Los primeros días soy como una gran ave que despliega sus alas de dos metros cada una. Abiertas de par en par , dentro de cada una de sus coyunturas se va develando un nuevo color, prismático, fotoforme, el cual va formando en degradé un frondoso plumaje verde-gris, rosa grisáceo, azul platinado. Un ave mítica que no existe, un ave nacida en los despojos húmedos de la noche posterior al insomnio.
Al pasar los días o las horas quizás, incluso los meses y aveces los años, el ave se contagia de una especie de sarna. Digámoslo así para justificar el rastro informe de plumas despeladas que va dejando tras de sí, mientras corre despavorida, huyendo del espanto, girando el cuello de vez en cuando para ver aquel bípedo que aún la persigue mientras recolecta sus plumitas. Al cabo de un tiempo aún no promediado, en lugar del fastuoso plumaje se observan tan sólo unos pelillos cual pelusas ásperas entre el pellejo rosáceo. Una piel de gallina aún expectante del último susto, delata un pasado copioso. La sarna ha hecho su trabajo.
Creyendo que quizás éste es el final de todo, el ave y el bípedo transeúnte se detienen un instante para mirarse fijamente ,sin adivinar que aún queda algo más que despojar... que despejar. Ante los incrédulos ojos del bípedo, el pellejo de las alas se va secando como pan duro y poco a poco se va desmigajando, a la vez que revela una anatomía base de huesos y tendones, sin tejido muscular, sin venas ni sangre. Mientras, el blanco del óseo terminal se va descubriendo poco a poco entre magulladuras y gritos de socorro...
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