El tipo que me atendió ayer en la pollería era un montubio sicópata. Lo sé porque me miraba de pies a cabeza y no precisamente deseándome. No era un sicópata sexual, no, mas bien era de aquellos que obtienen un placer más depurado torturando a la víctima, sin jamás hacer partícipes a sus genitales. Este sicópata de la caja registradoran estaba tan obnubilado con sus ideas truculentas, que ni siquiera lograba entenderme cuando le hablaba. Me hizo repetir como tres veces la orden y al fin logró que yo perdiera la capacidad verbal. Así, me confundí entre el combo uno y el combo tres, y él, sintiéndose ducho en las artes de las combinaciones alimenticias, se burló de mí con un gesto de maestra de tercer grado -de escuela de monjas-. En verdad logró hacerme sentir tonta, lo cual comprueba aún más la tesis de su sicopatía: Sentirse intelectualmente superior a la víctima.
Cuando por fin logré entender que lo que me preguntaba era el sabor de la gaseosa, caí en cuenta de que yo estaba sudando y que ya no podía mirarle a los ojos. Así que balbuceé la marca de una cola que ni siquiera tenían y él, más suspicaz que yo, me dio el equivalente de la competencia: Seven Up. Lo que él no sabía es que al llegar a mi casa la botaría por el sumidero, acordándome de las palabras de mi hermana: Hay babosas dentro de las máquinas de cola. Yo las ví cuando trabajaba en el Mc Donalds.
A los pocos minutos el montubio sicópata ya tenía mi comida en una bolsa. Yo había pedido para llevar, pero él de adrede volvió a preguntar para hecerme caer en una secreta repregunta. Tenía que ser para llevar y él lo sabía. Simplemente quiso asegurarse de ello, o a lo mejor le cogió un arrepentimiento de última hora y por un segundo albergó la esperanza de que yo comería allí mismo, y sólo entonces podría librarme del castigo cambiando mi comida y eligiendo otra víctima. Pero no, la víctima resulté ser yo misma y muy bien escogida de hecho, porque aunque desenmascaré sus macabras intenciones, no le dí mayor crédito, y una vez en mi casa, abrí la bolsa, saqué un plato y puse sobre él las presas de pollo, las papas y la ensalada. Y aunque un poco desconfiada, no demoré ni diez minutos en devorar esa cena que tenía un sospechoso gusto picante.
Ni una ida al baño con intento fallido de vómito me libraron de mi condena. Ahora solo espero que el sueño me redima del castigo del sicópata montubio.
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