encarne la historia en los personajes. Por eso digo que es una historia sin vida, como una narración representada en su literalidad dejando de lado la explotación sincera de las sensaciones tan ricas que puede producir un tema como la muerte. Hay mucho más que pena y caras largas en el hecho de enfrentarse a la muerte. Y creo que ese es precisamente el reto, encontrar esa sensación genuina (quizás no real) que marque el sentido de la historia y la tonifique.

La muerte es más que presentar a una ciudad gris, laxa y triste. A gente fea y desesperanzada como representantes de esa parte del todo que es Quito. Lastimosamente, cada vez empiezo a convencerme de que esa parte taciturna y descolorida es el todo. Ese todo como compendio de un ánimo colectivo que ya fue presentado en Esas No Son Penas, y hoy lo volvemos a ver en Cuando me Toque a Mí.

Sé que Víctor Arregui decidió hacer la película luego de tener un aproximamiento con la muerte, sin embargo, no es lo mismo acercarse a ella desde la perspectiva del enfermo o el moribundo que desde afuera. Cercano pero ajeno. Y creo que por ahí viene el error, conjetura de por medio, puesto que reconstruir la experiencia de la muerte desde quien la experimenta es sumamente complejo, ya que se puede caer desde en cursilerías hasta en truculencia gratuita. Por ello, la perspectiva del agonizante no es presentada en Cuando me toque a mí. El hielo en la sangre del que fallece no nos es retumbado. Tenemos la única perspectiva del que mira, se duele, se conduele, y por sobretodo del que ha perdido casi toda sensibilidad frente a la vida y a la muerte: el médico forense.



Manuel Calisto, actor principal (foto tomada del Universo)



Ese personaje desencantado, negativamente poético y con el pesimismo como única arma de supervivencia, termina siendo una metáfora mal elaborada de la misma percepción redundante de la muerte, de la que hablé en el primer párrafo. Sin duda, Manuel Calisto es un actor novato con espíritu, estoy segura que logró conseguir lo que el director deseaba transmitir. Lamentablemente, a mi criterio, nos transmite las sensaciones erradas. La muerte termina siendo eso que ya es y su develación no puede sostenerse en un único personaje que a la vez, trata de sustentar otra metafórica noción: la ciudad absurda, carcome anhelos, contenedora de una sociedad incongruente, en donde nuevamente, los conflictos sociales y clasistas saltan a la vista. Y no digo esté mal presentar la obvia realidad de una sociedad de fuertes contrastes sociales; el problema está en los mecanismos y los recursos utilizados. La intensidad del protagonista termina siendo mal utilizada y derramada en vano.

Después de ver el filme nos quedamos como al principio, salvo un poco más tristes y desencantados, con una insistente sensación de justificar lo que no se dijo y tratando de entender lo que se dijo. Quizás esa haya sido la idea… yo no sé.

martes, enero 22, 2008

Como en las azucenas

He despertado de la anestesia con la vida atragantada en la tráquea. He despertado de la anestesia trayendo otras anestesias, otras pequeñas muertes. Me he visto ilesa frente a la ineptitud, he sido responsable de mis propias jeringas, de mis cápsulas y de mis vísceras. He sido testigo enmudecido de errores ajenos, de punciones inútiles. He callado por no ser descubierta en mi infortunio. Por eso he dejado que entre la amoxilina, el ketorolaco y los oxicamos. No he desnudado las verdaderas intenciones de una mano yodada. Un infecto tacto que me recordó el desdén de la naturaleza humana. La poca voluntad. Un instinto prevaleciendo sobre otro. Incontinencia vs. Supervivencia.


He despertado de la anestesia en retrocesión. Un reflujo como el eco de los signos vitales, las caras que no persuaden en su amabilidad y la luz hormigueándome la cara. Me he sostenido de las sábanas como a las ramas de un árbol. Pensando en que lo peor que podría pasar es que el fin de la conciencia sea fulminante y el soplo roto traiga nada. Escondiéndome, despellejada, de las luces de los otros. Y sin embargo, he dejado que saquen pedazos de mí y los tiren a desechos hospitalarios infecciosos. Mis yos regenerándose en los humores de un botadero. Pequeñitas partes de mí que no entran en los algodones como en las azucenas. Himno repetido mil veces, sabiendo que siempre se espera lo peor.


He despertado de la anestesia con rostros afásicos. He mirado ojos huecos, y escuchado risas verdosas. Pura bilis en arcadas redondas, cíclicas encomiendas burlándose de mi suerte. Y luego, se repite en la lengua aletargada la letanía encadenada sin fe. Una resignación apolillada que manda a callar las sospechas. Osteoporosis en el alma.

Que drenen las palabras dentro de los túneles inflamados. Que se extirpen los quistes acuosos que ahogan neologismos. Que se suturen los andrajos de mis tejidos y desaparezca el frío. Que la diaforesis no me devuelva la misma noche una y otra vez…

miércoles, enero 02, 2008

martes, enero 01, 2008

La esperanza tácita

Yo al año lo miro como una plancha de papel que tiene impresos los meses y su perspectiva está en unos treinta y cinco grados, con una orientación más o menos desde el sur-este. No es un calendario, aunque parecería. No lo es porque cada mes es a su vez, es una gaveta rectangular que puede tomar volumen tridimensional cuando regreso a él para encontrar información archivada.
Ayer le doné unos minutos al arte del desciframiento del pensamiento objetivo (no dialécticamente hablando, más bien me refiero a aquella materialización de las nociones concretas pero subjetivas e inmateriales). Hay que poder tocar al año para ordenarlo, por eso hay que convertirlo en objeto. Esa es la función del calendario, más allá de ser un recordatorio. Objetivizar la noción del tiempo es un poco fructífero intento de entender a la humanidad. Intento que con el “paso de los años” se revistió de una nueva funcionalidad, ya que estuvo claro que el progreso del tiempo, existencialmente hablando –y despojándole de toda construcción humana práctica-, no tiene sentido.


Hoy el conteo de los años quiere esconder la cuenta regresiva que lleva implícito el mismo cálculo constante de esa nada que son los años. Porque es ahí cuando el infinito experimenta la propia angustia de no saberse eterno o finito. No sabemos a dónde nos lleva la cuenta más que a la propia muerte. Pero colectivamente es inútil, porque nos daría exactamente igual marcar ciclos con finalidades prácticas (como ya la naturaleza misma se ha encargado) que seguir aumentando años al mundo con una misión algo arrogante, algo portentosa: la ilusión del progreso.


Que no se entienda al ciclo como un estancamiento. Que no se repita la humanidad. Que no se repita la historia. Que no se repita el pensamiento. Que la universalización de la humanidad no sea el fin de la misma. Que el traspaso de barrera y fronteras no se traduzca en una homogenización anuladora de individualidades. Que el Imagine de John Lennon, por Dios, no sea la utopía más tonta que haya existido sobre la tierra. Por favor que no sea así. ¿Imagínense a todos siendo iguales, pensando lo mismo, viviendo lo mismo, mirándose al espejo del prójimo? Está bien que desaparezcan las guerras y toda injusticia que veje la integridad de un ser humano. Pero ese “ser iguales” suena tan peligroso como aquella tesis tan temida del socialismo. ¿Acaso no busca el Capitalismo y sus modelos económicos hijos convertirnos en un ser genérico? Un ser más vulnerable y por lo tanto más manejable por llevar una estructura conocida al revés y al derecho.


Hay que sostener cierta esperanza tácita de todos modos. Como esa de llegar pronto a la adultez, y una vez estando ahí, anhelar una vejez digna… O como esa de creerse uno y único, y no darse cuenta de que se está navegando en el mismo río, el cual, inevitablemente, desembocará en el mismo mar…